El pensar ateo
El pensar ateo
No se trata de incitar a creer o no creer, ni siquiera de afirmar o no la existencia de una voluntad divina, o de toda una legión de dioses -naturalmente, y "créanme" ustedes, lo más probable es que no exista tal cosa-, se trata de invitar a la reflexión crítica de las creencias religiosas, de sus doctrinas asfixiantes y de sus verdades reveladas. Para empezar, pediría por favor, para enfrentarnos a un debate serio, que dejemos a un lado el tan manido y reduccionista "el ser humano necesita creer en algo" o el lamentable a estas alturas "la religión nos otorga los valores, la separación entre el bien y el mal". Efectivamente, todos los seres humanos, como seres conscientes y racionales, necesitamos y debemos creer en multitud de cosas; pero ninguna creencia resulta más bella que todo lo que atañe a este mundo, a su mejora y armonía, a todo lo que resulta terrenal -sí, por supuesto, la creencia de formas de organizaciones sociales más libres y justas-, pero también a todo lo que afecta a los sentimientos, al cultivo de los valores, del alma si se quiere -concepto al que permito arrebatar toda connotación mística y que me atrevo a definir como nuestra fuerza vital, nuestro desarrollo sensitivo e intelectual-.
Muchos afirmarán que todo esto está muy bien pero que sus creencias son una cuestión de fe, un terreno personal donde nadie puede inmiscuirse, y nada más lejos de mi intención -pretendiendo ser consecuente con un comportamiento libertario- que hacerlo. Sin embargo, es necesario aclarar que la religión es algo más que una cuestión de fe, es un asunto también de verdades reveladas -existen tantas como religiones- donde el hombre es incapaz de llegar por sí solo a esclarecer la supuesta existencia de la divinidad y debe acatar, sin capacidad crítica, ciertos textos elaborados por personas "escogidas" en "comunicación" con la voluntad divina y su verdad reveladora. Aquí es donde existe pleno derecho para toda objeción libertaria y donde el ateísmo cobra su fuerza, cuando tratan de desprender al hombre de su capacidad racional, de su pensamiento o crítica, y es algo que las religiones, en mayor o menor medida, han tratado siempre de realizar. La fe por lo tanto no es válida por sí misma para conformar toda una creencia religiosa. A la creencia en un dios -sea cual fuere el origen de tal cosa- siguió la creación de instituciones religiosas de naturaleza, obviamente, dogmática y autoritaria y de todo un cuerpo clerical al servicio de una determinada teología y cosmogonía sujeta a verdades inamovibles -y que solo será cuestión de tiempo revelar su falsedad, no vale adaptarse a los tiempos venideros-. Ninguna religión, construida en base a verdades irrefutables, puede resistir el paso del tiempo y a los avances en el pensamiento y en el conocimiento científico; honesto sería por parte de esos miembros eclesiásticos, en lugar de pedir perdón tarde, mal y nunca por haber perseguido a la gente que dijo la verdad o que miraba hacia adelante, el reconocer su efímera existencia y su pertenencia a un determinado tiempo histórico. Mucho pedir es esto, y si algunas religiones se refugian en el inmovilismo integrista, otras tratan de adaptarse a una civilización occidental "laica" -o aconfesional, como se define el Estado español- y "democrática", revelando la debilidad de tales términos en nuestra sociedad, donde los diversos poderes, estatales o religiosos -dejemos lo económico para otro momento-, continuan reclamando miserablemente su parte del pastel.
Se creerá, si ello tranquiliza o si resulta atractivo para el usuario, en el paraíso cristiano, en el nirvana budista, en las altas aspiraciones totalizadoras musulmanas -no voy a entrar en qué creencia genera más alto grado de fanatismo, aunque el islamismo no parece admitir heterodoxias-, en todo el rico panteón hinduista o en cualquier creencia neo-pagana... pero todo ello parece obedecer a una necesidad del ser humano por tratar de dar una explicación a las fuerzas del universo, una explicación que se vuelve más compleja a medida que avanza la civilización pero en cuya base se sigue encontrando esa asunción por parte del hombre de su pequeñez e ignorancia -cosa que no me parece mal si se utiliza como punto de partida y no para colocarle en una posición de sumisión como pretende la teología-; a pesar del gran terreno que ha ganado el pensamiento crítico y racional, continúa subyaciendo lo que ha constituido la esencia del poder religioso: la fabricación de mentes sumisas -para evitar esto es imprescindible obviar en la educación y formación de un niño la idea de toda especulación religiosa-, la resignación ante un mundo terrible e incognoscible, con sus numerosas injusticias perpetuadas; finalmente, la única esperanza resulta un más allá fabulado en origen por no se sabe muy bien quién. Desde el pensar ateo, podemos estudiar y analizar toda esa historia de las religiones -incluidas todas las imposiciones y derramamiento de sangre que han llevado, y que siguen llevando a cabo- para desprendernos de todos nuestros temores y llegar lo más lejos posible en una explicación racional del universo.
Resulta curioso que Mariano Rajoy -cabeza mayor del partido político que mejor defiende los intereses de la Iglesia católica, y de cuya mano camina en manifestaciones en los últimos tiempos- se permita contínuamente llamar "antiguos" a personas que están a su izquierda y que encuentran motivos sólidos para la protesta en las calles. La derecha de este país, abandonado -y negado en varias ocasiones- su glorioso pasado, abraza la "modernidad" económica pero se mantiene en un reaccionarismo moral que debemos empujar hacia el abismo de una vez por todas. La desacralización de la sociedad en base a la razón crítica -incluso en muchos que insisten en manifestarse fieles a una determinada tradición religiosa- es un hecho y no debemos permitir que los verdaderos "antiguos" lo impidan.
La tradición atea
La historia de la humanidad en este conflicto entre razón y fe no es lineal. Dentro de los sofistas griegos, hubo ya pensadores que o bien negaron la existencia de dioses o, al menos, consideraban que la actividad humana quedaba libre de su intervención. Este libre pensar que se dio en diversas etapas del mundo griego antiguo fue finalmente aplastado por el cristianismo. La Edad Media, época negativa también en lo que atañe a la libertad de pensamiento, no recoge testimonios de una concepción realmente atea; cualquier crítica a la religión dominante era duramente castigada. Siglos más tarde, llegaría el comienzo de la modernidad y la revolución científica con el Renacimiento; no es esta una época que pueda decirse exenta de la idea de una voluntad divina -en ese aspecto, hubo una continuidad con el medievo, siendo el ateísmo considerado inmoral y criminal- pero sí resulta magnífica en cuanto al abono para un pensamiento independiente, racionalista y científico. Finalmente, con la llegada de la Ilustración, las fuerzas religiosas no pueden ya negar el poder de la razón y de la sociedad civil. El siglo XIX, con sus grandes avances en antropología y biología -especialmente, con la teoría de la evolución de Darwin- es ya muy proclive a la posición atea. Poco después, el ateísmo será ya habitual en científicos, racionalistas y humanistas. La expansión y solidez de la nueva visión atea durante el siglo XX tuvo su expresión en la cuestión política; desgraciadamente, es erróneo el ejemplo que se suele dar de ello -muy bien aprovechado por la Iglesia católica, convertida por obra y gracia de vaya usted a saber qué, o quién, en defensora de las libertades- que son los grandes Estados totalitarios comunistas, tremendamente represivos y anuladores del libre pensamiento; en ellos se generó otro tipo de religión -una visión doctrinaria de la historia y de la cuestión social- y trató de interiorizarse la adoración a la inequívoca voluntad del jefe o líder "benefactor".
Algunas religiones, con gran influencia en algunos países y confundidas con el poder estatal, ante este empuje histórico se repliegan en un odioso integrismo; ante ello, es necesario demostrar la superioridad de una sociedad y moral auténticamente láicas, con mayor libertad e igualdad, con una defensa feroz de los derechos humanos y que despierte en todas las personas del planeta, sea cual fuere la tradición de la que vengan, una conciencia y rebeldía libertaria.
Puntos de vista anarquistas
Ya Daniel Guerín escribió que los anarquistas tuvieron que entregarse, para liberar al hombre y dotarle de la capacidad de entender y dominar el mundo, a una gran tarea de "desacralización"; en tamaña empresa entraba la eliminación de todo dogma heredado por generaciones precedentes. Bakunin, en su obra "Dios y el Estado", asentaría los objetivos principales de los anarquistas: acabar con la autoritaria idea de una voluntad divina por encima del hombre, confundida con la idea de la autoridad civil. El gigante ruso estuvo muy influido en su pensamiento por el filósofo Feuerbach: la idea de los dioses es ficticia, creada por el hombre a su imagen y semejanza, de acuerdo con sus necesidades, deseos y angustias; por lo tanto, las religiones debían ser comprendidas, además de criticadas, y era necesaria la reducción de la teología a la antropología. Se puede decir que el anarquismo, en el siglo en que vio la luz, adopto un materialismo que conectaba con el pensamiento de la antigua Grecia -Demócrito, Epicuro- en su búsqueda de una explicación del universo al margen de toda fuerza espiritual o sobrenatural; la humanidad debe contener en sí misma toda fuerza regeneradora y debía depositar en su propio esfuerzo social toda esperanza. Los anarquistas herederaron el espíritu anti-clerical de la Revolución francesa pero fueron mucho más allá al tratar de eliminar todo deísmo; sin embargo, trataron de ocupar el lugar autoritario de una divinidad suprema con nociones idealizadas como la de la justicia, la razón, la ciencia, la naturaleza o el mismo hombre. Son bellos conceptos, no cabe duda, pero sometidos, por supuesto, a un análisis constante y a un espíritu crítico para no caer en nuevas formas de dogmatismo.
Hay que mencionar opiniones diferentes dentro de la heterodoxia ácrata, como es la de ese gran libertario, y mejor persona, que fue Errico Malatesta. Ateo convencido, poco amigo de especulaciones filosóficas y consecuente con el tiempo que le tocó vivir, no trataba de extrapolar su propia visión al conjunto de la humanidad, ni de hacer depender el ideal ácrata de una determinada concepción materialista del origen del universo; es decir, apartaba la idea de Dios de la de la revolución libertaria y su profundo humanismo le hacía considerar que una persona creyente no tendería necesariamente hacia la obediencia y la resignación, al mismo tiempo que podía amar el ideal fraterno y libertario. Naturalmente, Malatesta sí se planteaba la presencia de una voluntad divina como un límite a la libertad del hombre, aunque de manera más flexible que otros anarquistas y concretada en ese clero que había impuesto a lo largo de la Historia unas determinadas creencias -más crítico con el autoritarismo eclesiástico que con lo absurdo de sus creencias-.
Jose María Fernández Paniagua
(Artículo publicado en el periódico anarquista Tierra y libertad núm.219 (Octubre de 2006)