Futuros reconocibles, utopías
y distopías en el cine

 

En cartelera debe estar aún Código 66, la última película del prolífico y heterodoxo realizador británico Michael Winterbottom. Se trata de una curiosa producción ambientada en un futuro, presumiblemente cercano, y que, aunque puede que solo satisfaga por completo a los aficionados al género, resulta una interesante historia que adopta una posición crítica sobre temas que no resultan tan lejanos -ni tan futuribles- como son: el sutil y progresivo control estatal -o por parte de grandes compañías especializadas en bio-genética- de la ciudadanía, incluso mediante una punición tan sutilmente aberrante como es la extirpación de la memoria; el cierre de fronteras a la inmigración -la protagonista es una falsificadora de “seguros” para poder viajar a otros lugares-; las intolerables desigualdades, con multitud de seres humanos condenados a vivir en un, literal, desierto, tratando de acceder a la sociedad del bienestar. Todo ello envuelto en una curiosa historia de amor que el sistema ha decidido imposible por lo que, finalmente, el abismo entre clases resultará prácticamente imposible de franquear; este aspecto de la historia, subjetivizado en sus dos protagonistas, merece otro tipo de análisis no menos interesante. Algunos elementos de la película -que, según creo no tiene ninguna base literaria pero parece ecléctica en su inspiración- harían las delicias de uno de los más grandes escritores de ciencia ficción como es Philiph K. Dick; sus obsesiones personales, repetidas en la mayor parte de sus novelas, parecen homenajeadas en Código 96 al reflexionar sobre la verdadera identidad del ser humano, manipulado por elementos ajenos a él como son la tecnología, puesta al servicio de sistemas de control, o la drogas, perfeccionadas para substituir a las emociones humanas, con la consecuente fabricación de realidades virtuales.
El interesante universo de K. Dick encontró su mejor adaptación cinematográfica en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), historia donde unos seres, creados por la tecnología humana para servir de esclavos, se rebelan contra la mano opresora del hombre -o, concretando, contra el despótico “creador”- y son policialmente perseguidos durante toda la película por la autoritaria maquinaria estatal, de cuyo engranaje han decidido no formar parte en un proceso progresivo de humanización y autoconsciencia. Los autores de la adaptación fueron incluso más allá de la novela original e insinuaron que el policía protagonista -cuya feroz labor represiva es admitida por su propia voz en off al comienzo, eliminada en un montaje posterior- podía ser, igualmente, un “replicante” -término con el que se conoce a los seres creados gracias a los avances en bio-genética-. Otras costosas producciones de Hollywood, inspiradas en relatos de K. Dick, han tenido desiguales resultados como Desafío total (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990), donde la manipulación de la memoria hace que el protagonista pase de héroe a villano en un interesante juego de identidades que escapa al maniqueísmo habitual de estas producciones, o Minority report (Steven Spielberg, 2002) que, sobre una premisa argumental interesantísima como es una sociedad futura donde se juzga a las personas antes de que cometan los delitos -acciones preventivas podrían llamarse para buscar la identificación con la bélica realidad de nuestros Estados-, el director patina lamentablemente en un, habitual en su filmografía, moralizante y falso final feliz que puede resultar, quizá, tranquilizador para las conciencias norteamericanas más pueriles que confían, finalmente y a pesar de todo, en el sistema por muchos errores que cometa. El mencionado Paul Verhoeven dirigió también en 1997 Las brigadas del espacio (Starship troppers), curiosa e infravalorada película que, traicionando con fortuna el clásico de la literatura de ciencia-ficción en que se inspira- resulta una perfecta sátira anti-militarista; no fue entendida por muchos que acusaron a Verhoeven de reacccionario y ultraviolento cuando resultan diáfanas las intenciones de situar a unos jóvenes protagonistas en una sociedad, de clara inspiración fascista, que adoctrina para unos valores jerarquizadores y beligerantes. Del mismo realizador es Robocop (1987), otra violenta producción que muestra un futuro cercano donde el crimen se ha disparado -es curiosa la crítica implícita que se muestra, en la mayor parte de estas producciones, a un sistema económico tremendamente desigualitario que no depara nada bueno- por lo que las técnicas policiales buscan perfección y, al mismo tiempo, rentabilidad al caer en manos privadas; es interesante tanto la denuncia de la perversión de la tecnología para un uso paliativo de aquellos males que provoca el mismo sistema, como la mirada crítica hacia la acaparación del poder en grandes corporaciones. Tanto en esta película como en Mad Max (George Miller, 1978), mirada pesimista hacia la civilización humana con la situación de su trama en un escenario desértico post-apocalíptico, y a pesar del envoltorio violento y efectista, se equiparan las actitudes policiales y criminales en una interdependencia -la represión genera violencia- que parece suponer, finalmente, más de lo mismo para la raza humana. Uno de los grandes éxitos de los últimos años, ya en plena era digital, lo constituye Matrix (Hnos. Wachowski, 1999); otra visión negra del devenir de la conducta humana al haber sido devastados los recursos naturales; la película juega con reflexiones filosóficas tremendamente interesantes centradas en unos protagonistas que renuncian a una cómoda vida virtual -planificada por una inteligencia artificial que utiliza a los seres humanos como fuente de energía- demandando libertad y, consecuentemente, una vida real -una línea de diálogo dice: ”...cuando vayas al trabajo o la iglesia, desconocerás que es porque Matrix así lo ha decidido”-. Pero dejemos a un lado estas producciones recientes que, aunque con elementos sociológicos y políticos interesantes, finalmente se sumergen en un mercado que termina por fagocitar todo elemento cultural y envolverlo de una industria del entretenimiento cada vez más banalizada.

Algunos imprescindibles clásicos
Ya en el cine mudo se creó una anti-utopía como Metrópolis (Fritz Lang, 1926), considerada hoy una obra maestra, en la que se muestra la pesadilla de un futuro dominado por las máquinas y en el que la clase trabajadora ha sido aún más esclavizada. Se trata de un claro precedente de el mundo feliz escrito por Aldoux Huxley en 1931, el cual no ha tenido ninguna adaptación fílmica de enjundia -recuerdo una serie televisiva a comienzos de los ochenta que me impactó aunque era yo un chaval- pero resulta una obra de referencia y su influencia es clara en multitud de relatos literarios o cinematográficos que reflejan los temores de una sociedad futura hipertecnificada donde no hay cabida para el libre albedrío. Curiosamente, años después de ser escrita, Huxley escribió un prólogo donde se mostraba más optimista y querría haber mostrado la posibilidad para la humanidad de construir una sociedad cooperativa, de economía descentralizada -al modo kropotkiniano- y donde la ciencia y tecnología tuvieran un fin humanista y no acabará convirtiendo en esclavo al ser humano. Es curioso, como Huxley, y más tarde Orwell, tuvieron una mentalidad claramente progresista y, a pesar de ello o puede que por ello, mostraran su temor a la perversión de la tecnología y el socialismo -la Unión Soviética era ya una triste realidad- con la construcción ficticia de utopías pesimistas que eran el resultado del tiempo que les tocó vivir con sus grandes sistemas totalitarios. George Orwell, que simpatizó con el anarquismo al combatir en España, a pesar de considerarse socialista pero sin dejar a un lado su amor por la libertad, escribió su 1984 en 1948. Existen dos adaptaciones al cine: una de 1956, dirigida por Michael Anderson, de escaso presupuesto y ambiciones, y otra de 1984, preparada para ser estrenada el año en que el escritor situó su ficción con unas claras intenciones de denuncia no demasiado alejadas en el tiempo -Un mundo feliz transcurría seis siglos en el futuro-. 1984 puede que resulte la más realista de las utopías pesimistas jamás creadas, muy bien comprendido en la película de Radford con una estética nada futurista sino, muy al contrario, más propia de los años en que fue gestada la novela. Los temores de Orwell pueden parecer exagerados pero su crítica va más allá del totalitarismo y muestra cómo el poder se alimenta de sí mismo, anula al individuo negándole -o transformando- la información y muestra una sociedad constantemente amenazada -algo que nos resultará reconocible en la actualidad- donde difícilmente tienen cabida la libertad de expresión o, incluso, de pensamiento -así se llama un cuerpo policial del Estado-. Muy deudora de la obra de Orwell es Brazil (Terry Gilliam, 1985), aunque con una estética muy diferente e intenciones algo satíricas, muestra una sociedad perfectamente ordenada gracias a la permanente presencia del Estado -una estructura de vigilancia más sutil que en la pesadilla orwelliana, similar a la establecida por el filósofo Foucault, que garantiza la pasividad y el control del individuo- con un peculiar combatiente anti-sistema, interpretado por Robert De Niro, y un tranquilo burócrata que acabará, por amor, enfrentándose al Estado y negando su condición de gris pieza del sistema. Fahrenheit (François Truffaut, 1966) es una fiel adaptación de la novela homónima de Ray Bradbury; publicada pocos años después de “1984”, resulta una digna continuadora en la descripción de utopías terribles que resultan un desesperado canto a la libertad, realizado de nuevo con asombrosas predicciones: una sociedad conformista, con grandes pantallas de televisión en los hogares que buscan un placer inmediato que anule toda capacidad de reflexión, y proporcionan una información adecuada a los intereses del poder; los libros, como fuente de sabiduría, están proscritos por lo que existe un cuerpo del Estado -”firemen”, que se traduciría como bomberos, pero en su versión original en inglés tiene el doble sentido adecuado: “hombres del fuego”- que se dedica a la persecución y posterior quema del material literario. Otra obra del celuloide que da imágenes a un clásico de la literatura de ciencia ficción es La naranja mecánica, del excesivamente encumbrado Stanley Kubrick aunque con obras imprescindibles para la historia del cine; el futuro cercano que se plantea en la historia -por cierto, que parece que su traducción parte de un error, el original era el mucho más explícito de “El hombre mecánico”-, no por excesiva no resulta menos temible, retrata una juventud nihilista, violenta, racista, con plena inmunidad ante la indiferencia moral de la mayor parte de los ciudadanos que viven aislados en sus torres de marfil; el protagonista Alex, exponente de un comportamiento criminal, es detenido y utilizado en un proyecto científico-estatal que pretende, en una suerte de terapia conductista, controlar a los individuos para eliminar acciones indeseables; dicho proyecto resultará un fracaso y en un irónico final, Alex será víctima de sus antiguos compañeros de banda convertidos ahora en policías. En nuestras manos está el combatir la ausencia de valores -o valores negativos-, que supondrían caldo de cultivo para una generación de Alex kubrickianos, y estructuras de poder -muchas veces, llamadas democráticas- que pretenden anular el libre albedrío del individuo -cuyos límites, admitiendo la complejidad del asunto, solo deben estar en los del prójimo- conforme a intereses muy, muy sospechosos.

Los desposeídos
Pendiente de una jugosa adaptación cinematográfica está la novela de 1974, de la gran escritora Ursula K. Le Guin, Los desposeídos. Supone, como ya se ha dicho en alguna ocasión, una visión alentadora de la tradición utópica que transpira humanismo en cada uno de sus planteamientos y simpatiza con las ideas libertarias de forma inteligente y nada acomodaticia. En el planeta Anarres, una colonia de voluntarios exiliados ha creado una sociedad donde no existe gobierno ni autoridad coercitiva y los asuntos humanos se rigen por la solidaridad; naturalmente, dicha sociedad no está exenta de conflictos como es lógico y deseable dada la complejidad de las relaciones humanas. A unos cuantos años luz de Anarres, está el planeta Urras donde continúan con sistemas estatales como los nuestros y las desigualdades son cada vez mayores; el protagonista Shevek, brillante científico de Anarres, visita Urras, cuya clase dirigente desea aprovechar sus conocimientos para perpetuar sus privilegios; sin embargo, se encontrarán que Shevek resulta peligroso ya que representa una idea y una esperanza para las clases humilladas, la idea del anarquismo. A la novela de Le Guin, a pesar de plantear una gran esperanza para la humanidad, no le faltan advertencias sobre la conducta humana; en el planeta Urras se están repitiendo los errores que acabaron con la Tierra: explotación, odio, desconfianza, guerra, devastación... Las escritora no deja de analizar en su novela la posición de la mujer en las distintas estructuras sociales y hace una brillante reflexión, en suma, sobre las posibilidades del socialismo y el anarquismo.

José María Fernández. Paniagua

(Artículo publicado en el periódico anarquista Tierra y libertad núm.204 (julio de 2005)