Consecuencias morales del ateísmo

 
John Leslie Mackie (1917-1981) fue un brillante filósofo australiano, especializado en metaética y partidario del escepticismo moral, conocido ateo y participante en jugosas polémicas al respecto. En Dios no existe (peculiar traducción para The portable atheist, recopilación de textos realizada por Christopher Hitchens), se incluye un texto de Mackie sacado de su obra El milagro del teísmo: argumento a favor y en contra de la existencia de Dios. Entre las consideraciones a favor de la existencia de una dios personal, o casi personal, se enumeran al menos cinco: "1) los supuestos milagros; 2) las versiones inductivas del argumento del diseño y la conciencia, tomando como 'signos del diseño' tanto el hecho de que existen regularidades causales y el hecho de que las leyes naturales fundamentales y las constantes físicas son tales que hacen posible el desarrollo de la vida y la conciencia; 3) una versión inductiva del argumento cosmológico, buscando una respuesta a la pregunta '¿Por que hay algo en lugar de nada?'; 4) la idea de que hay valores morales objetivos cuya existencia demanda una explicación adicional; 5) y la idea de que algunos tipos de experiencia religiosa pueden comprenderse mejor si los entendemos como la percepción directa de algo sobrenatural". Por supuesto, Mackie echa por tierra estos argumentos: el primero y el quinto son, de forma obvia, muy débiles, ya que pueden explicarse fácilmente en términos naturales. Por otra parte, el mundo natural explica, gracias a la evolución, la conciencia, la moralidad y el valor como actividad humana. Lo único dudoso, desde una explicación naturalista, serían las irregularidades causales,el hecho de que las leyes físicas sean las que son y de que haya algo en lugar de nada. El naturalista suspenderá siempre la cuestión de Leibniz, ¿por qué hay algo en lugar de nada?, mientras que el teísta se sentirá igualmente indefenso ante la pregunta de por qué hay un dios en lugar de nada. La hipótesis de Dios, al menos desde Laplace, resulta innecesaria desde este punto de vista sustentado en términos racionales; la reivindicación literal y fáctica de la existencia de un Dios personal no posee base racional alguna, pero los intentos posteriores de defender el pensamiento religioso, una vez liberado de sus creencias tradicionales, son señalados por Mackie como un rotundo fracaso.

Por supuesto, Mackie sitúa en primer lugar el debate desde un punto de vista estrictamente filosófico, lo cual hace que el asunto se relativice y no satisfaga a algunas personas reflexivas y ecuánimes. Más interesante y concluyente resulta el estudio que realiza de la consecuencias morales del ateísmo, ya que muchas personas insisten en la aceptación de la religión precisamente porque creen que sin ella desembocaríamos en un desastroso nihilismo. Mackie señala cuatro puntos de vista principales sobre la naturaleza y el estatus de la moralidad. El primero quiere observar reglas y principios morales desvinculados de la utilidad que puedan tener, originados en alguna suerte de divinidad y sustentados por la promesa de recompensa o la amenaza de castigo en esta vida o en la otra. La segunda, denominada kantiana, racionalista o intuicionista, ve los principios morales como una normativa objetivamente válida, formulada o descubierta por el intelecto humano y dotada de autoridad autónoma al margen de cualquier dios (si un creyente tiene este punto de vista, seguramente pensará que la bondad divina consiste en que él ejemplifique esos principios). Un tercer punto de vista sostiene también la existencia de principios objetivos válidos, pero considera que son creados y sustentados de algún modo por la existencia de dios. Una cuarta opinión, llamada humeana, sentimentalista, subjetivista o naturalista, piensa que la moralidad es fundamentalmente un producto humano y social; los conceptos, principios y prácticas morales se han desarrollado a través de un proceso de evolución biológica y social. Desde esta última perspectiva, se explica la existencia y persistencia de los principios y prácticas morales debido a que permiten de alguna manera a los seres humanos, en cuya condición natural conviven fuerzas tanto competitivas como cooperativas, sobrevivir y alimentarse mejor al limitar la competencia y facilitar la cooperación. Mackie señala que los que se adhieren a este punto de vista no lo explican necesariamente de esta forma y que sea posible que suscriban alguna de las tres opiniones anteriores; no obstante, la explicación naturalista explica muy bien su pensamiento y su conducta.

Mackie, obviamente, muestra la moralidad con su propio origen causal, como una cuestión de sentimientos y actitudes; sería parcialmente instintiva, desarrollada a través de la evolución biológica, y parcialmente adquirida, desarrollada gracia a la evolución sociohistórica y transmitida de una generación a otra, en forma de valores culturales, más de forma automática que consciente. No obstante, como librepensador que es, Mackie no se conforma con respuestas definitivas y reconoce la complejidad del asunto. Ni teístas ni ateos poseen el monopolio de la virtud, pero tampoco puede vincularse la moralidad fácilmente a ninguna ley causal establecida por algún estudio estadístico sobre creencia o no creencia. Ello es debido, precisamente, a que lo que se considera vicio o virtud es objeto de controversia y división entre creyentes y no creyentes, lo cual da la razón a un enfoque naturalista. Mackie sospecha que existe una correlación positiva entre ateísmo y virtud, pero posee la honestidad intelectual para no establecer una tendencia causal que conduzca a que la no creencia promueve la buena praxis moral. Se retoman entonces algunas consideraciones generales, ¿qué supondría para la moralidad que existiera o no existiera un dios e igualmente en el caso de que la gente asociara, o no, su moralidad a las creencias religiosas? En primer lugar, las revelaciones de la religión son ya obviamente condenables al contener normas restringidas, anticuadas o bárbaras (tal y como aparecen en la Biblia o el Corán). Desde un punto de vista más general, la vinculación entre creencia religiosa y moralidad supone la devaluación de esta última por dos motivos principales: debido a que la debilitación de la moralidad decaerá cuando no exista la creencia y también porque la subordina a otras preocupaciones mientras persista la creencia (mencionaremos el absurdo de aceptar el pecado en el cristianismo para lograr la salvación).

Muchas personas quieren vincular los más nobles valores a alguna de las religiones, pero suele olvidarse que gran parte de las acciones más terribles que se han realizado a lo largo de la historia se han hecho en nombre de la piedad. Aunque, por ejemplo en el cristianismo, hay valores éticos admirables a lo largo de la historia en las religiones (muchos, añadidos posteriormente y explicables desde puntos de vista sociohistóricos), en general se ha primado la preocupación por la salvación y la vida después de la muerte, así como la opinión de que la falta de fe, la duda y la crítica a la creencia es pecado y actitudes heréticas dignas de ser perseguidas. En general, la religión se opone a la discusión, muestra deshonestidad intelectual e incluso a veces abierta hostilidad a verdades científicas confirmadas. En este contexto, con los precedentes históricos de una claro totalitarismo religioso (precedente del político y base de él en muchos aspectos), la moralidad promovida por la religión suele ser ambigua o directamente perniciosa, lo cual no supone lógicamente que todos los creyentes y teístas sean dogmáticos o moralmente cuestionables. Frente a la religiosa, existe toda una tradición humanista, preocupada por los problemas sociales e individuales, defensora de la honestidad intelectual y la tolerancia, así como propulsora de la libre investigación. No obstante, Mackie no cae en un fácil maniqueísmo. La ausencia de vinculación religiosa no garantiza obviamente que no existan conflictos. Como creaciones humanas que son, también existen preceptos morales absolutistas y objetivistas, con vínculos religiosos o no, que suponen enfrentamientos entre distintas concepciones. Desde un enfoque naturalista, puede entenderse mejor la moralidad, con sus concesiones y con sus ajustes, o incluso llegar a un consenso universal sobre lo que es correcto. Por supuesto, nos limitaremos demasiado si simplemente derivamos la moralidad de los hechos de la situación humana y no procuramos entender cómo el hecho moral puede desarrollarse y a qué funciones sirve, así como obviamos tener en cuenta la posibilidad de que se extienda. Como valor innegable del ateísmo está su poderoso realismo ante hechos fatales de la existencia humana como es la muerte; hay quien señaló como una de las mayores irracionalidades del pensamiento religioso su elección de la comodidad frente a la verdad.


Librepensadores, ayer y hoy

Identificar mero ateísmo con librepensamiento nos conduce a no pocas objeciones y problemas. Hay que distinguir entre la figura de un librepensador, propia de los siglos XVIII y XIX y lo que hoy podemos considerar que eso significa. Creo sinceramente, y lo digo también con bastante intención autocrítica, que desde posiciones ateas, lo que entendemos por un movimiento ateo combativo con la religión y más o menos organizado, se produce con cierta asiduidad esa ambivalencia de pretender ser progresista y librepensador y hacerlo únicamente desde posiciones, quizá no superadas, pero sí necesitadas de ser puestas al día conforme a nuevos discursos que resultan de lo más cuestionables. Hoy, así hay que considerarlo de manera permanente y muy crítica, no es lo mismo ser un librepensador que en la época que nace esa condición, en torno a lo que llamamos la Ilustración. Lo que quiero expresar es que me da la impresión de que existe quien se refugia en ese librepensamiento de los orígenes, de una época en que los paradigmas eran obviamente muy distintos, y sin embargo adopta una actitud bien poco librepensadora en la actualidad; de hecho, es posible que los auténticos librepensadores les parezcan personas equivocas, a veces subversivas y peligrosas, adoptando con ello una condición en realidad tristemente conservadora. Dicho de modo elemental, el librepensamiento en origen consistía en escapar de un mundo de creencias aceptadas y de una serie de pautas establecidas (una serie de dogmas y prejuicios, así como la aceptación de una autoridad espiritual y, por extensión, también terrenal), lo cual tampoco elimina de un plumazo todo el pensamiento de aquellos autores que no podemos considerar librepensadores conforme a lo que será tal cosa a partir de la Ilustración. La actitud librepensadora, de modo general, pudo ser en un principio dejar atrás la tradición y empezar a fiarse del criterio propio (no de lo que se repite, de lo que está establecido o aceptado); para que nos hagamos una idea, en la Edad Media, no solo existía la autoridad eclesiástica supuestamente legitimada por la divinidad, también se amparaban en la tradición filosófica establecida por Aristóteles (bien es verdad que un filósofo absolutamente mediatizado por el cristianismo). Identificamos entonces el librepensamiento con un escepticismo que abre las posibilidades a un conocimiento más sólido. Para hacerse una idea de lo que supone el librepensamiento a partir de la Ilustración, nada mejor que la máxima de Kant aparecida en su texto ¿Qué es la Ilustración?: "Atrévete a saber". Ese "atrévete" supone dejar a un lado la tradición y la autoridad, atreviéndose a entrar en el mundo de conocimiento por uno mismo. Por lo tanto, la Ilustración puede definirse como la etapa en la que la humanidad empieza a salir de su minoría de edad tutelada y lo hace por sí misma.

Sin embargo, hay que situar cada cosa en su momento histórico. Hoy, es fácil aceptar y aplaudir a las personas que pusieron en cuestión, por ejemplo, las supersticiones medievales; si miramos con esa misma severidad crítica nuestra propia actitud, nos daremos cuenta que tantas veces aceptamos con poca o ninguna crítica un montón de discursos establecidos (incluso, alguna amparada en lo que etiquetan como científico). En la actualidad, un librepensador solo puede ser aquel que pone en cuestión cualquier discurso, guiado solo por unos parámetros escépticos, críticos y tratando de establecer una base sólida para acceder al conocimiento. Quiero insistir en esa actitud crítica y librepensadora hacia lo establecido, pero también aplicar eso mismo hacia todo discurso, considerado alternativo, pero igual de cuestionable; por poner un ejemplo sencillo, tan denunciable es la tradición monoteísta como las paparruchas propias de la new age (que, tantas veces, critica lo reaccionario del cristianismo y presume de no sé muy bien qué modernidad). El librepensador debe ser, a mi modo de ver las cosas, constantemente irreverente; un respeto excesivo, y estoy hablando obviamente solo de a las ideas y a los discursos (no a las personas), ya denota una falta notable de libertad de pensamiento. Por otra parte, y aquí puede que entremos en un terreno más delicado, creo que el librepensamiento también está relacionado con una actitud militante; es decir, creer que uno piensa para algo, y no solo de un modo meramente contemplativo. A pesar de que el librepensamiento es forzosamente progresista (con todo lo que puede tener esa condición de relativa, dado el progreso tecnológico que se nos impone, pero aludiendo a mejora y a avance en todos los ámbitos humanos), tal vez su condición más aceptable sea una mezcla, tanto de optimismo, para pensar que vamos a llegar a alguna parte, como de cierto pesimismo, con el objeto de no caer en una actitud de que todo es posible (una suerte de omnipotencia que acabe en frustración). Para que se entienda lo que quiero decir, nada mejor que considerar a aquellas personas conservadoras, es decir, que aceptan la realidad tal y como se la ponen ante sus ojos, como totalmente ajenas al librepensamiento. Aparentemente, los que consideran que el mundo es francamente mejorable y no adoptan una actitud superficialmente optimista ante lo que les rodea (actitud, por otra parte, bastante humana, pero no pocas veces muy papanatas), suele acusárseles de optimistas; en realidad, no hay nada más triste y pesimista que aceptar el mundo tal y como es (y las evidencias dicen que es muy mejorable, que el pensamiento, y consecuentemente los paradigmas de actuación, deben avanzar).

El librepensamiento fue en origen una ruptura con el esquema de pensamiento de tradición religiosa; por eso, hoy se sigue identificando habitualmente al librepensador con una persona no creyente. En la actualidad, es necesario también romper con otros paradigmas de pensamiento establecidos; no es posible considerar solo un librepensador al que se muestre crítico con las teorías religiosas o, en nombre de cierto cientifismo, con todo lo sobrenatural. Incluso, denota una notable falta de librepensamiento la aceptación de ciertos discursos solo porque se denominen científicos, sin tratar de comprender los numerosos factores e intereses que influyen a la hora de establecer y de aceptar un discurso. Incluso, si en su momento el librepensador solía poseer una confianza enorme en el progreso, hoy también tenemos que ser críticos con la perversión a la que se ha sometido dicho término; una actitud encomiablemente librepensadora hoy en día es liberarse también de ese progreso artificial, impuesto también por lo establecido, y apelar a propuestas auténticamente propias. No estoy hablando de una condición posmoderna, por mucho que haya criticado cierta concepción del progreso y considere cuestionables según qué discursos científicos; aunque tengamos en cuenta el fracaso de la modernidad en demasiados aspectos, hay que considerar el proyecto moderno emancipador como pendiente y muy reivindicable. El librepensamiento, permanentemene renovado, parece esencial para llevar a cabo ese proyecto, siendo críticos con esa objetivación técnico-científica propia de la modernidad y tantas veces asociada al poder establecido (los posmodernos suelen asociar la modernidad con el autoritarismo o absolutismo); no es posible la independencia del pensamiento sin una consciencia de la propia individualidad, liberándose del lastre de todo lo establecido por una época concreta, así como por toda la tradición correspondiente. Me quedo con una actitud librepensadora iniciada en un escepticismo crítico, caracterizada por la irreverencia hacia lo establecido, o con la aspiración de imponerse, y con el compromiso permanente con la mejora de la realidad.

Capi Vidal

Publicado en el número 293 del periódico anarquista Tierra y libertad (diciembre de 2012)