El niño, el gurú y el coche
Los infantiles devaneos de la crítica contra la civilización del automóvil
El niño, el gurú y el coche
Los infantiles devaneos de la crítica contra la civilización del automóvil
En sus ataques contra el automóvil, el sacerdote católico Iván Illich (1926-2002), seguido de algunos epígonos como el cristiano catastrofista Jean-Pierre Dupuy, no abandona esta forma infantil de pensar. Es el grado cero del pensamiento político: confundir las consecuencias con las causas, atacar a las primeras dando falsas soluciones para las segundas.
Pero más allá de ese infantilismo hay un proyecto político y social. La pseudo-denuncia de la civilización del automóvil obedece a otras intenciones, que hay que examinar lúcidamente.
Las sociedades modernas que han probado el “sin coches”
No olvidemos –para el ciudadano hastiado o el militante aferrado a su postura– que ha habido, a lo largo del siglo XX, una sociedad que ha experimentado la sociedad sin coche. Se trata de los camboyanos bajo el régimen de los jemeres rojos (1975-1979), una variedad maoísta de los jemeres verdes.
Estos camaradas han vaciado la capital, Phnom Penh, de habitantes (desurbanización eficaz) y han enviado a millones de personas a trabajar en las arroceras, o a hacinarse en los campos de la muerte. Esas personas fueron desplazadas por medio de un “transporte suave”: la marcha a pie (eso sí, a base de golpes por añadidura). Al menos, Pol Pot, Jieu Sampan, Ieng Sary y los demás camaradas del “Hermano número uno” viajaban en coche o en avión (“transporte duro”, imaginamos) para llegar a Nueva York y acudir a la ONU. Pero era por una buena causa ¿no?
Actualmente, el régimen de los Kim nos muestra todavía esa vía en Corea del Norte en las bellezas radiantes de una sociedad con muy pocos coches. Además, se burlan de los capitalistas-comunistas exmaoístas chinos, que dejan al pueblo bajo las ciudades embotelladas. En Nueva York, yuppies, brókeres y otros dirigentes han encontrado la solución: se desplazan en helicóptero de un edificio a otro.
Arabia Saudí es un buen ejemplo también: ¡al prohibir a las mujeres conducir puede reducir el tráfico rodado a la mitad! Esta solución se podría proponer a los seguidores de Iván Illich, porque es práctica, no es cara, y es progresista porque sería para “salvar el planeta”. ¡Es una pena que los reyes saudíes del petróleo, con tanta pompa, dispongan de varios vehículos por persona!
Seamos menos cáusticos: están también los Países Bajos. Bien conocidos por la convivencia y el anticapitalismo autogestionario. Caso también aplicable a Suiza, pero habría que recortar algunas montañas.
Ciudad y movilidad, centro de confusiones
La cuestión del coche –como de cualquier otro medio de locomoción– nos lleva a la de la movilidad, el desplazamiento y el transporte. Desde la noche de los tiempos, los seres humanos se desplazan en un espacio mucho más extenso que la mayor parte de las demás especies mamíferas (exceptuando los cetáceos). Se supone que nuestros ancestros partieron del Rif en África oriental. Llegaron a la Patagonia, a Tasmania, y posteriormente a la Polinesia y a Madagascar.
El nacimiento de las ciudades está ligado a la agricultura intensiva, que induce al sedentarismo. Pero, al contrario de lo que se creía, y que algunos siguen creyendo, probablemente, como presintió Élisée Reclus, la ganadería siguió a la agricultura, y no al contrario. Y eso cambia nuestra visión sobre el pastoreo, pero también sobre el nomadismo pastoral.
Las ciudades son lugares de concentración del capital y el poder político, pero no por ello se hacen malditas. Porque la concentración no prejuzga la forma de redistribución de los excedentes, o de la gestión municipal, que pueden ser colectivistas y directos. Lo mismo sucede con el automóvil: no es la cuestión ciudad o coche la que plantea el problema, sino su utilización. O volvemos al método jemer: ni ciudad ni coches ¡así de sencillo!
Es evidente que para recaudar impuestos y movilizar soldados, el Estado prefiere el sedentarismo de las poblaciones. Pero nunca pudo eliminar a los nómadas, los piratas, los cangaceiros, los itinerantes, los vendedores ambulantes, los acampadores… A la inversa, los pueblos nómadas se han sentido también atraídos por el sedentarismo, dispuestos a invadir y dirigir países enteros: los mongoles de China son un buen ejemplo de ello.
En nuestros días, en el contexto de una globalización de la economía capitalista y de la estructura estatista que se impone cada vez más sobre los países descolonizados (que, desde este punto de vista, no han ganado nada, hay que decirlo), pueblos como los tuaregs adoptan nuevas estrategias de vida entre el nomadismo tradicional y el sedentarismo nuevo, tal como lo demuestran los trabajos de varios geógrafos (Denis Retaillé, Laurent Gagnol).
También las sociedades “sedentarias” actuales son extremadamente móviles por numerosas razones y en numerosos aspectos, ya sean desplazamientos casa-trabajo, casa-ocio, casa-visitas familiares. El problema no es, por tanto, ese. Solo la nostalgia del campanario, del confesionario sustituido por un agujerito o por el terreno del fútbol, que limitan el horizonte de generaciones enteras, puede echar de menos aquel mundo estrecho, enfermo y conservador.
Toda una ciencia nos ha aportado una falsa lectura al oponer nómadas y sedentarios, cuando la cuestión de la movilidad y el hábitat es mucho más rica que eso. Esta ciencia, esta visión más bien, es precisamente la de quienes desean impedir que individuos y grupos se desplacen libremente. En primera fila están el cura y el recaudador. No quieren que nos movamos. Quieren que permanezcamos ahí.
Esta exigencia entra, por otra parte, aunque de modo parcial, en contradicción con los intereses de la burguesía industrial, que requiere una mano de obra móvil, maleable y doblegable. Pero si esta movilidad se hace a su vez contra-productiva (deseconomías externas, agitación social, espíritu libertario), puede suplicar por la raíces, el sedentarismo, el retorno a la tierra de los ancestros, e tutti quanti.
Los idiotas útiles del re-arraigamiento ecologista son también muy prácticos. Se les puede sumar la pequeña burguesía post-fascista, que teme la globalización y quiere explotar tranquilamente a los proletas de ese agujerito en medio de una biodiversidad protegida. Por otra parte, la composición sociológica de esos dos grupos suele ser idéntica.
El gurú Illich, ¡nada de petróleo, sino ideas!
Entre esos idiotas útiles se encuentra Iván Illich. Ese gurú del buen rollo –como si existiera alguna ideología los suficiente zoquete para desear el mal rollo– ha declarado también la guerra al desarraigo, a la modernidad, al progreso (para él, todo es lo mismo), y contra el automóvil.
¿Qué nos promete ese vicerrector de la Universidad Católica de Puerto Rico? Basta con leerlo: en la sociedad futura a la que aspira, “la gente (…) romperá los vínculos con el transporte súper eficaz desde el momento en que pueda apreciar el horizonte de sus islotes de circulación y temerá haberse alejado de su casa” (1).
En ese corto extracto está casi todo dicho del programa social del gurú. Sí, habéis leído bien: hay que “temer haberse alejado de casa”. ¡Quietecitos! Dichosos imbéciles por no salir a ninguna parte, debéis quedaros. Y si alguna vez, por una aspiración que se llama libertad, quisierais ir a ver mundo, vaya, ¿llegaréis al… pecado? “Temer”: volvemos al miedo, el instrumento de todos los curas.
¿“Transporte súper eficaz [sic]”? Desgraciados, ¿vais demasiado rápido de un lugar a otro? No, debéis arrastraros, incluso babear, como los peregrinos que trepan alrededor del monte Kailash… Allí donde el futurista Marinetti, pronto adherido al fascismo, alababa el culto a la velocidad, los ecologistas al estilo Illich o Virilio (de nuevo un cristiano amasado en la fe), e incluso algunos libertarios demagogos, nos hacen apología de la lentitud. Y creíamos haberlo visto todo… Todavía peor: nos dicen cómo hay que vivir. ¡Con el autoritarismo como condimento!
¡Como si, de por sí, el ritmo fuera malo (buenos días a la música monotonal… es cierto que la música es obra del diablo…)! Como si hubiera que elegir entre lentitud y rapidez, una u otra, no ambas, en función de las situaciones y circunstancias.
Que un illichiano coherente lleve con lentitud a su hijo repentinamente enfermo al hospital, utilizando los “transportes suaves” (¿a pie y a hombros?), disfrutando durante el camino del “horizonte de sus islotes de circulación”. Y volveremos sobre ello…
¿“Romper los vínculos” con el “transporte súper eficaz”? Claro, pandilla de bobos, es que no sabéis que sois esclavos de vuestro coche, si lo tenéis, lo que está lejos de la realidad pues seis de cada siete personas no lo tienen (son cifras significativas, y no cantinelas). Pero, afortunadamente, ¡el cura del buen rollito os va a desalienar!
El proyecto social de Illich no es otro que el de la Iglesia desde Jesucristo: pequeñas comunidades que viven juntas, parten el pan juntas, viven frugalmente… El ideal medieval, vaya. Volver a los espacios cerrados, adorar la calle, el campo propio, permanecer anclados en el lugar de nacimiento: la esencia del conservadurismo (2). Amish y darbystas por todas partes. Al menos estos, a diferencia de los curas ecologistas, nos dejan tranquilos…
La reconfiguración del fordismo
Es evidente que el sistema fordista ha reconfigurado las economías y las sociedades desde hace más de un siglo. Eso es, por otra parte, lo que no dejo de repetir en las columnas de este periódico cuando escribo que la teoría socialista clásica se ha mostrado incapaz de analizar sus causas y consecuencias. Porque, en la vulgata marxista, la famosa ley de bronce de los salarios impedía automáticamente cualquier aumento del poder adquisitivo entre los proletarios, mientras que el capitalismo debía hundirse bajo el peso de sus contradicciones.
En nuestros días, los pensadores ecologistas, post-marxistas o religiosos, nos presentan de golpe el fin programado con la decadencia de la civilización, el final del petróleo, el calentamiento global y otros elementos de la recurrente letanía agotadora (cuanto más se insista, peor). Una de las variantes es un mundo que se viene abajo ante los embotellamientos, los aparcamientos, las autopistas y los cementerios de automóviles (¿prohibido el reciclaje?). Así es, pero cien kilómetros más adelante, quizás menos en la ciudad francesa más pequeña, encontramos campos vacíos, ciudades fantasma, carreteras desiertas, dependiendo también de la hora y la fecha.
Ahora el fordismo ha dejado su plaza al toyotismo –con más flexibilidad, movilidad, fragmentación– y ambos entran en mutación. Llegan a la saturación en los países antiguamente industrializados, y que conquistan los países emergentes, que reproducen los errores de la civilización del automóvil de los anteriores, pero no es seguro que no encuentren réplica.
Lo que hay que ver bien es la lucha de clases que se recompone en este marco. En los países emergentes, de México a Shanghái, pasando por São Paulo o Bombay, los proletarios pasan a menudo cuatro horas al día en los transportes colectivos, a veces autobuses hechos polvo (probablemente sean transportes “medio duros, medio suaves”) para ir a currar: tanto, que no se sublevarán , así seguirá la cosa por el momento.
En los países antiguamente industrializados, el coche se convierte en una riqueza escasa y en un instrumento indispensable para los trabajadores ante la distancia domicilio-trabajo, cuando hay trabajo. De lo contrario, los proletarios se pudrirían en las afueras o bien descansarían en los transportes colectivos que el capital desdeña por considerar que no son lo suficientemente rentables. Para los burguesitos de las afueras medianas o de los barrios de alto copete, los ediles organizan zonas de velocidad reducida, excluyen los coches y crean “amenidades”, abiertas para los pobres o para los ricachones a medias con el fin de reflejarles el paraíso de la convivencia sin coches, pero, ojo, sin mendigos: los tílburis y los vigilantes están al loro.
El nuevo enemigo: la velocidad
Pero a esas poblaciones –a priori instruidas, con una supuesta historia social, con todavía algo de conciencia colectiva– hay que convencerlas de las nuevas tornas y de la necesidad de adaptarse a ellas. Nada vale entonces el viejo discurso sermoneador culpabilizador: ¿usáis vuestro coche? ¡Dios míos, vais a contaminar el planeta! ¡Destrozaréis el porvenir de las “generaciones futuras”, padres ingratos e inconscientes! ¡Ignoráis que hacen falta 300.000 litros de agua para fabricar un solo coche (cifra que no sabemos de dónde sale, sin referencias…), vais a secar los océanos con vuestro cochecito! ¡Bueno, llueve, el agua se renueva, qué más da!
¿Conducís demasiado rápido? ¡Calmaos! ¡Os vamos a poner radares, fijos, móviles, telescopios, cámaras ocultas, robots, vamos a contratar más policía y poner un montón de multas! ¿Y los proletas no pueden pagar, las aseguradoras son demasiado caras, su coche rebajado contamina y se hace peligroso? ¡No pasa nada, iremos contra ellos, doble castigo!
¿Que son cada vez más numerosos los que conducen sin permiso (entre trescientos mil y dos millones y medio de franceses según las estimaciones.)? ¡Pues la misma tarifa! Que los vecinos se quejen de que los poderes no instalen ralentizadores o protección en determinados sitios de la carretera no es problema del Estado: es la velocidad lo que se estigmatiza. Ese mantra generalizado contra ella hace abstracción del lugar, de la meteorología, del día, de la noche, de la autopista o del camino vecinal. Esa futilidad consensual viene agitada por la izquierda, la derecha y los ecologistas para “luchar contra los accidentes de tráfico”, pero es una hipocresía total: lo que impone el Estado es un mayor control social, el miedo al poli, la culpabilización, la individualización de las responsabilidades.
Las plagas sociales, el alcoholismo generalizado, la fatiga al volante por causa del trabajo… ¡Alejaos de esos argumentos demasiado socialistas, nos dicen los gurús de la lentitud! Pongamos como máxima velocidad en las carreteras los cuarenta kilómetros por hora, ¡el trabajador solo tendrá que levantarse un poco más temprano!
Sin duda, nuestro gurú Illich, por su preocupación hacia los “transportes duros”, hará sus envíos por barco, se desplazará del mismo modo de un continente a otro para dar sus numerosas conferencias a un público ávido de escuchar la buena nueva (¿quizás a nado?). Pero ya lo sabemos: los curas tienen la habilidad del “Haz lo que digo, no hagas lo que yo hago”. Excepto Lanza del Vasto, que vivía sin electricidad: ese sí es un programa que nos aseguraría la transición energética…
Por coherencia, solo nos queda desear que los desaceleracionistas que vayan a un congreso anarquista usen “transporte suave” (parece una publicidad para jabón). Las bicicletas se fabrican de acero, como los coches, y pueden ser peligrosas para los demás (los accidentes de bici se multiplican), así que solo nos queda ir a pie. ¡Compañeros, en marcha!
Philippe Pelletier
(Le Monde libertaire)
Notas
1.- Iván Illich, Energía y equidad, Barral, Barcelona 1974.
2.- No es casual que Illich combata la escuela. No por los métodos y naturaleza de la institución escolar, sino porque la escuela es un lugar en el que los niños salen de la comunidad familiar o más amplia (cuidado, peligro, libertad) y es un lugar de aprendizaje fuera de todo vínculo espiritual o místico.
Publicado en el número 314 del periódico anarquista Tierra y libertad (septiembre de 2014)