Nombres en la Historia

 

Compendio de pacotilla intelectual, de Bertrand Russell

Existe un texto de Bertrand Russell con este nombre, tan lúcido como divertido, que se recoge en la valiosa recopilación Dios no existe, de Christopher Hitchens. Echemos un vistazo a las perlas que en él se comentan, muchas de ellas dedicadas a los hombres religiosos, siendo las épocas en las que mayor poder tenían menos proclives a la sabiduría. Efectivamente, en los periodos caracterizados por el predominio de la fe el clero imponía todo su criterio. Cada etapa oscurantista trata de ser ocultada con el fin de que la nueva etapa oscurantista no se reconozca como tal. Russell repasa algunos ejemplos de irracionalidad en el clero, desde que la ciencia comenzó a desarrollarse, y después analiza si el resto de la humanidad es mucho mejor.

En el mundo anglosajón, el clero se opuso al invento del pararrayos realizado por Benjamin Franklin, ya que ello suponía un intento de frustrar la voluntad de Dios. Entre las numerosas crueldades imaginables sobre una deidad, considerada encima omnibenevolente, no se me ocurren peores que considerar que un ser supremo envía fenómenos catastróficos para castigar a sus creaciones. No es esta visión exclusiva del monoteísmo occidental, ya que Gandhi (cuya figura está idealizada hasta el exceso), después de que unos seísmos sacudieran la India, comentó que aquello era un castigo divino por ciertos pecados. Estamos hablando de la época contemporánea, en la que se entiende que el deísmo habría sido la visión triunfante sobre los creyentes más razonables. Insisto en que, al margen de la creencia o no creencia de cada cual, no se me ocurre que una mente saludable imagine una mano sobrenatural detrás de cada hecho accidental (esto es, en los que la mano del hombre no ha intervenido). Y ello por doble motivo, primero por una cuestión puramente racional, pero también, y más grave, por considerar que "alguien" merece esos castigos realizados por motivos inescrutables.

El absurdo y la irracionalidad más hilarantes convergen en la actitud de esas pudorosas monjas que se bañan, incluso en la intimidad, con una bata de baño. Ello lo hacen, naturalmente, porque Dios puede verlo todo, por lo que reducen al imaginario ser a un mirón de poderes limitados, ya que las paredes no le detienen, pero sí una simple prenda de baño. El concepto de "pecado" también genera una crueldad inimaginable; incluso cuando la Iglesia Anglicana ha aceptado la regulación de la eutanasia para casos de enfermedades incurables y dolorosas, cierta voces se han negado a que el propio paciente tome su propia decisión al respecto. Eso es porque lo que sería una muerte asistida, sin sufrimiento físico, en caso de que tome la decisión el protagonista se convertiría en el gran pecado del suicidio. Por supuesto, tal vez los crueles y depravados no son los miembros del clero que, en nombre de Dios,  condenan a una persona a meses de tortura, tal vez lo somos los humanos que pretendemos evitar en lo posible el sufrimiento.

Un caso que tantas veces me ha producido perplejidad es el de la resurrección de la carne, en nombre de la cual se oponen los ortodoxos a la cremación. Podemos preguntarnos qué ocurre con tantas personas que desaparecen en circunstancias extremas, pero es de suponer que ello obedece igualmente a algún plan divino. Russell ironiza sobre el hecho de que, tal vez, a Dios le sería difícil recomponer un cuerpo quemado, pero no menos que hacerlo con uno enterrado y transformado en gusanos. Como es sabido, la consideración sagrada de los cadáveres es propia de las diversas culturas. En China, ya en el siglo XX, un cirujano francés quiso realizar disecciones con cuerpos muertos ante el horror de las autoridades chinas. Aunque le dieron una negativa sobre esto, le dijeron que podría disponer de un suministro ilimitado de criminales vivos ante el horror, esta vez, del galeno occidental.

Es sabida la obsesión sobre el sexo en cuanto a considerarlo como pecado, mucho más que en el terreno de los otros llamados capitales. La actitud célibe es lo recomendado por la ortodoxia católica, aunque los que sufran de incontinencia pueden casarse y vincular el acto sexual a la procreación. Las enfermedades relacionadas con el sexo son, por supuesto, un castigo divino y la única prevención es la abstención. Los que no hayan visto la película El sentido de la vida, de los Monty Python, con el inmejorable sketch musical "Todo esperma es sagrado", creo que ya están tardando:

No obstante, hay quien cree que la actitud de la Iglesia respecto al sexo ha sido demasiado suave. Russell menciona al pobre Tolstói, cuyo anarquismo era seguramente irreconciliable con su mortificación cristiana, junto a Gandhi, los cuales vincularon el sexo a la perversidad, incluso dentro del matrimonio y con la idea de tener hijos. La moral moderna pude considerarse como una mezcla de dos elementos: por un lado, las normas racionales para convivir adecuadamente en una sociedad, y por otra, los tabúes tradicionales originados en los diferentes textos religiosos. Desgraciadamente, en el último caso, el carácter sagrado de las normas tiene como consecuencia el absurdo, en el mejor de los casos, y un notable sufrimiento en no pocas ocasiones. Como ya señaló Faure, y en lo que se insiste una y otra vez, el concepto de pecado presenta una dificultades obvias. Un dios omnipotente supone que nada contrario a él puede suceder, por lo que la desobediencia de los humanos sería algo que ya sabría y, por lo tanto, debe formar parte de su propio plan. De lo contrario, considerar que la desobediencia a Dios es posible es aceptar que no es un ser omnipotente. Spinoza aceptó la omnipotencia divina, por lo que consideró que el pecado no existía en realidad; las conclusiones posteriores son, todavía, más absurdas y catástroficas, ya que habría que aceptar que, si Dios es omnipotente y omnibenevolente, algo como el asesinanto también lo es. Como dice Russell, el argumento no ofrece escapatoria.

Una frase memorable de Russell, a propósito de todo tipo de creencias: "En cuanto abandonamos nuestra propia razon y nos limitamos a confiar en la autoridad, nuestras dificultades no tienen fin". Además, de manera no tan sarcástica, señala que la fuente de la mayor parte de las creencias religiosas es el engreimiento, individual o genérico. Efectivamente, la creencia religiosa suele considerar al ser humano como lo más importante del universo. Lo más irrisorio del asunto es que si, efectivamente, el fin de la "creación" era el hombre, resulta curioso que una deidad se haya tomado un prólogo tan largo y tedioso. Naturalmente, mejor no insistir en que, tanto el ser humano, como el planeta que habita, algún día serán historia. La religión siempre tendrá una respuesta para esto, la recurrente y absurda alusión al "misterio". Russell expresa lúcidamente que una probable curación para ese engreimiento religioso es recordar que el hombre es un breve episodio en la vida de una pequeño planeta localizado en un rincón del universo; es posible que existan otras formas de vida, en otros lugares, para los que no somos superiores a las medusas. No obstante, hay otras fuentes que explican la existencia de la religión, como es el caso del gusto por lo maravilloso. Hay veces que el ser humano está dispuesto a creer cualquier cosa prodigiosa, siempre y cuando ello no se enfrente a algún prejuicio fuerte. Pocas veces los historiadores dan crédito a estos acontecimientos producto de la fantasía, excepto cuando se encuentran en el terreno de la religión. Si la emoción intensa de un individuo da lugar a un mito, es posible que se le considere un demente: si esa emoción es producto de una colectividad, no es raro que reciba un amplio crédito. Desgraciadamente, como recuerda Russell, gran parte de los mitos se basan en crueles falacias (las barbaridades que se han atribuido históricamente a los judíos han justificado su persecución y exterminio), que acaban justificando los peores actos. Muchos otros ejemplos de prejuicios absurdos, sobre la raza y la sangre, parecen hoy (al menos, en la teoría) felizmente superados. Una forma de combatir los mitos e iniciar un camino de sabiduría es admitir los propios temores y reflexionar de manera racional sobre todo tipo de creencias.

No solo la religión, la política también se encuentra gobernada por tópicos que no responden a la realidad. Cuántas veces hemos oído la frase "no es posible cambiar la naturaleza humana". No solo que esto no es posible que lo afirme nadie, sino que difícilmente podremos decir qué es la "naturaleza humana". Hablar de tal cosa es absurdo para alguien que conozca un poco de antropología, ya que los comportamientos humanos difieren en las diversas culturas. La llamada "naturaleza" del ser humano varía enormemente en función de la educación recibida. Gracias a factores como la alimentación o como algún tipo de adiestramiento, es posible hacer de la gente dócil y sumisa, o bien violenta y dominante, como convenga al educador. Un gobierno, del tipo que fuere, puede convertir la mayor idiotez en el credo de la mayoría. El mismo Platón pretendía fundar su República sobre un gran absurdo, algo que él mismo admitía. Otro importante pensador, Hobbes, consideraba que el pueblo debería reverenciar cualquier tipo de gobierno, aunque fuera totalmente indigno; cuando alguien cuestionaba el hecho de que la gente acatara una cosa tan irracional, él recordaba que si se había hecho creer a las masas en la religión cristiana, y en sus dogmas absurdos, era totalmente posible hacerles creer cualquier cosa. Los gobiernos han tenido siempre un gran poder sobre las creencias de los hombres, como demuestra el hecho de que los ciudadanos romanos se convirtieran al cristianismo solo después de que lo hicieran los emperadores o el que los lugares del Imperio romanos conquistados por los árabes supusiera la conversión al Islam de los cristianos; otro ejemplo notable, la división de Europa occidental en regiones protestantes y católicas se produjo por la actitud de los gobiernos en el siglo XVI.

Desgraciadamente, aunque sea por imposición o inspiración de los gobiernos, estas creencias empujan a grandes masas de hombres a matarse unos a otros. Russell vinculaba un poder autoritario a una población plagada de lunáticos fanáticos, de tal manera que se podría inducir a creer casi cualquier cosa por absurda que fuere. Podría darse, del mismo modo, lugar a ciudadanos razonables y juiciosos, pero no se conoce gobierno alguno que desee tal cosa, ya que ese tipo de personas no admitiría seguramente el hecho de una jerarquía política. La educación, para bien o para mal, puede ser dirigida hacia un lugar u otro. Lo malo de ese dogma que habla de una "naturaleza humana" es que suele ir asociado a una creencia determinista en la beligerancia del ser humano. Muy al contrario, si una organización política demostrara que la guerra no es deseable ni productiva, difícilmente podría la condición humana llevar al conflicto. En todas las épocas, se ha sostenido que existían cosas inmutables, pero al cabo del tiempo resultan inaceptables sin que haya apenas nadie que las eche de menos. No obstante, cuidado con la fe ciega en el progreso, ya que tendemos a sorprendernos de lo que pensaban pueblos del pasado siendo condescendientes con nuestra propia época, ya que al día de hoy siguen manteniéndose creencias absurdas en las sociedades modernas y civilizadas, tanto religiosas, como políticas.

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