El colonialismo y la patraña de la modernización

 

Desde siempre ha prevalecido, y todavía aparece vivita y colendo en el ámbito de la civilización occidental, la afirmación de que el vencedor, o el más fuerte, siempre tiene la razón; incluso se ha convertido en universal. Tal principio no ha comportado históricamente que el vencedor, o el eventualmente más fuerte, se convenciese y se esforzase por convencer de la naturaleza nada casual del propio éxito.

Dicho de otro modo: se ha afirmado, de buena o de mala fe, por parte de quien prevalecía, que las victorias y las conquistas políticas, militares y económico-financieras serían el resultado de una predestinación o destino manifiesto, incluso atribuible a la benevolencia divina.

A título de ejemplo podemos recordar en esa línea la opinión de Cecil Rhodes (1853-1902), entre los principales y más convencidos favorecedores del Imperio británico: “Sostengo que nosotros somos la mejor raza del mundo y que cuanto mayor sea la parte del mundo que nosotros habitemos, será mejor para toda la raza humana. (…) Si existe Dios, estoy seguro de que lo que quiere de mí es que yo consiga lo más posible sobre el mapa de África el color rojo del Imperio británico”.

Jamás se podrá saber con certeza si esta convicción (o fe) era realmente genuina o se trataba de afirmaciones meramente oportunistas, tendentes a sobrevolar sobre los corpulentos intereses materiales y financieros que tales ideas y su consecuente práctica apoyaban y perseguían. No cabe la menor duda de que la desatada voluntad de llevar progreso, modernización o, además, evangelización a poblaciones ajenas a la civilización cristiana se acompañaba o era precedida por el intento de acumular riquezas, incluso a título personal, de la manera más feroz y rápida posible.

Mencionemos, a propósito, que el mismo Rhodes se hizo rico y poderoso con la extracción y el comercio de diamantes en Sudáfrica, tanto que llegó a ser nombrado primer ministro del Reino Unido, o sea, del Imperio británico. Por otro lado, una opinión verdaderamente diferente pero en muchos aspectos análoga era y es, en cierta medida, la compartida por ateos y descreídos, aunque sean opositores irreductibles a las políticas imperialistas.

Como ejemplo, recordemos la siguiente cita de un libro de Marx y Engels, referida a las relaciones entre el colonialismo imperialista británico y las poblaciones indígenas sometidas por la violencia: “Sin embargo, por muy lamentable que sea desde un punto de vista humano ver cómo se desorganizan y descomponen en sus unidades integrantes esas decenas de miles de organizaciones sociales laboriosas, patriarcales e inofensivas; por triste que sea verlas sumidas en un mar de dolor, contemplar cómo cada uno de sus miembros va perdiendo a la vez sus viejas formas de civilización y sus medios hereditarios de subsistencia, no debemos olvidar al mismo tiempo que esas idílicas comunidades rurales, por inofensivas que pareciesen, constituyeron siempre una sólida base para el despotismo oriental; que restringieron el intelecto humano a los límites más estrechos, convirtiéndolo en un instrumento sumiso de la superstición, sometiéndolo a la esclavitud de reglas tradicionales y privándolo de toda grandeza y de toda iniciativa histórica. No debemos olvidar el bárbaro egoísmo que, concentrado en un mísero pedazo de tierra, contemplaba tranquilamente la ruina de imperios enteros, la perpetración de crueldades indecibles, el aniquilamiento de la población de grandes ciudades, sin prestar a todo esto más atención que a los fenómenos de la naturaleza, y convirtiéndose a su vez en presa fácil para cualquier agresor que se dignase fijar en él su atención. No debemos olvidar que esa vida sin dignidad, estática y vegetativa, que esa forma pasiva de existencia despertaba, de otra parte y por oposición, unas fuerzas destructivas salvajes, ciegas y desenfrenadas que convirtieron incluso el asesinato en un rito religioso en el Indostán. No debemos olvidar que esas pequeñas comunidades estaban contaminadas por las diferencias de casta y por la esclavitud, que sometían al hombre a las circunstancias exteriores en lugar de hacerle soberano de dichas circunstancias, que convirtieron su estado social que se desarrollaba por sí solo en un destino natural e inmutable, creando así un culto embrutecedor a la naturaleza, cuya degradación salta a la vista en el hecho de que el hombre, el soberano de la naturaleza, cayese de rodillas, adorando al mono Jánuman y a la vaca Sabbala.

Bien es verdad que al realizar una revolución social en el Indostán, Inglaterra actuaba bajo el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de verdadera estupidez en la forma de imponer esos intereses. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de saber si la humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo en el estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución”.

No cabe la menor duda de que Marx y Engels dan prueba de la misma falta de sensibilidad que Rhodes y de un cinismo para nada involuntario, sino teorizado e ideado, en términos tan esquemáticos y simplistas, que recalan ampliamente en el racismo y el eurocentrismo.

En otras palabras, en el escrito reproducido no hay nada casual o accidental; no se trata de un lapsus o despiste sino de afirmaciones totalmente coherentes con el punto de vista de ambos autores, es decir, con sus profundas convicciones y sus elaboraciones teóricas.

Naturalmente que Marx y Engels se distinguen netamente de Rhodes por la ausencia de cualquier tipo de fe en la existencia de un ser supremo creador del universo y, sobre todo, de cualquier certeza, sobre todo absoluta, de poder conocer e interpretar con exactitud su voluntad. Añaden al colonizador imperialista el etnocentrismo, el desprecio por las civilizaciones y culturas no europeas, la certeza de un sentido de la historia y de un destino del género humano, del que Occidente habría sido, por algún motivo inescrutable, el instrumento inconsciente.

Los genocidios, los saqueos, las imposiciones, el esclavismo, los crímenes inenarrables de todo género cometidos por los colonizadores y por los negreros llevaban, a pesar de todo, el sello del progreso hacia la modernización, que a fin de cuentas no otra cosa significaba: hacer del resto del mundo algo muy parecido a la Europa occidental.

De este modo, Occidente se ha autoproclamado único faro de civilización y progreso, y único intérprete autorizado, sin lugar a dudas, de la voluntad divina o por lo menos del sentido (vale decir de la dirección y del significado) de la historia.

Francesco Mancini

(Sicilia Libertaria)

Publicado en el número 308 del periódico anarquista Tierra y libertad (marzo de 2014)