Concreción de la utopía y subversión cotidianas

 
Tenemos una convicción: solo la revolución libertaria puede garantizar el porvenir de la Humanidad entera. Una revolución ahora y rápido. Pero ¿por qué decimos esto cuando todo apunta a lo contrario? Porque por revolución entendemos no solo y no tanto el hecho violento que, al prevalecer el protagonismo social de los oprimidos y explotados, consigue el derrocamiento del régimen capitalista y de la institución estatal, sino el proceso que realiza concretamente un conjunto de aspiraciones y la satisfacción de las necesidades presentes en la conciencia colectiva, el proceso que materializa sustancialmente el objeto deseado en el imaginario colectivo: la libertad individual y colectiva, la justicia social; ni más ni menos.

Se puede comprender cómo se inicia el proceso revolucionario en el mismo momento en el que se comienza a reconocer y a reaccionar ante la condición en la que se vive y los efectos de las evidentes contradicciones sociales, fruto de las desigualdades y de las jerarquías.

La importancia del rechazo individual –tanto psicológico como material– de un sistema que te embrutece, te aliena y te niega, en la construcción de una expresión colectiva capaz de medirse con las instituciones políticas y económicas, no puede ser infravalorada más si trabajamos para favorecer la afluencia de estos elementos individuales y colectivos, en la organización de una fuerza capaz de imponer su propio programa y su propia visión ética de la vida, y conseguir realmente la destrucción del sistema jerárquico dominante y la destrucción de sus formas de expresión política y económica.

Compartiendo esta postura, resulta evidente la necesidad de perseguir una estrategia que tenga como centro de atención una valoración correcta de los procesos de construcción de la fuerza y de la realización del consenso, elemento vital para un movimiento como  el nuestro, que trabaja para la obtención de una sociedad abierta, horizontal, solidaria y comunitaria.


Sin ocultar los problemas, pero…

La voluntad que nos anima en la lucha por una sociedad libre y justa, si no fuera por un determinismo pseudocientífico, no se debe distanciar del ámbito social de referencia, no tiene que convertirse en autorreferencial de un subjetivismo que desemboca ineludiblemente en un activismo como fin en sí mismo, fuera del tiempo y del espacio. Por otro lado, no se puede enganchar simplemente a una iniciativa genérica de masas, limitándose a una acción de apoyo, sobre todo en tiempos como los actuales, en los que la polarización y el corporativismo evidencian muchas veces la dificultad de realización efectiva de la lucha social en el plano económico y territorial, más allá de importantes pero minoritarias excepciones.

Y sigue siendo sobre la relación entre minoría revolucionaria y masas donde continúa jugándose nuestra partida. Si antiestatalismo, antiparlamentarismo, acción directa, rechazo de la delegación y de los liberados, descentralización, federalismo y solidaridad permanecen a la hora de afrontar el centro de la difusión en una sociedad dominada por la presencia, invasiva y condicionante de los medios de comunicación con su manipulación y seducción, por un ejército de profesionales de la política y del sindicalismo oficial (y a veces no solo…), y por el creciente y desbordante control burocrático y policial.

La utopía debe concretarse por representar un elemento de atracción y de movilización. No se puede tener ni conquistar la credibilidad si no demostramos que nuestras propuestas de reorganización social, nuestras formas organizativas –basadas en la autogestión y en la autoorganización– son efectivamente superiores no solo moralmente sino también por funcionalidad y eficacia, en el respeto al individuo y a la naturaleza ante la voracidad del capitalismo y de la lógica del desarrollo sin límites. Y la subversión cotidiana de lo existente no puede significar subjetivismo estético y poética insurreccional sino aplicación cotidiana sobre el terreno en confrontación crítica contra la realidad social en su complejidad, con una implicación programática de acción, con atención a los problemas concretos, a la lucha cotidiana contra la explotación y la opresión, a las batallas que pueden involucrar a sectores cada vez más amplios de población, con valoración de las luchas territoriales, vecinales, sobre todo en tiempos como estos, donde diferentes luchas remarcan la importancia fundamental de entrelazar la comunidad, el territorio y su autogestión.

Sin esconder los problemas, pero tampoco refugiándose en el ámbito de la ideología. Una ideología marcada, por otra parte, por los mitos decimonónicos del progreso y del desarrollo, y que debe superarlos para redefinir una relación inteligente e incisiva que permita medirse con el creciente agotamiento de los recursos naturales por obra de la parte más rica y más potente del género humano –de la que, querámoslo o no, formamos parte–, la destrucción del medio ambiente y la puesta en entredicho del concepto mismo de futuro.

Aunque el panorama que nos rodea no es muy favorable, hay que continuar incansablemente con la tarea de crítica de la “cultura” oficial, de denuncia de las mentiras de las castas del poder, obstinándonos en querer construir comunidad y difundir solidaridad.

Ser utopistas concretos quiere decir desarrollar pensamiento radical, quiere decir lanzar propuesta, quiere decir interrumpir los circuitos de la manipulación del consenso, quiere decir atravesarse.

No esperemos el sol del porvenir, un sol cada vez más ensombrecido por las nubes de polvo en suspensión. Tenemos que continuar desarrollando iniciativas, aunque seamos pocos, sobre todo si somos pocos, para transmitir ética y cultura libertaria, para valorar la coherencia entre fines y métodos, para remover las conciencias.

Para hacer esto, para equiparse mejor, debemos profundizar constantemente en la elaboración crítica; promover el paso de la práctica de la propaganda estática a la del laboratorio de investigaciones y experiencias, tendentes a la más amplia actividad de transformación social; actualizar la táctica de la contestación, en los diversos campos, instando las tensiones éticas latentes y las aspiraciones de justicia social, estimulando la acción directa en todas las manifestaciones de la vida para realizar experiencias autogestionarias fuera del poder constituido y contra él; apuntar a la crítica inmediata de aquellos sectores del poder menos visibles para la población –como monopolios, catastros, sistemas de tasación– evidenciando escenarios alternativos.

Ante la autodenominada liberalización –en realidad, acaparamiento– de los bienes y servicios colectivos, es necesario relanzar el tema de la socialización y la autogestión en la redefinición de la relación entre usuarios y trabajadores, atacando la obscena campaña del régimen que tiende a ocultar el hecho de que el gasto público social no es la causa de la deuda pública, sino que por el contrario es engordado por la voracidad de los bancos y de los negociantes que se lucran con sus intereses.

Ahora, mientras que la circulación de capitales no encuentra barreras, los Estados utilizan las fronteras para instrumentalizar la inmigración irregular e inventar constantes “emergencias” para crear un clima favorable a la afirmación de la cultura de la sospecha y del gueto, alimento de la parcelación social y de la aniquilación de toda forma de resistencia solidaria de masas; es el momento de evocar con resolución la vía del reconocimiento recíproco entre las diferentes experiencias humanas, allá dónde y cómo existan, para vaciar de contenido cualquier construcción teórica que de la diversidad haga un fetiche útil para prácticas de diferenciación social. En este contexto, la lucha contra toda discriminación es absolutamente fundamental. Como fundamentales son las iniciativas sobre el ámbito de la guerra y la militarización, de la devastación medioambiental, que con metodologías diversas destruyen las posibilidades mismas de la vida en este planeta.


Nuestra fuerza revolucionaria organizada

Cierto es que ante un escenario cotidiano de guerra, de represión y de provocación ascendente, de ataque a las libertades individuales y colectivas, son muchos los problemas a afrontar y a resolver, pero su solución puede ser facilitada en un debate que tenga en cuenta la experiencia del movimiento en su complejidad, tanto a escala nacional como internacional. Como portadores de un método de experimentación libertaria, alejado de cualquier dogmatismo, no pretendemos ser los únicos poseedores de la verdad; seguimos pensando que solo un profundo proceso de transformación, con carácter revolucionario, podrá modificar el presente estado de cosas, y que las conquistas sociales, fruto de la acción directa de las masas, son fundamentales para la modificación de las relaciones de fuerza.

La obra de descrédito hacia el anarquismo, que pasa por la acusación de terrorismo, quiere impedir que los movimientos de oposición sean influidos por las metodologías y por las propuestas anarquistas. Queda claro que lo que temen no es tanto la acción extemporánea de algún grupo, sino al anarquismo como fuerza revolucionaria organizada, como fuerza tendente a la autoorganización de los oprimidos y explotados de cualquier país, como única práctica realmente internacionalista, que en el desarrollo integral y libre del individuo tiene el objetivo unificador de todas sus tendencias.

Para quien sostiene el fin de las posibilidades de transformación social por parte del anarquismo, para quien sostiene el fin de la concepción misma de revolución social, la mejor respuesta viene de la capacidad del anarquismo de revitalizarse, de estar en el presente, de conjugar sus raíces históricas y éticas con la necesidad de la lucha contemporánea contra la opresión de cualquier color, aquí y ahora.

Massimo Varengo

Publicado en el número 315 del periódico anarquista Tierra y libertad (octubre de 2014)