Doce pruebas de la inexistencia de Dios
Doce pruebas de la inexistencia de Dios
Introducción de Gabriel Guijarro
Dentro de los teóricos del anarquismo, Sebastián Faure (1852-1942) destaca más como difusor de las ideas anarquistas que como un pensador original. Se pueden recordar como obras famosas suyas La Doleur universelle, Philosophie libertarire (“El dolor universal”, “Filosofía libertaria”), de 1895; Mon communisme (“Mi comunismo”), de 1922, y La Syntesèse anarchiste (“La síntesis anarquista”), de 1928.
Presentemos ahora, sin embargo, algunos textos de Faure en los que, defendiendo la postura atea, entra en polémica con el pensamiento creyente o teísta. Las Doce pruebas de la inexistencia de Dios han quedado completadas por algunos artículos de su famosa Enciclopedia anarquista, comenzada en 1926, que pueden situar su ateismo dentro de una critica más amplia a la sociedad capitalista, a la religión y a toda autoridad.
La originalidad y el acierto de Faure en el planteamiento de las Doce pruebas es que no identifica el ateismo con la postura científica, reconociendo desde el principio la limitación de las ciencias para resolver, al menos de momento, los grandes enigmas que han provocado la postura religiosa. Tampoco es al Dios puramente filosófico (una especie de Motor inmóvil de Aristóteles, o de la trascendencia de Jaspers) al que se dispone a combatir Faure, sino al Dios vivo de las religiones, al Dios al que adoran y rezan los creyentes.
También es original, dentro de la literatura atea del XIX y XX, que se ataque no solo al origen y función social de la religión (como hace el marxismo, el anarquismo en general y, hasta cierto punto, también la corriente freudiana), sino la misma base racional, sobre la que intentan apoyar sus creencias las religiones.
Comentemos ahora brevemente los diversos argumentos que nos ofrece Faure para negar la existencia de Dios.
Tal vez puedan parecer débiles las razones contra el Dios creador: el mismo termino es incomprensible, que nadie (ningún hombre) es capaz de crear algo, que de la nada no puede salir nada... Pero hay que convenir en que la misma tradición del lenguaje nos ha acostumbrado a atribuir una realidad a unos términos, meramente por su uso repetido durante siglos. Así ocurría en la Edad Media con las brujas y los demonios, y así ocurre en la actualidad con los extraterrestres y sus excursiones por nuestro planeta. Lo mismo pasa, según Faure, con el termino “crear”; a la fuerza de tanto repetirlo, hemos llegado a considerar que tiene algún cometido. Es curioso observar que los filósofos griegos, incluso los que admitían una cierta divinidad, como Platón, Aristóteles o Plotino, consideraron siempre como absurda la posibilidad misma de creación.
Faure pretende sacudir esa creencia en la creación sin invocarlas leyes físicas (como la conservación de la energía), pues su propósito declarado es el de no extrapolar la ciencia. Tal vez si hubiera vivido hasta 1948 (cuando los astrónomos Bondi, Gold, y Hoyle lanzan la teoría de “la creación continua”), hubiera podido formular su primer argumento de otro modo: Se puede incluso admitir la creación sin ningún Dios que cree. El poder creador es una facultad de la materia misma.
En cuanto al segundo argumento (la materia sólo puede salir de la materia. Dios tendría que ser espíritu y materia, pero nunca espíritu puro) tiene tanto peso que más de una religión (como el hinduismo) y más de un pensador eminentemente religioso (como Giordano Bruno, Böhme, Spinoza, Schelling, la ultima etapa de Max Séller) han concluido que Dios no era otra cosa que el espíritu y la materia del universo.
Y el tercer argumento (que lo perfecto sólo puede producir lo perfecto) ha motivado el que un filosofo como Leibnz considerara que no había razón suficiente para la existencia de este mundo, a no ser que fuera el mejor de todos los mundos posibles –una expresión esotérica para hablar de un mundo perfecto. Con lo que, según Faure, la ironía de Voltaire en su Candido ridiculizaría no solo a los partidarios de Leibniz, sino a todos los creyentes que fueran consecuentes con sus principios.
El argumento cuarto de la inactividad de Dios antes de la creación apunta más contra la representación judaica y musulmana de la divinidad que contra la cristiana. No hay que olvidar que el cristianismo coloca en la trinidad una enigmática permanente relación y actividad entre las personas. Sin embargo, este argumento tiene una segunda parte (imposibilidad del concepto religioso de Dios a partir de la necesidad) que se encuentra en la base de la negación de la divinidad de las religiones por parte de Spinoza y de Hegel.
La refutación de la existencia de Dios (quinto argumento) que más quebraderos de cabeza ha causado a los pensadores creyentes ha sido la paradoja de ser inmutable que crea, que causa, que interviene, que actúa, que se mueve. No en vano el motor inmóvil de Aristóteles ni conoce el mundo, ni lo ha hecho surgir, ni interviene para nada en él, no es su causa eficiente, sino tan sólo su causa final. Faure no se detiene a examinar las sutiles distinciones de los escolásticos para explicar (?) la inexplicable contradicción de lo inmóvil en movimiento. Con toda certeza la consideraría como otros tantos juegos de palabras.
También la manifiesta ausencia de motivo en la producción del mundo actual ha preocupado a los filósofos creyentes, ya que, con la creación, Dios no se hacia ni más perfecto ni más bueno ni más feliz, ni tampoco ampliaba su gloria. Aunque una vez más, mediante distinciones y subdistinciones (curiosas e inverosímiles clases de gloria y jerarquías complejas de fines externos e internos), se repetían los mismos juegos de palabras escolásticos, forma intelectual de escamotear un problema.
A estos seis argumentos Faure añade una rápida critica a la utilización religiosa del principio de causalidad. Desde luego podría haber aprovechado el desmantelamiento que llevaron acabo los filósofos empiristas, sobre todo Hume, del concepto metafísico de causa, la defensa kantiana de la exclusiva aplicación empírica de la categoría de causa, o los limites filosóficos y lingüísticos del lenguaje subrayados por el neopositivismo moderno. “Aun suponiendo que el principio causal sea un enunciado empírico... –dice Hospers en su Introducción al análisis filosofico–, la experiencia no dice nada acerca de la causalidad en un ámbito no empírico.”
Dentro de los argumentos contra el Dios providente (VII al X), el tema del mal sigue siendo el arma más fuerte del pensamiento ateo. Como dice Edward H. Madden en su libro Evil and the concept of God (“El mal y el concepto de Dios”), son vanos todos los intentos de los pensadores católicos para proporcionar explicaciones plausibles al problema del mal. La única respuesta aparentemente coherente es la de refugiarse en el misterio. Pero, ¿con qué derecho se le atribuye el atributo de bueno a un ser cuya conducta, juzgándola con las categorías humanas que son las únicas que posee el hombre, no alcanza ni de lejos los requisitos mínimos de la bondad?. Más aun, ¿acaso pueden determinar hipotéticamente los creyentes qué condiciones tendrían que darse para que se le pudiera denominar a Dios “malo”? Pero, para que un enunciado tenga sentido, “ha de tener una forma tal que sea lógicamente posible tanto verificarlo como falsearlo” (Karl R. Popper: La lógica de la investigación científica). No tiene sentido afirmar que Dios es Bueno, a no ser que se sepa describir lo que tendría que pasar en el mundo para que pudiéramos afirmar que Dios es malo.
También tienen su fuerza los últimos argumentos de Faure (XI y XII), que ponen en cuestión la pretendida justicia divina. Es cierto que más de un creyente ha solucionado (?) radicalmente el problema silenciándolo o arrancándolo de los textos sagrados de su religión las referencias a un Dios caprichoso, sanguinario o vengativo, a castigos indiscriminados propios de un sádico, o a un infierno eterno. Sin embargo, Faure no discute el Dios de las religiones tal como ha quedado endulzado y maquillado en la actualidad, sino, por poner algún caso, el Yahvé que ordena: “Cíñase cada uno su espada sobre su muslo, pasad y repasad el campamento de una a la otra parte y mate cada uno a su hermano, a su amigo, a su deudo” (Éxodo 32,27), o el Dios de los Evangelios que dice: “Alejaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el demonio y sus ángeles” (Mt. 25,41).
Cada vez se conoce mejor ese estadio primitivo de la humanidad en el que su conciencia apenas despertaba del letargo animal. ¿Y puede considerarse justo un Dios que sigue castigando con terremotos, inundaciones o sequías a los hombres de hoy por la desobediencia de algo apenas distinguible de un australopiteco? ¿Levantaríamos una estatua a la justicia del hombre que actuara de ese mismo modo? ¿O consideraríamos un deber de la humanidad cazarlo a tiros como a una alimaña vengativa?
Aquí terminan los argumentos de Faure. Los artículos que siguen amplían los temas ya expuestos (como el dedicado a la creación), o enmarcan el ateismo de Faure en su cosmovisión anarquista.
Después de la lectura de esta obra, tal vez alguno llegue a la misma conclusión que saca Hume de sus Diálogos sobre la religión natural: “Seria pues juicioso, por nuestra parte, limitar nuestras investigaciones a este mundo sin mirar más allá. Jamás podrá obtenerse ninguna satisfacción por estas especulaciones que tan ampliamente sobrepasan los estrechos limites del entendimiento humano.”
Sin embargo, Faure no se contenta con una mera tranquilidad agnóstica. Su conclusión atea esta condensada en el desafío que lanza a todos los que afirman la existencia de Dios escudándose en el misterio:
“Cesad de afirmar vosotros y yo cesaré de negar.”