Miedo a la la libertad

(una síntesis de la obra de Erich Fromm)

 

La modernidad, al menos en el mundo occidental, se ha caracterizado por el esfuerzo dirigido a romper las cadenas que atenazan a la humanidad, tanto en el ámbito político y económico, como en el espiritual. Podemos hacer una lectura en base a la lucha de clases, son los oprimidos los que tratan de conquistar nuevas libertades en directa oposición a aquella clase que quiere preservar privilegios. Erich Fromm consideraba que la aspiración a la libertad está arraigada en todos los oprimidos, los cuales expresan así un ideal que trate de abarcar a toda la humanidad. Sin embargo, esas clases que en una etapa luchan por su libertad frente a la opresión, acaban alineándose junto a los enemigos de la libertad al tener que defender los nuevos privilegios adquiridos. La lucha por la libertad está llena de obstáculos a lo largo de la historia, pero se convirtió en probable que el hombre pudiera gobernarse por sí mismo, pensar y sentir como le pareciera, y tomar sus propias decisiones. La abolición de la dominación exterior era una condición necesaria, aunque también parecía suficiente para alcanzar la plena libertad del individuo. Sin embargo, la Primera Guerra Mundial, que muchos vieron como la última, dio paso a nuevos sistemas autoritarios y a la sumisión de la mayoría de los individuos. Lo que Erich Fromm concluye en Miedo a la libertad es que los fascismos no fueron producto de una falta de madurez democrática, ni únicamente una apropiación del Estado por elementos indeseables, sino que gran parte de una generación se mostraba deseosa de entregar su libertad, al contrario que sus padres que habían luchado por ella.

Se trata de entender los sistemas autoritarios en base a esos factores, según Fromm, presentes en la estructura del carácter del hombre moderno, que le conducen a desear el abandono de su libertad. Las muchas cuestiones que se plantean en el análisis del aspecto humano de la libertad y de las fuerzas autoritarias giran en torno a un problema general, el referido a la función que ejercen los factores sicológicos como fuerzas activas en el proceso social; del mismo modo, esos factores sicológicas tienen una interacción con los factores económicos e ideológicos. Aunque Fromm parte de Freud en cierta medida, de la acción de las fuerzas inconscientes en el carácter del hombre y de su dependencia de la influencia externa, subraya la importancia de los factores sicológicos en el proceso social. Para Freud, el hombre es fundamentalmente antisocial y es la sociedad la que debe domesticarlo, concediéndole cierta satisfacción a impulsos biológicos inextirpables, pero moderando siempre esos supuestos impulso básicos. El análisis de Freud toma al hombre moderno como el "hombre" en general, y pretende que las características que observa sean "fuerzas eternas" arraigadas en la naturaleza humana. Sin embargo, Fromm recuerda que la concepción freudiana se realiza en un orden económico propio de una sociedad capitalista; Freud siempre tiene en cuenta las relaciones del individuo con los demás, pero en el capitalismo el hombre trabaja para sí mismo, y no en cooperación con los demás. En el sentido de Freud, las relaciones humanas tienen un sentido similar al del mercado que las regula, son un intercambio de satisfacciones de necesidades biológicas, son un medio y no un fin en sí mismas.

Fromm, al contrario que Freud, considera que el problema central de la sicología es el referido a un tipo concreto de conexión del individuo con el mundo (no las satisfacciones y frustaciones de una supuesta necesidad instintiva); además, las relaciones entre el individuo y la sociedad no son de carácter estático. No hay una naturaleza inmutable en el ser humano, ni hacia un lado ni hacia otro, sino que resulta en gran medida del proceso social. La sociedad puede ejercer, en cierta medida, una función represora como sostenía Freud, pero tiene también una función creadora. La historia ha generado al hombre, a su naturaleza, sus pasiones y angustias. La sicología social es la disciplina encargada de comprender ese proceso histórico que ha dado lugar al hombre, el por qué surgen nuevas aptitudes y nuevas pasiones, buenas o malas, en diferentes épocas. La historia ha producido al hombre, pero éste también es el artífice de la historia, y es también la sicología social la que estudia cómo las energías humanas, modeladas en formas específicas, se convierten en fuerzas productivas que forjan el proceso social. El capitalismo se ha desarrollado gracias, tanto al deseo de fama y éxito de los individuos, como a su tendencia compulsiva hacia el trabajo, pero ello no forma parte de ninguna constitución biológica ni instintiva, forma parte de ese proceso social conformado por ciertas fuerzas productivas.

Por lo tanto, Fromm rechaza toda teoría que no tenga en cuenta los condicionamientos sociales para la sicología del hombre y que desprecie el factor humano como elemento dinámico del proceso social. A pesar de ello, Fromm admite que, aunque la naturaleza humana no esté prefijada, tampoco podemos considerarla como infinitamente maleable y adaptable a todo tipo de condición, sin que tenga un dinamismo sicológico propio. Sí considera que la naturaleza humana, a pesar de ser producto de la evolución histórica, tiene ciertos mecanismos y leyes inherentes de los que se ocupa la sicología. Existen dos clases de adaptaciones: una estática, que implica adaptación a las normas dejando inalterada la estructura del carácter, desarrollando simplemente un nuevo hábito; y otra dinámica, en la que el individuo puede adaptarse a las necesidades de una situación, pero con ciertos cambios dentro de sí mismo (la hostilidad reprimida de un chaval ante el temor que le produce un padre autoritario, aunque su conducta sea la deseada por el progenitor, que puede acabar en neurosis).

El modo de vida, tal y como está establecido, puede ser el factor primordial que determine la estructura de carácter de un hombre (por necesidad de autoconservación); a pesar de ello, el individuo sí puede lograr cambios políticos y económicos, junto a otros hombres. Fromm considera que, aparte de las necesidades fisiológicas, existen otro elementos ineludibles en la condición del hombre, como es la necesidad de relacionarse con el mundo exterior y la de combatir el aislamiento. En la historia, elementos como la religión y el nacionalismo, por muy absurdos que sean, han servido para el individuo como formas de conectarse con los demás, ha cumplido el papel de la cohesión social. Pero lo que Fromm quiere recalcar es que, en todo tipo de cultura, el hombre necesita cooperar con sus semejantes, y sentir su ayuda, para poder sobrevivir. Sin embargo, hay también otro elemento inherente al individuo, la autoconciencia subjetiva, facultad gracia a la cual adopta conciencia de sí mismo como entidad individual, distinta de la naturaleza externa y de las otras personas. Con este sentimiento de autoconsciencia del hombre, que adopta diferentes grados según el contexto, al hombre le surgen nuevos problemas, su sentimiento de individualidad hace que intente buscar un significado y una dirección a su vida. Si ello no es así, su capacidad creadora se verá paralizada.


Erich Fromm considera que la libertad caracteriza la existencia humana como tal; además, el significado de la libertad varía según el grado de autoconciencia del hombre y su concepción de sí mismo como ser separada e independiente. De esta manera, la historia social del hombre comenzó cuando adquirió conciencia de sí mismo como unidad separada del entorno y de los demás individuos. Ese desarrollo de la autoconciencia se produce durante etapas, aún oscuras, en las que el hombre permanece todavía ligado al mundo social y natural, por lo que la conciencia de su individualidad es todavía parcial. Fromm afirma que el llamado "proceso de individuación", en el cual el hombre se desprende de sus lazos originales, se produce con mayor intensidad desde la Reforma hasta nuestros días. La analogía se establece con la vida individual, el niño al nacer deja de formar un solo ser con la madre y se separa biológicamente, aunque funcionalmente permanece unido a ella durante un tiempo considerable. El cordón umbilical une al individuo con su madre, restándole libertad, pero otorgándole lazos de seguridad y pertenencia; es lo que Fromm denomina "vínculos primarios", previos al "proceso de individuación", que unen al niño con su madre, pero también al adulto con la naturaleza, con un clan, casta o con el tipo de comunidad que fuere. El proceso de individuación y el desprendimiento de los vínculos primarios conllevan nuevos problemas: orientarse y buscar nuevas raíces en el mundo, encontrar nuevas seguridades en caminos que nada tienen que ver con la etapa preindividualista en la que la autoridad no se veía como una instancia separada. Es así cómo la libertad adquiere una nueva dimensión.

A medida que va creciendo el individuo, y mientras va cortando los vínculos primarios, tiende a buscar un mayor grado de libertad e independencia. Esa búsqueda, para Fromm, tiene dos aspectos: uno, en el que el niño se hace más fuerte, física, emocional y mentalmente, la voluntad y la razón se convierten en directoras en un proceso de fortalecimiento del yo, solo limitado por las condiciones individuales y, sobre todo, por las condiciones sociales (en toda sociedad, habría cierto nivel de individuación, que el hombre no podría sobrepasar); el otro aspecto del proceso de individuación es el aumento de la soledad, consecuencia de ser consciente de ser una entidad separada de todos los demás y de la pérdida de los vínculos primarios, el mundo se torna amenazador y peligroso y el individuo adquiere angustia e impotencia. En este último aspecto, surge en el individuo el impulso de abandonar su propia personalidad, de sumergirse en el mundo exterior, aunque ello nada tenga que ver con los vínculos primarios ya erradicados. Una sumisión que tratara meramente de invertir el proceso de individuación tendría un precio muy alto a nivel síquico, dando lugar no solo a inseguridad, también a hostilidad hacia las personas de las que se depende.

Fromm considera que existe otro camino para combatir la soledad y la angustia, y es la relación espontánea hacia los hombres y la naturaleza, con la cual se crean vínculos con el mundo sin renuncia alguna a la individualidad. El amor y el trabajo creador son las expresiones más dignas de ese tipo de relación, que está arraigada en la personalidad de cada individuo. Puede hablarse de un proceso dialéctico resultante del crecimiento de la individuación y del aumento de la libertad individual, según el cual se puede dar simplemente la angustia e inseguridad de manera muy intensa o puede originarse un nuevo tipo de intimidad y de solidaridad con los demás, si se desarrollan en el niño o adulto esa fuerza interior y capacidad creadora que le conecten con el mundo. Para una buena armonía en el desarrollo, cada paso en la separación e individuación tendrían que ir acompañados por un correspondiente crecimiento del yo; desgraciadamente, hay causas individuales y sociales que dificultan ese equilibrio y producen un sentimiento de aislamiento e impotencia.

La existencia humana y la libertad son inseparables desde un principio, y es un concepto de libertad no en el sentido positivo ("libertad para") y sí en uno negativo ("libertad de"), es decir, liberación de la determinación instintiva del obrar (propia de los animales). Esta liberación, determinada por la debilidad biológica del ser humano, supone el punto de partida para el desarrollo humano, para toda cultura. El destino del hombre parece trágico, forma parte de la naturaleza y, sin embargo, tiene que trascenderla con un amplio margen de acción. No existe, en la historia ningún plan predeterminado ni proceso lineal, el proceso dialéctico de la libertad humana, marcado por el aumento de la fuerza e integración, por el dominio de la naturaleza, el desarrollo de la razón y de la solidaridad, por un lado, pero también por la inseguridad, impotencia y aislamiento, por otro, ha conducido a numerosos conflictos y luchas en diversas etapas en las que un mayor grado de individuación conllevaba nuevos peligros. La solución, para Fromm, en la relación del hombre individualizado con el mundo estriba en una solidaridad activa con todos los hombres; la actividad creadora, el trabajo y el amor espontáneos pueden unir al individuo con el mundo sólidamente, sin perder la libertad e independencia. Naturalmente, ello debe descansar sobre unas condiciones económicas, políticas y sociales de la que depende el proceso de individuación; si no existieran esas condiciones, y se privara además a los individuos de sus vínculos primarios, la libertad se convertiría en una carga insoportable y se buscaría refugio en algún tipo de sumisión. Si bien puede considerarse que, desde el final de la Edad Media, se inició ese proceso de individuación al que se refiere Fromm y que podría haber tenido su culminación en la época contemporánea, aun admitiendo el crecimiento del individuo en muchos aspectos, ha habido retrasos en el desarrollo entre la "libertad de" (carencia de ataduras) y el de la "libertad para" (inexistencia de posibilidades para una realización positiva de la libertad). Ello explicaría el miedo a la libertad producido en Europa, con diferentes manifestaciones y generando, bien indiferencia, bien nuevas cadenas.


Hay un análisis histórico que realiza Erich Fromm, fundamental para comprender sus teorías en Miedo a la libertad. Según el mismo, habría dos deformaciones de la imagen de la Edad Media, una en la que se la considera meramente como un periodo de oscurantismo, de falta de libertad personal, de superstición e ignorancia; la otra, una visión idealizada por autores fundamentalmente reaccionarios, aunque también por alguno progresista crítico con el capitalismo, señalaría el sentido de la solidaridad, la subordinación de las necesidades económicas a las humanas, el trato directo y concreto entre los hombres, la seguridad y el principio supranacional de la Iglesia Católica. Lo que Erich Fromm quiere señalar es que ambas visiones del medievo son correctas, y lo que se ha hecho habitualmente es ignorar una para magnificar a la otra.

La gran característica de la Edad Media es la inexistencia de libertad individual, cada ser humano se hallaba encadenado al orden social, sin posibilidades de trasladarse geográficamente, ni tan siquiera de vestirse como quisiera ni de comer lo que le gustara. Del mismo modo que la vida personal, la económica y social obedecía a cierta reglas y obligaciones, sin que escapara prácticamente esfera alguna de la actividad humana. Pero el hombre, a pesar de que no poseyera la libertad en sentido moderno, encontraba una significación para su vida en ese pertenencia a un todo estructurado, a un orden social identificado con el orden natural, en el que tenía un determinado papel (campesino, artesano, caballero...). Fromm considera que, a pesar de todo, el individuo tenía en el medievo cierto grado de libertad para su vida laboral y emocional. La libertad moderna, con el ofrecimiento para el hombre de supuestas múltiples opciones entre diversos modos de vida, sería en gran parte abstracta. La época medieval ofrecía una seguridad fundamentada en una visión sencilla del mundo, aunque concreta, y al mismo tiempo mantenía al ser humano encadenado. Al no existir la noción de individuo (ausencia de conciencia sobre el yo individual), no puede hablarse de falta de libertad en ese sentido, pero sí de una atadura a unos vínculos primarios (recordemos, según la entrada anterior, que hablamos de las ataduras de un niño a su madre, o de un adulto a una comunidad, previas al proceso de individuación).

En el periodo posterial al medieval, cambian la estructura social y la personalidad del hombre. La unidad y centralización de la sociedad se debilita, y aumenta la importancia del capital, la iniciativa individual y la competencia; consecuentemente, se desarrolla una nueva clase adinerada. El individualismo crece en todos los ámbitos de actividad humana, pero es un proceso con diferentes reacciones sicológicas, según hablemos por un lado de una minoría de capitalistas ricos y prósperos, o de las masas campesinas y la clase media urbana, por otro. En este último caso, a pesar de que la nueva situación pudiera suponer nuevas perspectivas de riqueza y de iniciativa individual, también era una amenaza a su modo tradicional de vida. Es en Italia donde el derrumbe medieval se produce con mayor intensidad, y donde surge con más fuerza una poderosa clase adinerada motivada por la iniciativa, el poder y la ambición. A partir del siglo XII, la riqueza pasa a ser mucho más importante que cualquier estratificación social, y es esta progresiva destrucción de la estructura medieval lo que supone la emergencia del individuo en el sentido moderno. El hombre adquiere conciencia de sí mismo y de sus semejantes como individuos, como entes separados, y descubre la naturaleza como algo distinto a él mismo en dos aspectos: como objeto de dominación teórica y práctica, y como objeto de disfrute. Del mismo modo, se descubre el mundo y nace (de nuevo, apuntaría yo, ya que recordermos el helenismo, la historia no es un proceso lineal) un espíritu cosmopolita.

Sin embargo, al lado de la nueva libertad nacen nuevas formas de tiranía. En el Renacimiento, se fortalece una clase rica y poderosa, en un contexto de nuevas formas económicas, frente a unas masas desposeídas objeto de las más viles manipulaciones. Todos ellos, sin embargo, y según afirma Fromm, habían perdido el sentido de pertenencia que les daba el orden medieval. Frente a tanta visión del Renacimiento que tiende a la idealización, quedándose únicamente con una parte, Fromm recuerda que fue también una lucha despiadada por el mantenimiento del poder y de la riqueza. Podía ser el germen del capitalismo moderno, la solidaridad entre miembros de una misma clase se vio reemplazada por una actiud cínica e indiferente. El hombre pasó a ser utilizado por sus semejantes como un objeto, como un medio para conseguir un fin, y se daba un afán insaciable de poder y riqueza. Fromm duda, incluso, de que los señores renacentistas fueran tan felices como se les describe tan a menudo, y pone el acento para ello en esa pérdida de seguridad y confianza paralela al desarrollo del individuo. Esa contradicción aparece en los escritos filosóficos de los humanistas: junto a la reafirmación de la dignidad humana y de la fuerza individual, aparecen señales de inseguridad y desesperación. Las nuevas contradicciones y angustias del ser humano están en la base de la explicación de un rasgo del carácter distintivo de esa época, el anhelo de fama, forma de encubrir la falta de seguridad y acallar las dudas sobre el significado de la vida. El deseo de hacer conocido un nombre, y de perdurarlo en las generaciones posteriores, trasciende la vida individual y tiene aspiraciones de inmortalidad (los medios para alcanzar tal cosa solo estaban al alcance, obviamente, de unos pocos).

No obstante, Fromm no considera que en esta situación propia del Renacimiento italiano, por mucho que influyera en el desarrollo posterior del pensamiento, estén las raíces esenciales del capitalismo europeo. Las mismas, se encontrarían en la situación económica y social de la Europa central y occidental, así como en las doctrinas de Lutero y Calvino. En la siguiente entrada, profundizaré en todo ello, análisis histórico necesario para comprender las tesis de Fromm presentes en Miedo a la libertad, su visión sicológica y social sobre la libertad del hombre.


El Renacimiento es, según lo expuesto por Erich Fromm en Miedo a la libertad, el comienzo del individualismo moderno. Sin embargo, si bien la época renacentista representó un grado de evolución alto del capitalismo industrial y comercial, en la que gobernaba un grupo reducido de individuos ricos y poderosos, se diferencia de la Reforma, momento crucial para la formación del sistema económico que llega hasta nuestros días, por ser ésta una era dominada por una religión propia de las clases urbanas medias y bajas y de los campesinos. Esa clase media urbana, como afirma también Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, será el fundamento del moderno desarrollo capitalista en el mundo occidental. Por eso, afirma Fromm que las dos épocas, el Renacimiento y la Reforma, fueron diferentes.

Hay que decir que, en la Edad Media, la actividades económicas estaban determinadas por una actitud ética. Tanto las doctrinas eclesiásticas, como las seculares, determinaban que los intereses económicos se subordinaran a los problemas de la vida (concretada tu significado en la "salvación"), la conducta económica era una parte de la conducta personal, y ésta estaba sometida a las reglas de la moralidad. Ni Erich Fromm, ni Richard Tawney al que cita, son sospechosos en lo más mínimo de quedar idealizar una determinada época, pero es preciso hacer este análisis para comprender los diversos cambios de paradigma que determinan la conducta del ser humano, a nivel sicológico y social, y que predominan durante toda la era contemporánea. En la ciudad medieval, podía hablarse de cierta estabilidad de la posición de artesanos y mercaderes, pero esa situación fue debilitándose hasta derrumbarse por completo en el siglo XVI. Ya en el siglo XV, las grandes compañías comerciales se estaban volviendo muy poderosas, desarrollándose en monopolios, y estaban amenazando tanto al pequeño comerciante como al consumidor. La ira y el miedo que tuvieron en aquella época los pequeños comerciantes contra los ricos monopolistas, y que tendría eco en algún escrito de Lutero, tienen un paralelismo con la situación que se producirá en el capitalismo contemporáneo. Tradicionalmente, había cierto equilibrio entre el trabajo que se realizaba en una corporación y la parte que se recibía, pero la nueva situación implicaría que muchos capitalistas no trabajaran y que muchos obreros asalariados no participaran en la empresa. Este desarrollo del capitalismo supuso una creciente división entre ricos y pobres, con el lógico descontento de estos últimos.

El desarrollo económico capitalista supuso cambios significativos en la atmosfera sicológica. A finales de la Edad Media, se desarrolla también el concepto del tiempo en sentido moderno; cada minuto empezaba a tener valor, por lo que las personas eran conscientes de emplear cada momento en algo útil. El trabajo se transformaba en el valor supremo, las clases medidas se volvían contra toda improductividad económica, incluida la propia de las instituciones eclesiásticas. Es el definitivo derrumbe del medievo, y con él la relativa seguridad que poseía el ser humano, y el comienzo del capitalismo. Frente a un orden inmutable, el individuo fue dejado a su propia merced y todo dependía ahora de su propio esfuerzo. Cada clase se vio afectada de manera diferente por este desarrollo: para los obreros y aprendices, y los pobres de las ciudades, supuso mayor explotación y empobrecimiento; para los campesinos, igualmente una presión individual y económica; la nobleza más baja, también sufrió decadencia, aunque de diferente manera. Por otra parte, la clase media urbana tuvo también una situación complicada, incluso los que participaban de cierta tendencia al alza, en el nuevo contexto, la situación personal era de inseguridad, aislamiento y angustia. El responsable de esta situación desfavorable, a nivel sicológico, era el papel creciente del capital, del mercado y de la competencia. Una fuerza impersonal estaba ahora determinando el destino económico de las personas, afectando como es evidente a su destino personal. Fromm establece un paralelismo entre el mecanismo del nuevo mercado, vasto e imprevisible, y la doctrina calvinista de la predestinación, en la que el individuo debía esforzarse al máximo para lograr la virtud, aunque su salvación o perdición estaba decidida de antemano.

La competencia fue otro factor en alza en la nueva situación de desarrollo del capitalismo. En la Edad Media, no es que no existiera, pero en su sistema económico tenía más peso la cooperación. Con el nacimiento de la empresa individualista, el hombre veía a los otros, no ya como aliados en un proyecto común, sino como feroces competidores. A menudo, el individuo debía optar entre su propia destrucción o la ajena. Estamos en el siglo XVI, y existe una situación que solo se acrecentará con el tiempo, habían nacido los elementos fundamentales del capitalismo moderno y, consecuentemente, unos efectos sicológicos sobre el individuo. Como es lógico y ocurre siempre, la nueva situación no era absolutamente negativa. El individuo se liberó de la reglamentación del sistema corporativo de la época anterior, pudo elevarse por sí mismo y tentar su suerte, se convertió en dueño de su destino gracias a su esfuerzo individual, aunque eran posibilidades limitadas a capitalistas prósperos. En cualquier caso, la nueva situación tuvo efectos importantes en la formación de la personalidad humana.

Recapitulemos: nos encontramos en una nueva situación, determinada por los cambios sociales y económicos  de los siglos XV y XVI, en la que la idea de la libertad tiene un carácter ambiguo; por un lado, el hombre se libera de los lazos económicos y políticos, y gana, en el sentido de libertad positiva, con un papel más activo en el nuevo sistema, por otro, la pérdida de esos mismos vínculos, le suponen inseguridad y falta de pertenencia, el mundo está tan lleno de posibilidades como terrible resulta. El ser humano se haya amenazada por fuerzas poderosas y suprapersonales, el capital y el mercado, y sus relaciones con el prójimo se convierten en hostiles; aunque libre a priori, está solo y aislado, acosado por todos los flancos. Estos sentimientos, de inseguridad, impotencia y duda, solo pueden ser aliviados por la posibilidad del éxito.


Erich Fromm, en Miedo a la libertad, considera que las nuevas teorías religiosas del protestantismo, al comienzo de la modernidad, constituyen una respuesta a las necesidades síquicas producidas por el derrumbe del sistema medieval y por los comienzos del capitalismo. La libertad ganada con la pérdida de los vínculos tradicionales, propios del medievo, tenía otra cara: el hombre en la nueva situación se siente solo y aislado, por lo que se conduce hacia nuevas formas de sumisión y actividades irracionales y compulsivas.

Del mismo modo, en el desarrollo posterior de la sociedad capitalista, la personalidad del hombre sufrirá incidencias en esa misma dirección que se apunta en el periodo de la Reforma. Fromm considera que existe una visión dialéctica, fundamental, en la mirada hacia esa libertad ambivalente que nace con el capitalismo. Si, por un lado, el hombre gana en confianza en sí mismo y en independencia, por otro se muestra aislado y atemorizado. Es importante pensar de manera dialéctica, algo a lo que no estamos acostumbrados, de tal manera que no resulte dudoso que dos tendencias contradictorias deriven simultáneamente de la misma causa. Atender solo a un aspecto de la cuestión, observar solo los pros o los contras, dificulta el observar los nuevos problemas que surgen, propios de un contexto distinto y con una naturaleza diferente. Muchas de las libertades que se han ganado en la modernidad son, únicamente, de carácter formal, el hombre ha perdido gran parte de su capacidad para autogobernarse, para regirse por su propia conciencia. Habitualmente, desatendemos el hecho de que gran parte de lo que pensamos y decimos es lo mismo que todo el mundo piensa y dice. El hombre es incapaz de pensar de una manera original, es decir, de hacerlo por sí mismo sin que nada interfiera en sus pensamientos. Fromm menciona nuevos formas autoritarias como son la "opinión pública" o el "sentido común", fuerzas poderosas que forjan nuestra personalidad debido a una profunda disposición a ajustarnos a lo establecido y no parecer diferentes.

La conquista de libertades sobre elementos externos resulta encomiable, algo que constantemente hay que reafirmar. Sin embargo, es necesaria también una lucha interna que nos permita la realización plena de nuestro propio yo individual. Es necesario insistir, para una crítica al capitalismo en aras del progreso, en aquella doble vertiente que tiene la nueva libertad obtenida. Por un lado, constituye un innegable progreso el derrumbe del sistema feudal y la posición predeterminada que el hombre tenía en él; el capitalismo, con la libertad económica como bandera, pretende que el individuo obtenga éxito en sus ganancias económicas gracias a su diligencia, capacidad y valentía (Fromm muestra la falacia de esta premisa e insinúa un análisis de clase al respecto, sin detenerse demasiado en ello al no ser su propósito en Miedo a la libertad hablar de tesis socialistas); en definitiva, el capitalismo trajo un mundo nuevo con una importante contribución a la libertad positiva y al crecimiento de un yo activo, crítico y responsable. La otra cara, dejando de momento a un lado el mencionado y necesario análisis de clase (es la clase media la que toma el poder en la nueva situación, generándose nuevas clases desposeídas), el capitalismo produce una situación antagónica, haciendo sentir al individuo más solo, insignificante e impotente.

La economía capitalista abandona al individuo completamente a sí mismo, marcado por el éxito, o no, de sus acciones. Aparentemente, es una conquista en la libertad individual, pero también constituye una atomización de las personas, una pérdida de vínculos entre ellas. Fromm establece un paralelismo entre el hombre sometido a la divinidad, en las nuevas visiones religiosas, y el hombre abandonado a otros poderes superiores (como son los competidores o fuerzas económicas impersonales). Lo que hizo el protestantismo, al colocar al individuo solo ante Dios, fue prepararlo sicológicamente para las caraterísticas, también individualistas, de otras actividades humanas secularizadas. Fromm considera que, si bien en el medievo el capital servía al hombre, en el capitalismo se ha vuelto su dueño. La actividad económica como fin en sí misma no tenía sentido en el sistema medieval, al contrario que en el capitalismo en el que solo prima el éxito en las ganancias materiales. En el nuevo sistema, el hombre es solo un engranaje de una vasta máquina económica (la importancia de su papel solo se mide por el tamaño de su capital, aunque no deje de ser una parte destinada a un propósito que le trasciende). Insistiremos en que la base sicológica de la nueva situación fue establecida por las doctrinas de Calvino y Lutero, el hombre se siente insignificante y subordina su vida a propósitos que no le pertenecen (primero fue la divinidad, luego una enorme maquinaria económica y, más adelante, veremos que es también el caldo de cultivo para autoritarismo extremos como el fascismo).

El sistema capitalista se resume en la subordinación del individuo como medio para fines económicos, la cual se funda en las condiciones del modo de producción en las que la acumulación del capital es el propósito y el objetivo de la actividad económica. Aunque se trabaje para obtener un beneficio, no se obtiene éste con el fin de ser gastado, sino para ser invertido como nuevo capital, y así sucesivamente en un proceso circular. Este principio acumulativo del capital es la premisa del progreso industrial; en él, el hombre, aun obteniendo ese capital, se ha convertido en esclavo de una enorme maquinaria. La situación es, obviamente, mucho peor para los empleados que carecen de capital, al depender de las leyes del mercado, de la técnica, de la prosperidad o de las crisis. Si el capitalismo, de mayor o menor envergadura, se somete a un gran proceso que la trasciende, el empleado se subordina a su patrón. Esta situación supone el nacimiento de los movimientos sindicales, los cuales otorgan al obrero algún poder propio y le permiten superar una simple posición de simple y pasivo objeto en manos del patrón. En cualquier caso, Fromm insiste en que la nueva situación de sometimiento a fines extrapersonales impregna a todos los actores del sistema capitalista, al conjunto de la sociedad (algo necesario de comprender, más allá del mero enfrentamiento, en aras de buscar nuevas vías sociales y sicológicas). En un sistema jerarquizado, el espíritu de toda la cultura esta determinada por sus grupos más poderosos; esto ocurre, no solo por el control del sistema educacional que ejercen esos grupos, también por su aparente prestigio ante las clases más humildes, las cuales se hallan dispuestas a aceptar e imitar esos valores y a identificarse sicológicamente con las clases dirigentes.

En el nuevo sistema capitalista se produce un conflicto, aparentemente contradictorio. Por un lado, se afirma que el hombre es solo un peón de un vasto proceso, y se halla subordinado a fines que le trascienden (algo que tuvo su base en el sometimiento religioso propio del protestantismo) , pero por otro el ser humano considera que actúa movido por el egoísmo y por la búsqueda de su propio interés personal. Fromm, para resolver esta cuestión, se ocupa en profundidad del problema sicológico del egoísmo. En la próxima entrada, nos ocuparemos también de esta cuestión, desmontando los tópicos de que el egoísmo constituye la más fuerte motivación en la conducta humana (tal y como afirmaría Maquiavelo). No es necesario insistir en el calado que este prejuicio ha tenido en la sicología del individuo, por lo que una obra como Miedo a la libertad, de una actualidad innegable, es más que necesaria.


Fromm considera que el supuesto implícito en el pensamiento de Lutero y Calvino, y también de Kant y Freud, es que el egoísmo es lo mismo que el amor a sí mismo, por lo que ambos conceptos se excluyen mutuamente: amar a los otros es una virtud, amarse a sí mismo, un pecado. Aquí se da un error teórico sobre la naturaleza del amor: el amor no es algo causado por un objeto específico, sino una cualidad que se halla en potencia en la persona y que se actualiza únicamente cuando es movida por un determinado objeto. Si el odio es un deseo apasionado de destrucción, el amor es la apasionada afirmación de un objeto (puede dirigirse también hacia cualquier persona o hacia uno mismo). Por lo tanto, el amor exclusivo es una contradicción en sí. En palabras del propio Fromm: "...el amor hacia un objeto especial es tan solo la actualización y la concentración del amor potencial con respecto a una persona". Es importante aclarar que la concepción romántica del amor es errónea y patológica, pretender que exista una única persona en el mundo a quien se puede querer, que esa es la "gran" oportunidad en la vida y que ese amor excluya y niegue a todos los demás solo puede calificarse como unión sadomasoquista. Lo que Fromm sostiene es que el amor abstracto (en este caso, al hombre en general) es una premisa necesaria para luego amar a una persona en concreto.

Por lo tanto, el propio yo constituye también un objeto de amor, tanto como otra persona, condición necesaria para desarrollar la vida, la libertad y la felicidad. Esta facultad, inherente al individuo, se dirige también hacia uno mismo; si solo ama a los demás sin hacerlo con uno mismo es, simplemente, incapaz de amar. Fromm afirma que el egoísmo no es lo mismo que el amor a uno mismo, sino lo contrario, una forma de codicia insaciable. La apariencia es que el egoísta está permanentemente preocupado de sí mismo, pero en realidad está inquieto y constantemente torturado por el miedo de no tener bastante y de perder algo. Su sentimiento es de envidia hacia los demás y una mirada en profundidad nos hace ver que en realidad tiene aversión hacia su propia persona. Fromm considera que ello no es ningún enigma, que en realidad el egoísmo se encuentra arraigado en esa aversión hacia uno mismo. Las características del egoísta son la angustia y una ausencia de seguridad interior, ya que ésta solo se produce con la base del cariño genuino y de la autoafirmación. Esta es la conclusión sicológica de Fromm respecto al egoísta y el narcisista, refutando incluso a Freud: no son capaces de amar a los demás, pero tampoco a ellos mismos.

Volvamos ahora a la cuestión inserta en el sistema capitalista, con la aparente contradicción entre un sujeto que parece  movido por su propio interés, cuando la realidad es que se subordina a causas que le sobrepasan. Lo que Fromm concluye es que el hombre moderno no obra en interés de su propio "yo", sino del "yo social", que está constituido por el papel que se espera que desempeñe el individuo. Ese "yo social" vendría a ser un disfraz subjetivo de la función social objetiva que el sistema asigna a cada individuo. Se produce una mutilación del yo real en beneficio del yo social; parece haber una constante reafirmacion del yo en el hombre moderno, cuando en verdad se ha producido un debilitamiento de la personalidad total y se la reduce solo a determinadas facultades. Si bien la apariencia es que el hombre moderno ha conquistado la naturaleza, la sociedad no ejerce una fiscalización de esas fuerzas que ella misma ha creado. La racionalidad técnica se emplea en los sistemas de producción, mientras que la irracionalidad abunda en las funciones sociales, con el resultante de que el destino de las personas esté sujeto a elementos como el paro o las crisis periódicas. Si en épocas anteriores el sentimiento de insignificancia e impotencia lo tenía el hombre respecto a la divinidad (de forma consciente), ahora se produce igualmente en un sistema que mantiene, además, ilusiones contrarias.

Las relaciones sociales han perdido su carácter directo y humano, manejadas también por el espíritu de instrumentalidad y manipulación propio de las leyes del mercado, algo que contribuye igualmente al sentimiento de impotencia y aislamiento del individuo. Cada actor en el sistema capitalista es un medio para un fin, por lo que la indiferencia reina en las relaciones entre ellos; la relación respecto al trabajo es igualmente de carácter instrumental, el interés en lo que se produce es secundario y la producción es solo un medio para obtener un beneficio. Aunque Fromm no menciona esta palabra explícitamente en Miedo a la libertad, creo que puede decirse que se produce una cosificación en las personas y en las relaciones que mantienen. Sin embargo, el fenómeno más importante es la relación que el individuo tiene con su propio yo, ya que él mismo está puesto en el mercado y se considera, por tanto, una mercancía. Si el obrero manual vende su energía física, otro tipo de profesiones venden su personalidad, por lo que la confianza en uno mismo, el sentimiento del yo, es tan solo una señal de lo que los otros piensan de él. La creencia en el valor de uno mismo resulta indisociable de su popularidad y éxito en el mercado. El hombre moderno, como es cada vez más evidente en la inanidad de los medios de comunicación, depende de la popularidad y ella condiciona, no solo el progreso material, también la autoestima.

El individuo, aunque hubiera obtenido una nueva libertad, por un lado, se encontró más solo y aislado en el nuevo sistema capitalista, se convirtió en un instrumento en manos de fuerzas externas abrumadoras. Para superar la inseguridad interna, el individuo se refugió en varios factores: en la posesión de sus propiedad (indisociables de su propia personalidad, por lo que su ausencia se convierte una merma de su propio yo); en el prestigio y el poder, en parte consecuencia de la posesión de bienes, en parte resultado directo de su éxito con la competencia; para aquellos con escasas propiedades y nulo prestigio social, el refugio será la familia (en la que se sentirá "alguien"), y también la nación, la clase o cualquier grupo en el que pudiera sentirse superior a otros. Fromm insiste en que todos estos factores, que tienden a sostener el yo debilitado, son distinguibles de aquellos otros considerados positivos: las libertades políticas y económicas, la iniciativa individual o el avance de la ilustración racionalista. Estos elementos contribuyeron verdaderamente al desarrollo individual, a la independencia y la racionalidad, pero compensando la tremenda inseguridad y angustia que caracteriza al hombre moderno. Volvemos de nuevo a insistir en la necesidad del pensamiento dialéctica, en comprender que factores antagónicos pueden derivar de la misma causa. La existencia de sentimientos contradictorios al supuesto progreso individual se mantuvo subyacente, el hombre creía sentirse seguro de manera consciente, algo que se daba solo en la superficie y mantenido por los factores positivos de apoyo.

En Occidente al menos, Fromm quiere ver la histórica marcada por esas dos tendencias contradictorias, identificadas con la evolución de la "libertad de" a la "libertad para", que corren paralelas y, tantas veces, entrelazadas. Han existido periodos donde ha tenido más peso una concepción positiva de la libertad, definida por la fuerza y dignidad del ser. En la fase última del capitalismo, monopolista, las dos tendencias sufrieron cambios y predominaron los factores que tienden a debilitar el yo individual. Si bien "la libertad de", en la que se pierden las ataduras tradicionales, parece incrementarse, las posibilidades de lograr éxito individual se restringen para la mayoría y su destino depende de un pequeño grupo que maneja los hilos. La situación se convierte en más desigual que nunca, y aunque el pequeño y mediano hombre de negocios trata de continuar obteniendo beneficios y de preservar su independencia, la amenaza de los poderes abrumadores del capital le hacen más inseguro e impotente. Por su parte, el trabajador es tan solo un engranaje, de mayor o menor envergadura, de una imponente maquinaria que le impone su ritmo, que escapa a su control y ante la cual se siente pequeño e insignificante.


Conviene aclarar, antes de seguir indagando en la obra de Erich Fromm, el significado de los términos, relativos al individuo, "neurótico" y "normal" o "sano". Ello es clave para el estudio de la sicología individual, siempre como base de la comprensión de la sicología social, ya que el estudio detallado de los mecanismos sicológicos esclarece, llevándolo a gran escala, el proceso social. El término "normal" o "sano" puede tener dos significados: desde la perspectiva de una sociedad en funcionamiento, una persona es considerada normal si es capaz de cumplir un determinado papel social (trabajar en cierto función, fundar una familia); en segundo lugar, y desde la perspectiva individual, puede considerarse una persona sana o normal a la persona que logra un grado óptimo de expansión y felicidad. Como es lógico, si la estructura social es adecuada, pueden coincidir ambas perspectivas, sin que sea ese el caso de la mayoría de las sociedades, ya que suele haber discrepancia entre asegurar el funcionamiento social y el promover el desarrollo del individuo. Por lo tanto, hay que distinguir bien entre esos dos conceptos de salud o normalidad, uno determinado por las necesidades sociales, otro por las normas y valores que rigen la existencia individual.

Fromm reprocha que se olvide esta diferenciación, primando casi siempre la adaptación del individuo a la función social, por lo que aquel que no lo esté se le estigmatiza como poco valioso. Muy al contrario, la persona muy eficiente en su función social es a menudo menos sana si adoptamos la perspectiva de los valores humanos. La adaptación social se produce con frecuencia porque la persona se despoja de su yo, de su espontaneidad y de su personalidad, para transformarse, en mayor o menor medida, y adecuarse a una función (a lo que se espera de ella). En el caso contrario, se considera individuo neurótico a aquel que ser resiste a someter su yo en esa lucha, siendo difícil que obtenga éxito al expresar su personalidad de manera creadora y lo normal es que acabe buscando refugio en alguno fantasía. A pesar de ello el individuo tildado de neurótico, y desde los valores humanos, es alguien menos mutilado que esa persona "normal" que ha sacrificado su personalidad. Naturalmente, no es este un juicio que se pueda aplicar a todas las personas, pero lo importante es dinamitar ese estigma sobre que alguien es neurótico al no ser eficiente socialmente. Desde este punto de vista de eficiencia social, no puede llamarse neurótica a toda una sociedad. Sin embargo, desde los valores humanos sí puede hacerse, si cada persona ha sacrificado su personalidad en el proceso social. Fromm, no obstante, no quiere etiquetar con el término neurósis y prefiere hablar de una sociedad favorable o no a la felicidad humana y a la autorrealización de la personalidad.

La inseguridad del individuo aislado, aquel que ha perdido los llamado vínculos primarios, provocan unos mecanismos de evasión. A esta persona, se le abren dos caminos para superar su estado de soledad e impotencia: uno de ellos puede progresar hacia la libertad positiva, llegar a una conexión con el mundo gracias al amor y al trabajo y a poder expresar genuinamente sus facultades emocionales, sensitivas e intelectuales, no hay sacrificio del yo individual; el otro camino es el que hace retroceder al individuo, abandona su libertad y trata de superar su estado de aislamiento rompiendo la brecha entre su personalidad individual y el mundo. Ésta última opción no hace volver a un estado anterior a la individuación, ya que la ruptura con los vínculos primarios no tiene marcha atrás, y se caracteriza por un estado compulsivo (como los brotes de terror ante una amenaza) y por el sacrificio de la individualidad y de la integridad del yo. Por lo tanto, este camino no conduce a la felicidad ni a la libertad positiva, por el contrario es una pauta propia de los procesos neuróticos, que puede paliar la angustia vital y evitar estallidos de pánico, pero que deja el problema subyacente y relega la vida a actividades automáticas y compulsivas. En Miedo a la libertad, Fromm se ocupa de analizar estos mecanismos de evasión que sacrifican la libertad, tanto en los regímenes fascistas como en las democracias modernas.

El primer mecanismo de evasión analizado es aquel que lleva a abandonar la independencia del yo individual propio y a fundirse con algo o alguien, exterior a la persona, con el fin de lograr la fuerza que el yo individual no tiene. Puede llamarse a esta tendencia como búsqueda de "vínculos secundarios", que substituyan a los perdidos "vinculos primarios", y sus síntomas más evidentes están en las formas compulsivas de sumisión y de dominación o, más estrictamente, en los impulsos sádicos y masoquistas tal y como se dan en una persona "sana" o "neurótica" en distinta medida. Las formas habituales de tendencias masoquistas tienen su base en los sentimientos de inferioridad, impotencia e insignificancia del individuo. Las personas con estas tendencias, a pesar de que aparentemente quieran librarse de ellas, sufren algún poder inconsciente que les hace sentirse inferiores, suelen tener un dependencia muy marcada respecto a fuerzas externas (personas, instituciones, la misma naturaleza...), rehuyen la autoafirmación y no pueden hacer lo que quisieran. Aunque estos impulsos tienen a veces consecuencias dramáticas e irracionales, a menudo son síntomas inexplicables que simplemente les conducen a someterse a fuerzas poderosas y a no hacer lo más adecuado para ellos en su cotidianeidad. Con frecuencia, la tendencia sadomasoquista adopta formas racionalizadas, como es el caso de la dependencia a la que se quiere llamar amor o lealtad, de los sentimientos de inferioridad como expresión correcta de defectos que existen realmente o considerar los propios sufrimientos como si fueran debidos a situaciones inmutables.

Es éste un tipo de carácter autoritario que puede adoptar esas tendencias masoquistas, pero también todo lo contrario, el carácter sádico en diferente grado. Fromm distigue tres tendencias, vinculadas entre sí de diferente modo: una primera dirigida al sometimiento de los otros, a un ejercicio absoluto del poder que reduce a los dominados a meros instrumentos; otra tendencia, no solo domina a los demás, sino que les explota y saquea, incorpora a su propia persona todo lo que tenían de asimilable los dominados (no solo en el aspecto material, también las cualidades emocionales e intelectuales); por último, el tercer tipo sádico se caracteriza por el deseo de hacer sufrir a los demás (o verlos sufrir, tanto física como síquicamente), de colocarlos en posiciones humillantes y vergonzosas. Por motivos evidentes, las tendencias sádicas suelen ser menos conscientes y más racionalizadas que las masoquistas (que son menos peligrosas socialmente). Los impulsos sádicos se ocultan a menudo detrás de reacciones de exagerada bondad o preocupación por los demás, tipo "sé lo que te conviene y por eso decido por ti" o "yo soy tan maravilloso que espero obediencia por parte de los demás"; otras racionalizaciones del tipo sádico son el chantaje emocional de "yo he hecho tanto por ti, que ahora puedo exigirte; el deseo de venganza por el daño que nos han hecho, o el ataque preventivo que se realiza antes de una posible agresión.

Insiste Fromm en un factor importante, que a menudo se olvida, y es la relación de dependencia que se establece entre la persona sádica y su objeto. A la inversa, parece lógica la dependencia del masoquista, pero en el caso del dominador lo habitual es considerarlo fuerte e independiente. Un análisis detallado demuestra lo contrario, el sádico necesita de la persona que domina, una dependencia que a veces es inconsciente, ya que sus sentimientos de fuerza arraigan en el hecho de que él es dominador de alguien. El caso típico es el del dominador dentro de una pareja, el cual solo aparenta una relación de fuerza, pero depende en gran medida de la persona dominada y si ésta logra reunir el valor para intentar abandonarlo, él sacará a la luz la dependencia subyacente para evitar estar solo. No existen sentimientos amorosos verdaderos en multitud de relaciones, solo aparecen superficialmente cuando la relación amenaza con disolverse. Sin embargo, Fromm menciona otros casos en lo que sí puede decirse que el dominador "ama" a su objeto dominado (el ejemplo común es el de las relaciones entre padres e hijos), ya que en realidad solo los quiere porque los domina, y se producen sobornos y chantajes de diverso tipo para mantener una relación en la que el ser "amado" no es libre ni independiente. Para muchos autores, el sadismo no ha sido objeto de gran preocupación al considerarse parte de la naturaleza humana, siendo el más conocido e influyente el caso de Hobbes, el cual consideraba el anhelo de poder una consecuencia racional del deseo humano de placer y seguridad. Por el contrario, el masoquismo o tendencia dirigida contra el propio yo se consideraba simplemente un enigma. Lo que sí atrajo la atención de los expertos es la perversión masoquista, o goce consciente e intencional del dolor y la humillación, antes que el llamado carácter masoquista (o masoquismo moral), pero Fromm señala que existe un vínculo entre ambos tipos.

Se recordará la raíz común de los impulsos sádicos y masoquistas, la ayuda para evadirse de la insoportable sensación de aislamiento e impotencia. A menudo, son sentimientos inconscientes, otras se enmascaran con una fórmula compensatoria que exalta la propia perfección y excelencia. Una observación síquica adecuada puede sacar a la luz que el individuo en realidad solo es libre en sentido negativo, o lo que es lo mismo, que se halla solo en un mundo extraño y hostil, y su necesidad esté dirigida a buscar las cadenas de su propio yo, a entregar una libertad que le es insoportable. Naturalmente, la solución de estos impulsos masoquistas, que adopta formas culturales como la sumisión a un líder y a una causa común en determinados regímenes, únicamente logra una falsa seguridad, un alivio momentáneo del sufrimiento, mientras que en su base sigue existiendo el problema. El impulso masoquista puede no hallar tales formas culturales en las que sacrificar el yo, o tal vez la intensidad de aquel excede el grado de masoquismo del grupo social, por lo que la solución buscada fracasa totalmente y deja al individuo presa de nuevos sufrimientos. Fromm considera que si la conducta humana fuera siempre racional y entregada a unos fines, el masoquismo sería inexplicable, pero el estudio de los trastornos emocionales y síquicos enseña que el comportamiento humano puede ser motivada por impulsos originados por la angustia o por algún otro estado síquico insoportable. Esos impulsos tratan de buscar una solución al malestar emocional, pero como mucho logran ocultar sus expresiones más visibles. Hay una clara diferenncia entre la actividad neurótica y la racional, ya que en ésta los resultados se corresponden a los fines, actúan para obtener determinadas consecuencias. Por el contrario, los impulsos neuróticos promueven una acción compulsiva de carácter negativo, que consiste en escapar de una situación insoportable (sentimiento que es tan fuerte, que no opta por una conducta que lleve a una solución real). En definitiva, es una situación en la que las personas no son libres de elegir, no actúan según su verdadera conciencia ni regidos por su propio yo, simplemente toman un camino que les alivie de un sufrimiento sacrificando su individualidad en el proceso.


El mecanismo sicológico, de carácter compulsivo, que se activa con el masoquismo es un intento de despojarse del yo como consecuencia de un sentimiento insoportable de soledad e insignificancia. Fromm aclara que el sufrimiento no es un objetivo, sino un precio muy alto que el individuo tiene que pagar, aunque nunca llega a la meta de lograr la paz interior y tranquilidad; muy al contrario, las deudas son cada vez mayores. Esa anulación del yo individual es tan solo un aspecto de los impulsos masoquistas, también existe el intento de convertirse en parte integrante de algo superior y más poderoso (otro individuo. una institución, una nación, dios, la conciencia o una compulsión síquica). La persona entre su propio yo, renuncia a la fuerza y orgullo de su personalidad, a su libertad, gana seguridad y un nuevo orgullo transformándose en parte de un poder supuestamente inconmovible, inmutable y poderoso. De la misma manera, se asegura no tener ninguna duda que le cause malestar, no tomar decisiones ni asumir responsabilidades por el destino de su propio yo. El significado de la vida del individuo y la identidad de su yo son determinados por la totalidad en la que se ha sumergido. Se insistirá en que los vínculos primarios, anteriores al proceso de individuación, le generaban confianza en una etapa en la que el individuo formaba parte del mundo material y social sin haber emergido del ambiente; aquellos vínculos primarios, se distinguen de estos nuevos vínculos masoquistas. Éstos, que también podríamos denominar vínculos secundarios, son una forma de evasión sin posibilidad de éxito al subsistir un antagonismo entre el individuo y la entidad mayor a la que se adhiere (gracias a lo cual se produce un impulso, que puede ser inconsciente, de abandonar la dependencia masoquista y ser libre de nuevo).

Atendiendo ahora a los impulsos sádicos, podemos resumirlos en el objetivo de lograr el dominio completo sobre otra persona, el de convertirla en objeto pasivo de la voluntad propia. Aunque pueda parecer que esta tendencia es antagónica al impulso masoquista, es posible que parezca extraño afirmar, como lo hace Fromm, que se encuentran estrechamente vinculadas. Ambas tendencias surgen de esa necesidad básica único surgida de la incapacidad del yo para soportar su aislamiento y debilidad. Fromm propone denominar "simbiosis" al fin que supone la base común del masoquismo y del sadismo, es decir, la unión de un yo individual con otro (o con un poder exterior al propio yo) capaz de provocar a cada uno la pérdida de su personalidad y de convertirlos en dependientes. Tanto el masoquista, como el sádico, necesitan de su objeto, en los dos casos hay pérdida de la integridad del yo. Las personas no son sádicas o masoquistas, sino que se produce una constante oscilación entre el papel activo y el pasivo en el proceso simbiótico, sin que sea fácil a veces determinar qué aspecto del mismo se halla en función en un momento dado. En cualquier caso, en ambos roles hay pérdida de la individualidad y de la libertad.

Aunque se suele identificar sadismo con destructividad, y puede decirse que hay cierta mezcla con ella, la persona sádica no desea destruir su objeto, sino dominarlo (su pérdida le causaría sufrimiento). También puede presentarse el sadismo relativamente exento de carácter destructivo, una especie de "sadismo amistoso" que no pocas veces se confunde con el amor. La autonegación de una persona a favor de otra otra y la entrega a ella de derechos y pretensiones se ha alabado a menudo como ejemplos de un "gran amor". Ese sacrificio y abnegación no es más que un anhelo masoquista originado en la necesidad de simbiosis del individuo. El verdadero amor solo puede fundarse en la libertad y en la igualdad, una unión basada en la independencia e integridad de las personas, por lo que es claramente antagónico a una relación masoquista en la que se produce subordinación y pérdida de integridad de una de las partes. De la misma manera, también el sadismo aparece a menudo baja la forma del amor, mandar a otra persona reivindicando el derecho a hacer por su bien, cuando el factor primordial es el goce fundado en el ejercicio del dominio.

El sadismo tiene su expresión más significativa, aunque haya otras formas, en la voluntad de poder. A partir de Hobbes, el poder parecía un motivo básico en la conducta humana, aunque posteriormente irían tomando peso factores que tienden a contenerlo. Si bien el poder que se ejerce sobre otras personas tiene una expresión de fuerza en sentido material, el deseo de poder es todo lo contrario, una expresión de debilidad. La incapacidad del yo individual para mantenerse solo y subsistir, su impotencia, da lugar a un intento desesperado de lograr un sustituto de la fuerza. Fromm recuerda la doble acepción del término poder en la que siempre insisten los anarquistas, sin que tengan nada que ver una con la otra: una primera que se refiere a la posesión sobre alguien, a la dominación; otra es el poder hacer algo, ser potente en sentido de capacidad. Al hablar de impotencia, no se refiere a la incapacidad para dominar a los demás, sino a no poder realizar lo que uno quiere. La impotencia, y no se habla aquí únicamente de la cuestión sexual, sino en un sentido amplio de facultades humanas, tiene como consecuencia el impulso sádico de la dominación. Al contrario, si un individuo es potente, si es capaz de actualizar sus potencialidades sobre la base de la libertad y la integridad del yo, no tiene necesidad de dominar y se halla exento del anhelo de poder de dominación (que Fromm considera como "perversión de la potencia").

Puede haber características sádicas y masoquistas en todas las personas, constituyendo los extremos aquellos individuos cuya personalidad se halle dominado por dichos rasgos, y aquellos otros para los cuales el sadomasoquismo no constituye una característica especial. El llamado carácter sadomasoquista se refiere a los primeros, utilizando el término "carácter" como el conjunto de las formas de conducta y también como los impulsos dominantes que mueven la actuación del individuo. Hay que aclarar que no se habla de personas necesariamente neuróticas, ya que la "normalidad" está condicionada por los roles de los individuos en el proceso social y por los mecanismos de conducta y actitudes en una determinada cultura. De esta forma, Fromm considera que el nazismo incidió con fuerza en Alemania por existir un carácter sadomasoquista en ciertos estratos sociales. En cualquier caso, el término "sadomasoquismo" se asocia habitualmente con perversión y neurosis, por lo que es preferible la expresión "carácter autoritario". La terminología está justificada por la admiración que la persona sadomasoquista tiene hacia la autoridad, su sometimiento hacia ella y el deseo de convertirse también en autoridad y dominar a los demás. Más adelante, incidiremos en ello, aclarando también las diferentes acepciones de lo que se conoce como "autoridad".


Erich Fromm hace una aclaración sobre el término "autoridad", en relación con el carácter autoritario que trata en Miedo a la libertad. La autoridad no sería una cualidad poseída, en el mismo sentido que la propiedad de bienes o las características físicas, se refiere a una relación interpersonal en la que alguien se considera superior a otra persona. Se establece una distinción entre autoridad racional, que es ese tipo basado en la superioridad-inferioridad, y lo que se denomina autoridad inhibitoria. Tanto la relación entre un maestro y su discípulo, como la del amo con la del esclavo, se fundan en la superioridad de una parte sobre la otra. Sin embargo, en el primer caso los intereses van en la misma dirección, de tal manera que el éxito o el fracaso del educando pueden atribuirse a ambos, pero en el caso del amo y el esclavo los intereses son antagónicos (lo ventajoso para uno supone daño para el otro). La superioridad posee en cada ejemplo una función distinta, siendo necesaria en un caso para ayudar a la persona sometida, y siendo la condición de su explotación en el otro. Otra diferencia es que en un caso la autoridad tiende a disolverse, el alumno es cada vez más parecido a su maestro, y en el otro la superioridad es la base para una explotación que supone que la distancia entre las dos personas sea cada vez mayor.

La situación sicológica es diferente en los dos ejemplos de autoridad. En la relación entre maestro y pupilo, predominan los factores de amor y admiración, por lo que la autoridad será un ejemplo con el que desea indentificarse la persona sometida en la medida que fuere. En el segundo ejemplo, solo puede haber sentimientos de hostilidad y odio hacia el dominador, ya que el dominado considera que la relación se establece en perjuicio de sus intereses. Fromm aclara que este sentimiento hostil es reprimido en numerosas ocasiones, ya que solo puede conducir a mayores sufrimientos, y en algunos casos, incluso, se transforma en todo lo contrario: ciega admiración. Esta situación tiene dos funciones: eliminar ese sentimiento de odio, fuente de nuevos peligros, y aliviar la humillación (si la persona explotadora se presenta como maravillosa, no hay que avergonzarse de obedecerla). Es este el caso de una autoridad inhibitoria, que tiene como consecuencia que el sentimiento de odio o de sobreestimación tienden a aumentar. En el modelo de autoridad racional, solo puede disminuir ese sentimiento, ya que la persona sujeta se hace paulatinamente más fuerte y tiende a asemejarse a la persona que ejerce la autoridad.

Naturalmente, hay muchos grados entre los dos tipos de autoridad, la diferencia entre una y otra es tantas veces de carácter relativo. A pesar de ello, y considerando que los dos tipos de autoridad se hallan la mayor parte de las veces mezclados, siempre subsiste una diferencia esencial entre ellos; por eso, el análisis de una relación de autoridad concreta debe revelar la importancia respectiva que le corresponde a cada uno de los dos. Fromm aclara que la autoridad no es, necesariamente, una persona o institución que ordena tal cosa (autoridad externa), puede aparecer bajo el nombre de conciencia o deber una autoridad de carácter interno. El desarrollo del pensamiento moderno se caracteriza por la substitución de autoridades externas por aquéllas que se han incorporado al yo (que forman parte de la conciencia individual). Este cambio ha podido parecer una victoria de la libertad, al considerarse indigno un sometimiento a una autoridad externa, y se convirtió en incuestionable el dominio que una parte del hombre (su razón, voluntad o conciencia) realiza sobre sus inclinaciones naturales. Sin embargo, Fromm asevera que esta situación en que manda la conciencia es comparable al autoritarismo que procede de fuentes externas, y que no responde a las verdaderas demandas del yo individual; muy al contrario, la conciencia se forma por demandas de carácter social que han tomado el lugar de la dignidad que deberían suponer las normas éticas.

En épocas más recientes, la situación ha dado un nuevo vuelco. Puede decirse que reina una autoridad "invisible" o "anónima", enmascarada como opinión pública, sentido común, ciencia, salud síquica o normalidad, que se vale no ya de una presión evidente, sino de un blanda persuasión. Resulta posible afirmar que la autoridad anónima es más efectiva que una autoridad manifiesta, ya que se basa en la falta de sospecha de la persona sometida para cumplir sus órdenes. En la autoridad externa, muy a contrario, al resultar evidentes los mándatos y la persona que debe cumplirlos, es posible combatirla y, consecuentemente, desarrollarse la independencia personal y el valor moral. En el caso de una autoridad interiorizada, es posible todavía percibirla y resistirla, pero en la autoridad anónima la invisibilidad de quien formula la orden, e incluso de la propia orden, hace que la resistencia sea francamente complicada.


Volvemos ahora a la cuestión del carácter autoritario, considerándose lo más importante la actitud hacia el poder que adopta la persona con estos rasgos. Para ella, solo existen dos géneros: los poderosos y lo que no lo son. La fascinación hacia el poder es tal, que con su simple presencia (ya sea una persona o una institución) surge enseguida el sometimiento. No hay admiración hacia una encarnación de valores, sino hacia el poder mismo; del mismo modo, en el carácter autoritario se da inmediatamente el desprecio, y muy pronto el deseo de someter, a las personas o instituciones que carecen de poder. Hay diferentes rasgos en el cáracter autoritario, si bien hay en algunos casos una falta de evidencia de resistencia y de actitud rebelde, uno de los modelos puede engañar a simple vista, ya que aparentemente desafía a la autoridad y a la jerarquía, y puede parecer que posee deseos de acabar con lo que obstruye su libertad e independencia; sin embargo, tarde o temprano se somete a un poder mayor capaz de satisfacer sus anhelos masoquistas. Este tipo realiza un intento de afirmarse y sobreponerse a sus sentimientos de impotencia, pero nunca desaparece su deseo de sumisión, no es en absoluto un "revolucionario". Tantas veces, hemos tenido experiencias con personas y en los movimientos sociales de lo que puede ser este carácter autoritario que da lugar a equívoco.

El carácter totalitario ve determinada su actitud vital por sus impulsos emocionales. Este tipo prefiera aquellas situaciones en las que ve limitada su libertad y somete su voluntad al destino; el significado que pueda ver en él dependerá de la situación social que le haya tocado en suerte y el puesto que ocupe en una jerarquía (aunque Fromm aclara que el sometimiento se da también en la cúspide socia, si bien la magnitud y generalidad del poder a obedecer marca la diferencia). Las fuerzas que determinan la vida, tanto individual como social, son vistas como una fatalidad; el ejemplo más evidente es la existencia de gobiernos, el hecho de que unas personas tomen decisiones en nombre de la mayoría, algo que se observa como inevitable e incluso tiende a racionalizarse ("ley natural", "destino humano", "deber"...). El carácter autoritario es reaccionario, lo que ha sido una vez está destino a repetirse siempre, y desear algo nuevo o tratar de construirlo resulta un crimen o una locura. La tradición religiosa, con su idea del pecado original, tiene mucha responsabilidad en esta situación de dependencia, aunque la experiencia autoritaria tenga un campo más amplio. En definitiva, la característica común al pensamiento autoritario reside en la convicción de que la vida está determinada por fuerzas exteriores al yo individual y a sus deseos e intereses. Por supuesto, el carácter autoritario no carece de actividad, valor o fe, pero estas cualidades son muy diferentes a las que presenta una persona independiente, autónoma y sin anhelo de sumisión. La actividad del carácter autoritario se arraiga en el sentimiento básico de impotencia, el cual trata de anular por medio de una actividad en que la somete su propio yo a un poder superior (que nunca es el futuro, lo que está por nacer).

La valentía del carácter autoritario no está en la posibilidad de cambiar su destino, sino en el sometimiento que realiza hacia lo que se le depara. La fe en la autoridad se mantiene mientras se observe su fortaleza y poder de mando, aunque lo que subyace es una absoluta falta de valores y una negación de la vida. No existe la igualdad en la filosofía autoritaria, no tiene un significado real e importante, y si se emplea ese término a veces es solo de manera convencional interesada. Para el tipo autoritario, en el mundo solo existen personas que tienen poder y otras que carecen de él (superiores e inferiores). Los impulsos sadomasoquistas, propios del carácter autoritario, referidos a formas extremas de debilidad, son rasgos igualmente extremos propios de un modelo muy concreto, pero pueden hallarse en menor grado en muchas personas. También se da una forma leve de dependencia, muy generalizada en la sociedad contemporánea, que sin poseer las características peligrosas e impetuosas del sadomasoquismo merece que se le preste atención. Es un tipo de persona que ve su vida ligada, de forma sutil, a algún poder externo; no existe nada que realicen, sientan o piensen que no se relacione con ese poder. De ese poder esperan cuidado y protección, y le hacen responsable de la consecuencia de sus propios actos. En muchas ocasiones, el individuo no se percata de la dependencia, se da como cierta nebulosa en la conciencia sin que exista una imagen definida relacionada con ese poder. No obstante, lo que podemos denominar como un "auxiliador mágico" se personifica muchas veces en una divinidad, en un principio o en una persona real (al que se le atribuyen ciertas propiedades, como la persona "amada"). En esta situación, se da también una renuncia al yo individual, a sus propias potencialidades, preparando el terreno para la dependencia del "auxiliador mágico"; de tal manera, que el centro de la vida de la persona sometida se desplaza hacia esta forma de poder externo y el problema será, no cómo vivir uno mismo, sino no perder al "auxiliador" y lograr que marque el rumbo de la propia vida haciéndole responsable de nuestras propias acciones.

En cualquier caso, el conflicto entre lo que puede llamarse individuo "neurótico" o "sano" (no olvidemos que son etiquetas determinadas por lo social) está marcado por la lucha por la libertad y la independencia. De tal manera que alguien que ha abandonado por completo su yo individual, que ha sometido su personalidad, se le considera tantas veces adaptado a una sociedad y se le contempla como una persona "sana". Como un grado intermedio, se puede dar esa persona que no deja de luchar contra la sumisión, aunque se haya visto vinculado a alguna suerte de "auxilidador mágico", por lo que aclara Fromm que la "neurosis" es en realidad un intento de resolver el conflicto entre la dependencia básica y su anhelo de libertad.

Hay que distinguir entre los impulsos sadomasoquistas y los impulsos destructivos, aun teniendo en cuenta que ambos están a menudo mezcados y tienen una raíz común, que es la imposibilidad de resistir a la sensación de soledad e impotencia. Por otra parte, la destrucción no tiene como fin el incorporarse al objeto, la dominación, sino destruirlo y tratar de aplacar con ello la amenaza exterior de los objetos circundantes vistos con un poder abrumador. Es una lucha contra el sentimiento de impotencia la de los impulsos destructivos que deja al individuo de nuevo aislado, aunque con la sensación de haber acabado con lo que le rodea y, por tanto, de no poder ya sucumbir ante ello. La destructividad se da por doquier en la sociedad contemporánea, si bien racionalizada de diversas formas: el amor, el deber, la conciencia, el patriotismo...

No obstante, Fromm distingue dos tendencias de diversa especie. Una de ellas resulta de la reacción originada por el ataque contra la vida, la integridad propia o ajena o contra aquellas ideas con las cuales uno se identifica. En este caso, puede decirse que la destructividad es el concomitante necesario de la afirmación de la propia vida. Es un tipo de destructividad que puede llamarse racional o reactiva; se trata de una tendencia opuesta a la irracional que trata Fromm en Miedo a la libertad, que se halla siempre en potencia dentro del individuo esperando la oportunidad de exteriorizarla. Al no existir una razón objetiva que justifique la destructividad, se etiqueta a la persona como enfermo mental o emocionalmente perturbado, aunque suele existir en la persona alguna suerte de racionalización. Sin embargo, en la mayor parte de los impulsos destructivos, éstos son racionalizados de tal manera que un número considerable de personas, e incluso todo un grupo social, participan de las creencias justificativas. De ese modo, esas racionalizaciones corresponden a la realidad para los miembros de esos grupos, la destructividad se justifica como "realista". Los objetos que sufren la destructividad irracional y la razones especiales que se hacen valer se convierten en factores secundarios; los impulsos destructivos son una pasión interior de la persona y siempre halla algún objeto. Si no es otro individuo el que se convierte en objeto de la destructividad, ésta se verá dirigida hacia el propio yo (concretada en enfermedades físicas o intentos de suicidio).


Si bien Fromm ha señalado la fuente de la destructividad como la huida de una intolerable sensación de impotencia, no parece una explicación totalmente satisfactoria si tenemos en cuenta la inmensa función de las tendencias destructivas en la conducta humana. A ese sentimiento de impotencia y aislamiento, hay que añadir la angustia y la frustración de la vida. Respecto a la angustia, es obvio que toda amenaza al bienestar material y emocional la genera, y las tendencias destructivas suelen ser la respuesta hacia una situación o persona muy determinadas. Si la angustia es constante (no necesariamente consciente), fundada en una amenaza constante por parte del mundo exterior y derivada de los sentimientos de soledad e impotencia, tenemos la otra fuente de reserva de los impulsos destructivos en el individuo. En cuanto a la frustración de la vida, originada igualmente por la sensación de aislamiento y ausencia de potencia, la cual se ve como un obstáculo en el camino de la realización de las potencialidades de todo tipo. Para tal realización, el individuo debería contar con factores primordiales que no tiene: la espontaneidad y la seguridad interior. Toda esta obstrucción interior hacia la plena realización se vio acentuada por los tabúes culturales impuestos por la religión y las costumbres. Si bien, en la actualidad, parece haberse adelantando mucho en eliminar esos tabúes y aparentemente hay una aprobación consciente sobre el placer sensual, los obstáculos íntimos continúan siendo muy fuertes.

Fromm no considera que las tendencias destructivas tengan una explicación de corte biológico, debido a la inmensa variación de esos impulsos entre los individuos y grupos sociales. Es algo a tener muy en cuenta, al pesar sobre la sociedad todavía unos fuertes prejuicios originados en el determinismo biológico ("el hombre es..."). La intensidad de la destructividad nunca permanece constante en una cultura ni en una sociedad, la antropología muestra pueblos dispares, desde los que se caracterizan por una hostilidad evidente hasta los carentes de cualquier impulso destructivo hacia los demás ni hacia ellos mismos. Es por eso que para descubrir las raíces de la destructividad debe atenderse a los factores sicológicos y sociales. Fromm concluyó que el grado de destructividad que podía verse en los individuos es proporcional al grado en que se halla cercenada su expansión en la vida. El dinamismo íntimo de la vida hace que tiende a extenderse, a expresarse y a ser vivida. Si esa tendencia se ve frustrada, la energía encauzada hacia la vida sufre un proceso de desintegración y se transforma en una fuerza dirigida a la destrucción. Lo que afirma Fromm con esto es que el impulso de la vida y el de la destrucción no son factores mutuamente independientes, sino que son inversamente proporcionales: cuanto más se frustra el impulso vital, más fuerte se torna el dirigido a la destrucción; cuanto más plenamente se realiza la vida, más se aminora la fuerza destructiva.

Recordaremos, siguiendo con lo expuesto por Erich Fromm en Miedo a la libertad, que el individuo trata de superar el sentimiento de insignificancia ante el poder abrumador del mundo exterior renunciando a su autonomía individual o bien destruyendo a sus semejantes, con el fin de que cese la amenaza. Otros mecanismos de evasión ante esa situación de amenaza son el retraimiento absoluto del mundo exterior o la magnificación del propio yo, aunque esas dos vías son más importantes para la sicología individual, que desde un punto de vista cultural. El mecanismo más importante en la sociedad contemporánea, ya que se trata de una actitud generalizada, es el abandono del propio yo en el individuo y la adopción de una personalidad conforme a unas pautas culturales. Es decir, la persona se transforma en aquellos que los demás esperan de él, se hace un ser exactamente igual a todo el mundo. De esta manera, la discrepancia entre el yo y el mundo desaparece y también el miedo consciente de la soledad e impotencia. El símil se establece con un animal y el mimetismo que establece con el medio ambiente, de tal manera que ya es imposible distinguirlos. El precio que la persona paga por su aparente tranquilidad exitencial es muy elevado, la pérdida de su personalidad.

Esta tesis de Fromm de que la manera de superar la soledad resulta en convertirse en un autómata contradice, en apariencia, la idea central de la cultura contemporánea consistente en que la mayoría de los individuos son libres de pensar, sentir y actuar según su propio placer. Por el contrario, y aceptando que sí existen individuos que son autónomos, esa creencia es en general una ilusión, que a su vez es un peligro que obstaculiza el poder acabar con lo que causa ese estado de cosas. Fromm se esfuerza en demostrar cómo los sentimientos y los pensamientos pueden tener su origen en el exterior del propio yo y, al mismo tiempo, pueden ser experimentados como propios; de igual manera, cómo los originados en el propio yo pueden suprimirse y, así, acabar con la personalidad.

Al decir uno "yo pienso" no parece existir ambigüedad alguna, la unica duda descansa en la verdad o falsedad de lo pensado y en el hecho de si es uno mismo el que piensa. Sin embargo, hay experimentos hipnóticos, y en especial poshipnópticos, que demuestran que es posible tener pensamientos, sentimientos, deseos y sensaciones que, aunque son experimentados como subjetivos, son en realidad impuestos desde fuera. El hipnotizador puede sugerir que un alimento tengo un sabor muy diferente al real, y el sujeto así lo asociará a su gusto, hacerle creer que es ciego, y así lo sentirá, o darle un conocimiento falso que defenderá con vigor. La cosa va más alla, de tal manera que si se induce a alguien a creer que otra persona ha robado algo, el sujeto desarrollará sus propios pensamientos racionalizantes para llegar a creer verdaderamente el robo. Aparentemente, los pensamientos que explican el robo, y que parecen propios de la persona, son la causa de la sospecha, pero en realidad aparecen después del engaño. Estos experimentos muestran cómo alguien pueden estar convencido de la espontaneidad de sus propios actos mentales, y en realidad ser el resultado de la influencia de otra persona. El fenómeno no se limita a las experiencias hipnóticas, se producen de tal manera en la sociedad, que puede hablarse de que esos seudoactos son la regla general, mientras que los actos mentales que pueden llamarse genuinos son la excepción.

En todo tipo de temáticas, como es el caso de la política, cualquier persona nos dará como una opinión, que cree propia y que estará convencido de ello, aquello que ha leído en un periódico. En el caso de una pequeña comunidad, tal vez la opinión de las personas están regidas por la de un familiar influyente. En otros casos, puede exisitir el miedo a estar mal informado y el seudopensamiento es una forma de salvar las apariencias, más que la combinación natural de la experiencia, el deseo y el saber. En cuestiones estéticas, como otro ejemplo evidente, existen muchas opiniones que no están originadas en una experiencia propia con una obra de arte, y sí en lo que el ambiente espera que diga la persona.


La supresión del pensamiento crítico en la vida del individuo suele empezar temprano. Un niño de corta edad, puede ser consciente de la falta de sinceridad de su madre, nota una discrepancia entre lo que habla y cómo actúa, su sentido de la justicia y de la verdad adquiere un fuerte contraste. Sin embargo, al ser dependiente de la madre, la cual no le permite crítica alguna, y sin encontrar tampoco una figura paterna fuerte, el crío se ve obligado a reprimir su capacidad crítica. No tardará mucho tiempo en no darse ya cuenta de la falta de sinceridad de la madre o de su infidelidad a unos principios, unas pautas culturales erróneas son experimentadas e interiorizadas por la persona. En cualquier caso, en todos los ejemplos mencionados la cuestión es averiguar si el pensamiento de la persona es el resultado de la actividad de su propio yo, y no si el contenido es correcto, lógico o racional (que puede serlo). Las racionalizaciones pueden explicar una acción o un sentimiento sobre bases racionales o realistas, aunque aquéllos estén determinados por factores irracionales y subjetivos.

No es posible saber si nos hallamos ante una racionalización simplemente analizando la lógica de las afirmaciones de una persona, es necesario saber las motivaciones sicológicas que operan. El punto crucial no es lo que se piensa, sino cómo se piensa. El pensamiento activo siempre da lugar a ideas nuevas y originales, no necesariamente en el sentido de no haber sido pensadas por nadie hasta ese instante, sino porque la persona ha empleado el pensamiento como un instrumento para descubrir algo nuevo en el mundo que le rodea o en su fuero interno. Por el contrario, las racionalizaciones carecen de ese carácter descubridor y revelador, simplemente se limitan a confirmar los prejuicios racionales que ya existen en uno mismo; no es un instrumento para penetrar en la realidad, sino un intento posterior a la acción para armonizar los deseos interiores con la realidad exterior.

Repasemos lo que Fromm afirma como pensamiento activo, sería aquel que genera ideas nuevas y originales, no necesariamente por no haber sido pensadas por alguien anteriormente, sino porque descubren algo nuevo en el mundo externo o en el fuero interno. Por el contrario, las racionalizaciones no poseen ese carácter de descubrimiento y revelación, sino que se limitan a confirmar los prejuicios emocionales ya existentes en la persona. La racionalización no supone una herramienta para penetrar en la realidad, sino un intento posterior para armonizar los deseos de uno mismo con la realidad circundante.

Lo mismo ocurre con los sentimientos, en los que se distinguen los genuinos, originados en nosotros mismos, de aquellos falsos (aunque los creamos propios). El hombre en la sociedad contemporánea está lleno de angustia y de necesidad de aprobación, por lo que suele actuar como considera que lo hace todo el mundo en determinada situación. Y lo que se considera de esta manera para el pensamiento y el sentimiento, se aplica también a la voluntad. Fromm considera una gran ilusión el hecho de considerar que nuestras decisiones nos pertenecen y que si deseamos algo realmente es así. La mayor parte de las personas consideran que esto es de esa manera, mientras no exista una fuerza externa que obligue a otra cosa. Muy al contrario, gran parte de nuestras decisiones no son realmente nuestras, sino que nos las han sugerido desde fuera y hemos logrado persuadirnos a nosotros mismos de que son obra nuestra. La realidad es que nos limitamos a ajustarnos a la expectativa de los demás, debido al miedo al aislamiento y a otras amenazas más directas.

Hay muchos ejemplos en la vida diaria en los que la gente aparentemente toma decisiones en función de sus deseos, pero la realidad es que sigue la presión interna o externa de "tener que" desear aquello que se dispone a hacer. Resulta imprescindible detenerse a examinar el nivel de sometimiento a las convenciones, al deber o a la presión social. Fromm llega a afirmar que, comparativamente, resulta extraña la existencia de una decisión original, y eso se produce en una sociedad supuestamente basada en la decisión del individuo autónomo. Recordaremos que no se está hablando de neurosis alguna en las personas, sino de mecanismos sicosociales que empujan a gran parte de la gente a actuar de determinada manera dejando a un lado su independencia.

Los seudoactos toman el lugar de los pensamientos, sentimientos y voliciones originales, lo que conducirá a reemplazar el yo original por un seudoyó. Si el yo auténtico es el que origina las actividades mentales, el yo falso es tan solo un agente suplantandor cuya verdadera misión es representar la función que se espera cumpla la persona. Si bien es cierto que un individuo puede representar muchos papeles, y que en su fuero interno se halle convencido de que es él mismo en cada uno de ellos, la realidad es que no es más que lo que cree se espera por parte de otros que él deba ser. En gran número de personas, el yo original queda completamente anulado por el suedoyó. Fromm asegura que hay veces que en sueños, en fantasías o incluso en estado de ebriedad, puede surgir algo del yo original, sentimientos y pensamientos reprimidos durante muchos años. Esta represión pudo producirse a veces por miedo o vergüenza, pero otras se trata de lo mejor de su personalidad, y el origen de haberlas anulado está en el miedo de exhibir sus sentimientos susceptibles de ser atacados o ridiculizados por los otros.

Esta anulación del yo original en beneficio de un seudoyó lanza al individuo a una estado de inseguridad. Una identidad falsa, basada en lo que los demás esperan de uno mismo, solo puede sumir al ser humano en una constante sensación de duda. Para superar ese estado, se ve obligado a la conformidad más severa, a confirmar su seudoidentidad en el reconocimiento de los demás y a buscar su constante aprobación. Tal vez, el propio individuo desconoce quién es, pero al menos los demás lo sabrán, siempre y cuando actúe según las expectativas de los otros. A la inversa, si el individuo considera que los demás le conocen, él también se acabará conociendo a sí mismo según el juicio de los demás. Es un proceso que puede denominarse automatización del individuo en la sociedad moderna, lo cual ha aumentado el desamparo y la inseguridad. De esta manera, el hombre medio está dispuesto a someterse a nuevas autoridades que le ofrezcan seguridad y le alivien de esa situación de duda.

José María Fernández Paniagua
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