Psicoanálisis de la sociedad contemporánea

(sobre la obra de Erich Fromm)

 

Erich Fromm consideraba que, para estudiar el estado de la salud mental del hombre contemporáneo, era necesario hacerlo también con las influencias sobre la naturaleza humana de los modos de producción y de la organización social y política. Este autor escribió su obra a mediados del siglo pasado, pero sus estudios son válidos varias décadas después, con un sistema económico consolidado, a pesar de sus crisis periódicas, y una alienación más poderosa que nunca en los seres humanos. Fromm llamaba "carácter social" al núcleo de la estructura de carácter compartida por la mayoría de los individuos, claramente diferenciado del carácter individual, del cual es necesario hacerse una idea para juzgar la salud mental y equilibrio del hombre. La función del carácter social sería moldear y canalizar la energía humana, en una determinada sociedad, con el fin de que esa misma sociedad funcione. En la sociedad industrial moderna, por ejemplo, para que triunfara fue necesario exigir una energía de trabajo sin precedentes a los hombres, que se convirtiera en una especie de impulso interior hacia esos fines. La sociedad produjo un carácter social al que fuesen inherentes esos impulsos.

La génesis del carácter social no puede entenderse con referencia a una sola causa, es necesario el conocimiento de la interacción de factores sociológicos e ideológicos. Las factores económicos pueden tener un predominio en esa interacción, debido a la necesidad primera de sobrevivir, aunque Fromm no considera meras proyecciones secundarias las ideas religiosas, políticas y filosóficas, enraizadas también en el carácter social e importantes en su sistematización y estabilización. El hecho de que la estructura socioeconómica de la sociedad moldee el carácter del hombre es uno de los polos de la interconexión entre la organización social y el hombre. El otro, lo considera Fromm la naturaleza humana, que a su vez moldea las condiciones sociales en que vive. Por lo tanto, para comprender el proceso social es necesario conocer las propiedades síquicas y fisiológicas del hombre, y estudiar la interacción entre su propia naturaleza y la naturaleza externa en que vive y necesita dominar para sobrevivir.

El hombre no sería una especie de hoja en blanco sobre la que escribe su texto la cultura, aunque sí tenga la capacidad de adaptarse a casi cualquier circunstancia. Fromm considera que la felicidad, el amor, la armonía y la libertad son inherentes a la naturaleza humana y constituyen también factores dinámicos del proceso histórico. Si esos factores se frustran, tienden a producir reacciones síquicas y a crear las mismas condiciones para los impulsos originarios. Si las condiciones objetivas de la sociedad y de la cultura permanecen estables, el carácter social tiene una función predominantemente estabilizadora. Si las condiciones externas cambian, y no coinciden ya con el carácter social tradicional, éste se convierte en un elemento desintegrador.

Para comprender cómo la estructura del carácter es moldeada por una determinada cultura, sin que se desdeñe el hecho de que parte del carácter de una persona se forma en su infancia, hay que diferenciar entre los contenidos particulares del carácter social y los métodos con que es producido el referido carácter. La estructura social, y la función del individuo en ella, puede considerarse como determinante del contenido del carácter social. Por otro lado, Fromm denomina a la familia "la agencia síquica de la sociedad", la organización cuyo función es transmitir las exigencias de la sociedad al niño en crecimiento. El carácter de los padres, de la mayoría al menos, no deja de ser expresión del carácter social, y por ello transmiten al niño los rasgos esenciales de la estructura de carácter socialmente deseable. Además del carácter de los padres, también los métodos educativos dentro de una cultura cumplen la función de moldear el carácter del niño en una dirección socialmente deseable. No obstante, los métodos educativos solo tienen importancia como mecanismo de transmisión, no para explicar el carácter social, y solo son comprensibles si se entiende primero qué tipos de personalidades son deseables en una determinada cultura. Contradice aquí a los freudianos ortodoxos, que consideran los métodos educativos en sí mismos como la causa de la formación específica de una cultura.


Fromm considera que el problema de las condiciones socieconómicas de la sociedad industrial moderna, como creadora de la personalidad del hombre occidental moderno y causa de las perturbaciones de su salud mental, requiere el conocimiento de los elementos específicos del modo capitalista de producción. Se trata del sistema económico predominante desde el siglo XVII, y si bien puede diferenciarse el de los últimos dos siglos del anterior, hay una serie de rasgos comunes que serían los siguientes: la existencia de hombres política y jurídicamente libres; el hecho de que los hombres vendan su trabajo al propietario del capital en el mercado de trabajo, mediante un contrato; la existencia del mercado de mercancías como mecanismo que determina los precios y regula el cambio de la producción social, y el principio de que cada individuo actúa con el fin de conseguir una utilidad para sí mismo (aunque se pretenda que la existencia de la competencia resulte para todos la mayor ventaja posible). Lo que Fromm considera imperativo en el capitalismo moderno es la necesidad de hombres que cooperen en grandes grupos sin rozamientos, que deseen consumir cada vez más y cuyos gustos estén estandarizados y puedan ser influidos y previstos con facilidad. La características primordial del carácter social sería el conformismo, y sin autoritarismo como en épocas anteriores, sin un director claro, con la sensación en los individuos de ser libres e independientes y de formar parte de un mecanismo social.

Lo que Fromm considera punto central de carácter social del hombre en el capitalismo contemporáneo es la enajenación. Considera que es un concepto que toca el nivel más profundo de la personalidad y, además, resulta el más apropiado si consideramos primordial conocer la interacción entre la estructura socioeconómica y la estructura del carácter del individuo medio. A diferencia de los antiguos artesanos y campesinos, cuyos artículos iban dirigidos a un grupo de clientes más bien pequeño y conocido, la moderna empresa no se sustenta en observaciones concretas y directas. Ha habido una transformación de lo concreto en abstracto, cuya máxima expresión en las relaciones económicas está representada por el dinero. Otra característica de la moderna producción capitalista es la creciente división del trabajo hasta la exacerbación, lo que hace que Fromm lo considere también un proceso de "abstractificación". El trabajador en la empresa industrial moderna, dedicado a una función especializada, no está en ningún momento en contacto con el producto completo.

La abstracción puede considerarse una característica del desarrollo cultural de la humanidad. Podemos relacionarnos con el objeto de dos maneras: en su plena concreción, apareciendo con todas sus cualidades específicas y sin que haya otro objeto totalmenta igual a él; y de manera abstracta, teniendo en cuenta solo las cualidades que tienen en común con otros objetos del mismo género, acentuándose siempre ciertas cualidades e ignorando otras. Esta polaridad es imprescindible para  una relación plena y productiva con un objeto, para percibirlo tanto en su singularidad como en su generalidad. Pero, en la cultura contemporánea, esa polaridad ha abierto el camino a una referencia casi exclusiva a las cualidades abstractas de las cosas y de las personas y al consecuente olvido de nuestra relación con su concreción y singularidad. Se ha producido un proceso de abstracción en el que la realidad concreta se han convertido en fantasmas que representan cantidades diferentes, no cualidades diferentes. Las cosas se estiman como mercancías, como representaciones de valor en cambio, incluso cuando se ha terminado una transacción económica. En esta actitud "abstractificante" y "cuantificante", Fromm pone ejemplos, no solo de cosas, también de fenómenos en los que el sufrimiento humano es importante y, finalmente, incluso las personas se convierten en encarnaciones de un valor en cambio.

Este proceso de "abstractificación" tendría raíces muy profundas, que se remontan a los orígenes de la edad moderna, en el que se habría producido una disolución de todo cuadro concreto de referencia en el proceso de la vida. Hasta entonces, el mundo natural y social del hombre era manejable, no se había perdido su concreción y precisión. El peligro se inicia con la ruptura con las ataduras tradicionales, con el desarrollo del pensamiento científico y con los descubrimientos técnicos. Los genocidios de la edad contemporánea se producen ya de manera abstracta, apretando un botón y sin contacto alguno con la gente que sufre, no hay relación aparente entre el ejecutor y su acto. Si se produjera una situación concreta en la que se provoca el sufrimiento humano, puede darse una reacción de conciencia común a todos los seres humanos normales. Fromm considera que la ciencia, los negocios y la política han perdido todos los fundamentos y proporciones que hagan sentir humanamente. El hombre se muestra perdido en un torbellino, originalmente creado por él, en el que nada es concreto y nada parece real.


La cultura de la enajenación

Fromm considera que el resultado central de los efectos del capitalismo sobre la personalidad es el fenómeno de la enajenación. Hablamos de ello cuando la persona se siente respecto a sí misma como un extraño, sus actos no son ya suyos y las consecuencias de los mismos han pasado a ser amos suyos, se subordina a ellos e incluso los idolatra. Puede decirse que hablamos de un proceso de cosificación, en el que la persona no se relaciona productivamente consigo misma ni con el mundo exterior. Antiguamente, las palabras "enajenación" o "alienación" se referían a la locura, a la persona desequilibrada por completo. En el siglo XIX, Marx y Engels utilizaron esas palabras, no ya como una forma de locura, sino como un estado en el que la persona actúa razonablemente en asuntos prácticos, pero constituye una desviación socialmente moldeada en la que los propios actos se han convertido en "una fuerza extraña situada sobre él y contra él, en vez de ser gobernada por él". Pero Fromm nos recuerda una acepción mucho más antigua, referida en el Antiguo Testamento con el nombre de "idolatría".

La idolatría, tal y como sostiene la tradición, sería la situación en que el hombre invierte sus energías y creatividad en fabricar un ídolo, para después adorarlo y verter sus fuerzas vitales en esa "cosa". El ídolo no es ya el resultado de un esfuerzo productivo, sino algo exterior al hombre y por encima de él, al que acaba sometiéndose. La enajenación es el ídolo como representación de las fuerzas vitales del hombre. Todas las religiones desembocan en este concepto de idolatría que explica Fromm, el hombre proyecta sus capacidades en la deidad y no las siente ya como suyas, en un proceso de difícil reversión. Toda subordinación puede considerarse un acto de enajenación e idolatría. Pero el fenómeno idolátrico no se produce solo en un plano sobrenatural, tantas veces lo adorado de ese modo es una persona (en el terreno personal, en el amor, o en el sociopolítico, con el jefe o el Estado y, me atrevería a decir, en el vulgar caso de los ídolos deportivos). En este caso, el ser alienado proyecta todo su sentimiento, su fuerza y su pensamiento en la otra persona, sintiéndola como un superior. No se concibe al otro, ni a sí mismo, como un ser humano en su realidad y se ve al "superior" como portador de potencias humanas productivas. En la teoría de Rousseau, y en el totalitarismo posterior, el individuo renuncia a todos sus derechos y los proyecta en el Estado como único árbitro. Se rinde culto, en plena enajenación, a alguna clase de ídolo: estado, clase, partido, grupo...

También puede hablarse de idolatría y enajenación, no solo en relación a otra persona, también en relación a uno mismo. Cuando uno se somete a pasiones irracionales, como el ansía de poder, ya no se siente con las cualidades y limitaciones de un ser humano, sino que se convierte en esclavo de un impulso parcial proyectado en objetivos externos y capaz de someterle. Aunque se tenga la sensación de hacer lo que se quiere, la persona es arrastrada por fuerzas independientes de ella, se siente una extraña para sí misma y para los demás. Lo común a todo fenómeno idolátrico (a una deidad, a un jefe, al Estado, etc.) es la enajenación, el hombre es ya un portador activo de sus propias capacidades y riquezas, sino una "cosa" reducida dependiente de poderes externos en los que ha proyectado su fuerza vital. Fromm insiste en que la enajenación forma parte de la historia de la humanidad, aunque difiera de una cultura a otra en su especificidad y en su amplitud. En la sociedad moderna, todas las cosas que el hombre ha creado han acabado situándose por encima de él y no es ya el creador y el centro de las mismas, sino su servidor. La definición más acertada sería que el ser humano, enajenado de sí mismo, se enfrenta con sus propias fuerzas, encarnadas en cosas que él mismo ha producido.

En este escenario, en un proceso avanzado de industrialización, el trabajador se encuentra despojado de su derecho a pensar y a moverse libremente. Apatía o regresión síquica, son los resultados de acabar con la creatividad, con la curiosidad y la independencia de ideas en el trabajador. Pero Fromm también atribuye a los jefes o directores un papel enajenador, a pesar de manejar presuntamente el todo de la producción, se muestran enajenados del producto como cosa concreta y útil. Director y obrero tratan con monstruos impersonales, un descomunal gobierno político y/o económico, que determinan sus actividades. El fenómeno más significativo de una cultura enajenada es el de la burocratización. Los burócratas, políticos o económicos, se relacionan de modo impersonal con las personas, las manipulan como si fueran cifras o cosas. Los directores al servicio de la burocracia son inevitables en un contexto en el que el individuo se enfrenta a una vasta organización y a una extrema división del trabajo que le impiden observar el conjunto y cooperar de forma espontánea y orgánica con sus semejantes. Antiguamente, los jefes fundaban su autoridad en un orden divino; en el capitalismo moderno, el papel de los burócratas se considera sagrado al escapársele al individuo singular el funcionamiento de las cosas. La exacerbación de esta situación de burocratización, como fenómeno de una cultura enajenada, se dio en los Estados totalitarios, pero permanece en el Estado democrático y en el mundo de los negocios del capitalismo. Por muy libre que se considere uno en una situación personal, como es el caso de los pequeños propietarios, se sigue formando parte de un mundo enajenado, en los aspectos económicos y sociopolíticos a nivel general.


Las fuerzas que escapan al control humano

El proceso de enajenación, afirma Erich Fromm, es tan firme en el consumo como en la producción. Aceptamos como algo natural adquirir objetos por dinero, cuando la realidad es que resulta una manera sumamente peculiar de obtener cosas. Que el dinero sea una forma abstracta que representa trabajo y esfuerzo es una gran falacia, ya que se puede adquirir de múltiples formas. Dejando, de momento, la cuestión de la explotación del trabajo ajeno, clave para conseguir dinero en la sociedad capitalista, veamos lo que supone transformar (supuestamente) el trabajo y el esfuerzo en una abstracción llamada dinero. Después de haber obtenido dinero gracias a un esfuerzo, la forma de gastarlo es independiente de ese esfuerzo empleado en el trabajo. Fromm considera que el modo auténticamente humano de adquirir seria realizar un esfuerzo cualitativamente proporcionado con lo que se adquiere. Obtener alimento y ropa dependería únicamente de la premisa de estar vivo; adquirir libros y arte, de la capacidad para comprenderlos y usarlos. La manera de adquirir cosas, en la sociedad de consuma, resulta independiente del modo como se usen (ostentación, estupidez, destrucción...).

Los objetos se adquieren para "tenerlos", nos contentamos solamente con una posesión inútil, no buscamos el placer del uso. Incluso, cuando sí se da un placer en el uso de cosas, no deja de ser un factor importante el deseo de notoriedad. La publicidad nos ha hecho perder el contacto con la cosa real y consumimos una fantasía de riqueza y distinción, en muchos casos incluso hay una ausencia completa de realidad y solo la ficción creada por la propaganda. De nuevo se apela a la concreción, esta vez al acto de consumir como un acto verdaderamente humano en el que intervengan los sentidos, las necesidades orgánicas y el gusto estético; en suma, en el que intervengamos los seres humanos con nuestra sensibilidad, sentimiento e inteligencia, y no se sacrifique la experiencia significativa ni el acto productor. Desgraciadamente, en la sociedad capitalista consumir supone una satisfacción de fantasías artificialmente estimuladas y creadas por factores externos a nuestro propio ser. Otro aspecto de la enajenación a destacar, dentro del acto de consumir, es la cuestión de estar rodeados de objetos cuya naturaleza y origen se nos escapan. Empleamos unos vagos términos adquiridos, sabemos cómo hacer funcionar las máquinas, pero desconocemos los principios. Esto es válido para cosas cuya base es técnica y científicamente compleja, pero también para otros objetos más mundanos (como puede ser elaborar el pan o fabricar una mesa). Se consume como se produce, sin una relación concreta con el objeto que manejamos.

La consecuencia de esta manera de consumir es que la satisfacción nunca se completa, ya que no es la persona real y concreta la que consume algo real y concreto. Se produce la necesidad de acumular más cosas, de consumir más. Naturalmente, si el nivel de vida de las personas está por debajo de unas necesidades básicas, resulta legítima la necesidad de consumo. Del mismo modo, Fromm también considera que cuanto mayor nivel cultural existe, también es legítimo un mayor refinamiento en su consumo (calidad de los alimentos, arte, libros...). Sin embargo, el ansia de consumo referido en nuestro sociedad contemporánea ya no tiene como meta una necesidad real del hombre, resulta un fin en sí mismo. El constante aumento de las necesidades nos obliga a un esfuerzo progresivamente mayor y nos hace depender, tanto de esas necesidades, como de las personas e instituciones que las crean. Puede decirse que con el incremento de los objetos de consumo crece el campo de factores externos que esclavizan al ser humano. En definitiva, la acción de comprar y consumir es compulsiva e irracional al resultar un fin en sí mismo, con escasa relación con el uso o el placer de las cosas adquiridas.

La enajenación en el consumo no se limita al modo de adquirir y consumir mercancías, también determina el tiempo libre del ser humano y es complicado que lo emplee de un modo activo y con sentido. El consumo de películas, deporte, medios de comunicación o libros, se hace igualmente de un modo abstractificado y enajenado. La cultura, y lo que no es cultura (tal vez, la mayor parte de los casos, visto el panorama actual), está determinada por la industria, al igual que los objetos de consumo. El valor de ocio no se mide en términos humanos, está determinado por su valor en el mercado. Si una actividad creativa y espontánea transforma al usuario (el acto de leer, de observar un escenario o de conversar con amigos), en el proceso enajenado del placer no se produce nada a nivel interior, únicamente queda el recuerdo de haber realizado algo. Fromm usaba ejemplo la cámara fotográfica durante las vacaciones, la placentera experiencia de viajar es substituida por una serie de instantáneas durante un viaje. Pensemos en cómo la tecnología nos ha hecho poder capturar la "realidad" a comienzos del siglo XXI, de la forma más inane posible, y tal vez nos dará motivos de reflexión lo que Erich Fromm afirmaba ya hace décadas.

Si hablamos de enajenación en el campo productivo y en el de consumo, no podemos desvincular a las fuerzas que determinan la sociedad y las vidas de cuantos viven en ella. En el capitalismo, no hay leyes sociales explícitas, únicamente el principio de que cada individuo tiene que competir por sí mismo en el mercado, del cual surgirá el orden ("y no la anarquía", ironiza Fromm). Las supuestas leyes económicas del mercado, que existirán, son incognoscibles para el ciudadano medio. Las leyes del mercado, al igual que la providencia o la "voluntad divina", pertenecen a un ámbito fuera del alcance de la voluntad y la influencia humanas. Una de las manifestaciones más notables de enajenación es el estar gobernados por leyes que no se controlan (y que, supuestamente no necesitan control). Aunque resulte cuestionable que el poder político y el económico sean monstruos sin control (hay quien dice que el laissez faire es una falacia, ya que el Estado y el capitalismo se alimentan mutuamente), el análisis del Fromm para el hombre de la calle, y su actitud enajenada, sí parece indiscutible.

En la sociedad capitalista, las relaciones personales están marcadas por el interés, por considerar al otro una mercancia. Fromm considera que no se producen una gran cantidad de amor ni de odio, más bien las relaciones se quedan en la superficie, aunque detrás esté el distanciamiento y la indiferencia. En las diferentes fases del capitalismo se ha producido una pérdida progresiva de los vínculos sociales del hombre, el motor de las relaciones humanos no es ya el deseo de cooperación, no hay solidaridad hacia el prójimo y sí un evidente egoísmo que busca solo el interés personal (un egoísmo que no duda en usar a otros seres humanos para sus intereses, sin ninguna lectura de desarrollo individual). Los reductos sociables que le quedan al ser humano están encarnados en el Estado, y de ahí que se nos obligue (o algunas sientan la obligación) de pagar impuestos, votar o respetar las leyes. Hay una rígida separación entre la sociedad y el Estado (identificado exclusivamente con el quehacer político), por lo que éste se convierte en un ídolo en el que se proyectan todos los sentimientos sociales. Fromm considera que esa idolatría hacia el Estado solo desaparecerá cuando el hombre vuelva a incorporar a sí mismo los poderes sociales y no se produzca una división entre su existancia privada y su existencia social.

El hombre es en el sistema capitalista, y así lo ve él mismo, una cosa para ser empleada eficientemente en el mercado, no se siente como un agente activo y consciente, portador de las potencias humanas. Está enajenado de sus potencias, de la capacidad de sentir y pensar, por lo que su identidad surge de su papel socioeconómico. El éxito o el fracaso del individuo está marcado por factores ajenos él mismo, no hay ya dignidad en la personalidad enajenada (factor que Fromm considera con mucho peso en otras culturas). Esta "pérdida de personalidad" de la que habla Fromm es vista por otros autores como algo natural; la falta del sentido de la identidad sería un fenómeno patológico, ya que la "personalidad única" no sería tal, y sí un resultado de los muchos papeles que representamos en las relaciones con los demás (papeles que tienen la función de obtener la aprobación y evitar la ansiedad resultante de la desaprobación). Fromm niega dicha teoría e identifica el sentimiento de sí mismo con el sentimiento de identidad, el cual desaparece en la sociedad enajenada y se busca la aprobación de los demás para confundirla con el éxito y convertirse en una mercancía vendible; los demás no lo consideran ya una "personalidad única", sino una entidad ajustada a uno de los modelos establecidos.

Para comprender el fenómeno de la enajenación es necesario tener en cuenta una característica específica de la vida moderna: "su rutinización, y la represión de la percepción de los problemas básicos de la existencia humana", en palabras del propio Fromm. El hombre apenas sale del terreno de las convenciones y de las cosas establecidas, difícilmente logra perforar la superficie de su rutina y, si lo intenta, lo efectúa con grotescos intentos rituales (como el deporte, toda suerte de religiones y creencias, o las hermandades de algún tipo). Fromm considera que el interés y la fascinación por el drama, el crimen o la pasión no es solo expresión de un gusto cuestionable y del sensacionalismo, sino un deseo profundo de dramatización de los fenómenos importantes de la existencia humana (la vida y la muerte, el crimen y el castigo, el combate entre el hombre y la naturaleza...). En el antiguo drama griego, se produciría un tratamiento profundo y de alto nivel artístico de esos fenómenos. Por el contrario, el drama y el ritual modernos son toscos, no producen ninguna catarsis y simplemente revelan la pobreza de esa solución para atravesar la superficie de la rutina. Estaremos de acuerdo en que la revolución tecnológica, que hemos vivido en las últimas décadas, se ha producido en el tipo de sociedad capitalista y consumista cuyos fenómenos síquicos describe Fromm, por lo que sus tesis sobre los procesos de abstracción, cuantificación y enajenación se refuerzan en un mundo en el que la tecnología parece separarnos de la vida real.

Otras preguntas, acerca del proceso de la enajenacion, tienen que ver con qué ocurre con factores como la razón y la conciencia en una sociedad de este tipo. Si entendemos por inteligencia la habilidad para manipular conceptos con el fin de conseguir algo práctico, de memorizar o de manejar ideas con rapidez, eso es lo a lo que nos limitamos en nuestros negocios para resolver cosas. Fromm define la inteligencia como el pensamiento al servicio de la supervivencia biológica. En cambio, la razón desea comprender, profundizar en la realidad que nos rodea, y su meta sería impulsar la existencia intelectual y espiritual. El desarrollo de la inteligencia, de la mera habilidad, ha ido en detrimento de la razón, la cual requiere de individuo capaces de penetrar en las impresiones, ideas u opiniones, no meramente compararlas y manipularlas. En el hombre alienado se da una aceptación de la realidad tal y como aparece, desea consumirla, tocarla o manipularla, pero no se pregunta por qué las cosas son como son ni adónde se dirigen. Aunque se lea el diario, o se consuma cualquier otro medio, existe una alarmante falta de comprensión del significado de los acontecimientos políticos. Junto a la falta de razón en la sociedad moderna, debido a la inexistencia de personalidad en el individuo, está otro factor íntimamente relacionado que es la imposibilidad de una conducta y un juicio éticos. Si el hombre de convierte en una especie de autómata en la sociedad enajenada, díficilmente puede desarrollarse la conciencia y ser la ética una parte importante de su vida. La conciencia existirá cuando el hombre se escuche a sí mismo, no se vea como una cosa o una mercancía. Poseemos toda una herencia ética recibida del pasado, fundada en un humanismo que niega toda institución que se sitúe por encima del ser humano, aunque la historia suponga numerosas ejemplos sociopolíticos de lo contrario. Pero, en la sociedad moderna, en lugar de dar mayor horizonte a la razón y a la ética, lo que es únicamente una herencia indeterminada termina por desaparecer y nos acercamos a la barbarie legitimada en una presunta eficacia técnica y económica. Fromm consideró la premisa de luchar contra el conformismo, de ser capaz de decir "no", para poder escuchar la voz de la conciencia. Esta consideración nos recuerda al inconformismo del "hombre rebelde" de Albert Camus, capaz de destruir ídolos e instituciones para construir un mundo libre.

El proceso de trabajo se identifica en Fromm con el proceso de moldear y transformar la naturaleza externa al hombre, y de esa manera el hombre se moldea y cambia a sí mismo. La naturaleza del hombre, sus potencialidades y las leyes naturales a las que está sujeto, son un punto de partida para conquistar la naturaleza externa y desarrollar sus capacidades de cooperación y de razón. Pero el trabajo ha pasado de ser una actividad satisfactoria en sí misma y placentera, como sí puede haber sido en algunos momentos de la historia, a convertirse en un deber y una obsesión. El trabajador industrial ejerce un papel fundamentalmente pasivo, realiza una función pequeña y aislada en un proceso productivo grande y complejo, se muestra enajenado del fin de su trabajo. El trabajo es un medio de obtener dinero y no una actividad humana con sentido. Este carácter enajenado del trabajo, profundamente insatisfactorio, da lugar a dos reacciones: por un lado, el ideal de la ociosidad total; por otro, una hostilidad, consciente o inconsciente, hacia el trabajo y hacia todas las cosas relacionadas con él. Fromm consideraba ya en su época que los medios de comunicación, junto al desarrollo de la técnica, no hacían más que potenciar ese anhelo de holganza, la ilusión de poder dominar la realidad sin apenas talento ni esfuerzo. En cuanto al odio, parece más grave que la falta de sentido y el tedio del trabajo, ya que se manifiesta tantas veces de modo inconsciente. Se acaba odiando el entorno, a los demás y, finalmente, a uno mismo si se sacrifica el sentido de la vida por un éxito aparentemente embriagador.

El pensamiento de Fromm, también como sicoanalista de la sociedad, resulta fascinante y, desgraciadamente, el tiempo ha consolidado lo que él ya tomaba como problemas graves de la sociedad capitalista. La noción de trabajo de este autor era liberadora, herencia de unos valores de la Ilustración pendientes de adquirir sentido en la existencia humana (es la única manera de aceptar la posmodernidad, sin desesperanza alguna, otorgándole mayor campo y sentido a los valores de emancipación). Las respuestas de Fromm a los males de la sociedad moderna, que dejaremos para un nuevo artículo, solo podía pasar por un socialismo que se encargara de la emancipación en todos los aspectos de la vida, sin dar predominancia al factor económico sacrificando el resto, tal y como pretendió el marxismo y fracasó estrepitosamente en su praxis. Un socialismo que solo puede ser calificado de libertario.


Las propuestas morales para un socialismo libertario, dentro de la sociedad industrial son incuestionables. Sin embargo, las objeciones al respecto no son pocos, vamos a repasar algunas de ellas con el propósito de desmontar lo que no son más que tópicos que quieren legitimar un sistema establecido. Como dice Erich Fromm en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, las objeciones son, tanto en la cuestión de la propia naturaleza del trabajo industrial, como en la propia naturaleza del hombre y en las motivaciones sicológicas del trabajo. Algunos objetores, siendo sinceros, reconocen que el trabajo industrial moderno es mecánico, carente de interés y enajenado, además de estar basado en un grado extremo de división del trabajo, por lo que no puede nunca ocupar todo el interés y atención del hombre. No resulta difícil escuchar argumentaciones contrarios a toda vía socialista, en la línea de considerar mero romanticismo la idea de hacer el trabajo interesante y otorgarle algún sentido, ya que el sistema industrial resulta incompatible con semejante idea. Incluso, lo deseable para muchos sería la automatización total del trabajo, de tal modo que el ser humano trabaje pocas horas y realizando una rutina casi inconsciente. En cierto modo, podríamos considerar esa idea de la evolución industrial como atractiva, una fábrica totalmente automatizado y el trabajador liberado de todo trabajo sucio e incómodo. Sin embargo, el análisis de Fromm, en aras de una sociedad sana, tiene unas cuantas objeticiones respecto a la esperanza de esa idea (que, por otro parte, el tiempo ha demostrado falaz, ya que la división de clases es igual o peor que la de del siglo pasado).

Fromm considera pernicioso el trabajo mecanizado, ya que considera que el operario no están en contacto con la realidad, se límita prácticamente a "soñar despierto". Como vemos, esta visión se engloba en la tesis general de Fromm sobre la enajenación en la sociedad contemporánea. Frente a ello, se reclama una plena concentración en el trabajo, al igual que en cualquier otra tarea, lo que sí resulta verdaderamente vigorizante. Visto el mundo hoy en día, no hay demasiados esperanzas para la revolución industrial, por sus propias condiciones intrínsecas, y por la imposibilidad de que tantos lugares sufran un proceso de industrialización (la confianza que se tuvo en esta forma de entender el progreso se demostró un engaño más). Si, además, observamos que el trabajo resulta para una mayoría cada vez más enajenado (entendiendo que exista el trabajo, dada la precariedad y las crisis cíclicas del capitalismo), los efectos sociales y sicológicos son desastrosos. El trabajo asalariado, tal y como lo entendemos al día de hoy, es plenamente criticable (aunque dependamos de ello para subsistir). Sin embargo, hay que considerar el trabajo, como actividad auténticamente enriquecedora, como una parte fundamental de la existencia humana. Si hablamos de enajenación y automatización en el trabajo, entendemos que la vida humana es en gran parte enajenada y automatizada.

Por lo tanto, hay que ser críticos con toda idealización de un trabajo absolutamente automatizado, y reclamar un sentido y atractivo para el mismo. Veamos ahora algunas objeciones al respecto, como es la propia idea que el trabajo industrial es por su propia naturaleza carente de interés y de satisfacción, o el hecho de que existen tareas desagradables que no pueden dejar de realizarse. Incluso, las críticas a una posible autogestión obrera, que resultaría incompatible con las exigencias de la industria moderna y conduciría al caos. Según estas críticas, el hombre debe conformarse en una rutina, obedecer y someterse a una jerarquía establecida. En esta línea de críticas conservadores, y reduciendo al ser humano notablemente, se le considera holgazán por naturaleza y es necesario condicionarlo para que trabaje, dejando a un lado todo conflicto y sin que haya en su labor demasiada iniciativa ni espontaneidad. Fromm se encarga de desmontar todas estas vulgaridades, ocupándose del supuesto problema de la indolencia en el ser humano y del de las motivaciones en el trabajo.

Lejos de considerar la indolencia como propia de la condición humana, resulta todo lo contrario, un síntoma de desarreglo mental. No hay peor tortura existencial que la del tedio, la no sabes qué hacer con uno mismo y con nuestra vida. Incluso si no existiera el concepto de remuneración, el hombre estaría deseoso de emplear sus energías en una actividad que tuviera sentido para él, ya que le resultaría insoportable la idea del tedio. En alguna ocasión, he tenido alguna discusión en este sentido. Hay personas que les resulta insoportable la idea de no trabajar, y no hablo de personas libres e independientes, sino de trabajadores sometidos a la voluntad de otros. Es por eso que otros señalan la estupidez de permanecer "atados" a un trabajo, con la cantidad de cosas que podrían hacerse en la vida. Sin embargo, yo observo una polarización de actitudes que, profundizando, no son necesariamente incompatibles ni antagónicas. La persona que rechaza la idea de dejar de trabajar, a pesar de que las condiciones no sean las adecuadas, está tal vez manifestando su temor al tedio (es decir, su labor le resulta gratificante en cierta medida). En cambio, el que observa los males de un trabajo subordinado y reivindica otras labores a realizar en la vida, es posible que le resulte imposible la idea de no hacer un trabajo productivo (como por ejemplo, dedicarse exclusivamente a viajar). En la actitud del primero, tal vez pese bastante la enajenación y la subordinación, males que hay que señalar. Sin embargo, en el segundo está el peligro del anhelo de la holganza completa, una falacia que no conduce a una vida sana y productiva.

No obstante, a pesar de esta categoría de la indolencia como patología, hay que tener en cuenta la sociedad en la que nos encontramos. En ella, el trabajo resulta la más de las veces enajenado e insatisfactorio, lo que lleva a hostilidad y tensión en gran proporción, y consecuentemente se produce la aversión al trabajo que uno realiza y a todo lo relacionado con él. Es por eso que llegamos de nuevo a ese "ideal" de la holganza completa, de no hacer nada, que se convierte en un estado mental prácticamente incuestionable (cuando, podemos hablar de nuevo de un estado patológico, resultante de una idea del trabajo enajenada y sin sentido). Es por eso que las opininiones habituales, en cualquier tema, están condicionadas por la sociedad en las que nos encontramos. Incluso, la idea habitual de que el dinero es la principal motivación para trabajar puede tener otras lecturas. Si entendemos que el miedo a pasar necesidad es la principal motivación para trabajar, resulta esa opinión incuestionablemente cierta. Si un obrero no estuviera en la disyuntiva de, o aceptar ciertas condiciones, o morirse de hambre, mucho trabajo no serían aceptado solamente por un salario. Es, efectivamente, la necesidad la que empuja a la gente a realizar ciertos trabajos desagradables, y no la voluntariedad. Es el mundo en el que vivimos, donde los incentivos parecen ser el dinero, el prestigio, la posición y el poder. Sin embargo, como demuestra Erich Fromm en su obra, ello no forma parte de una supuesta naturaleza humana, sino que es el resultado de determinados mecanismos sociales y sicológicos producto de una sociedad que puede calificarse de patológica.

José María Fernández Paniagua
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