La utopía como deseo ético-social

 
Las concepciones utópicas del pasado, que fueron por lo general de un optimismo exacerbado, han dado paso en la modernidad a un escepticismo más bien obtuso y conservador. Cómo no ser optimistas cuando preconizamos un mundo exento, en la medida de lo humanamente posible (y ahí está el quid de la cuestión), de injusticia, miseria y opresión. Es en ese punto, cuando se alude a una política "realista" (realpolitik es el término acuñado ya en el siglo XIX) cuando topamos con toda suerte de justificadores de lo establecido (el estado, y no necesariamente con E mayúscula, aunque seguramente en primer lugar). Los que tenemos una inquietud enemiga de todo conservadurismo y, yendo más allá, tampoco creemos en ningún pasado glorioso o Edad de Oro, creencia propia de reaccionarios, aunque con derivaciones de lo más peculiares, no podemos más que mirar al futuro con optimismo y esperanza. Por supuesto, existe una confianza moderna en el progreso ajena a cualquier concepción utópica, estrechamente vinculada a la realpolitik, que asume lo intolerable y sigue caminando (con una ceguera evidente, al menos respecto a los valores humanos) hacia adelante. Este optimismo utópico nuestro, con una fe nada ciega en el porvenir, camina al lado de valores sólidos y de un original pragmatismo; es decir, la conquista de la utopía se realiza cotidianamente y en permanente tensión con la realidad. Es más, la confianza en el futuro solo la observamos como esa constante revisión del concepto utópico, no en el sentido de irrealizable, sino de todavía no realizado. Recordemos que concepciones de utopías ha habido desde los mismos orígenes del pensamiento humano y que solo en la edad contemporánea ese sueño se ha trastocado en la literatura en el horror (si las utopías solían ser imágenes de deseo humano, Orwell nos demostró que no tenía que ser necesariamente así y su visión tenía rasgos más realistas que otra cosa). No es casualidad que la palabra distopía, lo opuesto a la sociedad ideal, no haya sido oficialmente acuñada en el idioma castellano; desde lo establecido, hay tal vez un recordatorio obvio y permanente de que todo sueño humano puede convertirse en pesadilla. Entre nuestras propuestas, que pretenden ser todo lo originales dentro de lo posible, se encuentra esa revisión libertaria de la utopía; es más, parece obligación anarquista mantener esa tensión hacia la realidad y, huelga decirlo, en aras de establecer un proyecto humanamente más ambicioso (y aceptaremos aquí las críticas sobre lo que es considerado "humano", pero recordaremos siempre nuestra intención libertaria).

Uno de las primeros diseños de una utopía, aquella República de Platón, no podía contener más elementos ajenos a una sociedad libertaria y, a pesar de ello, la aceptamos como una creación humana con rasgos a tener en cuenta; su negación de las clases sociales y la propiedad colectiva de la riqueza son obvios precedentes socialistas. El mensaje espiritual del cristianismo quedó plasmado antes del medievo en La ciudad de Dios, de San Agustín, una obra más propia de su tiempo que otras, si cabe. Sin embargo, es a partir del "descubrimiento" de América cuando se da toda una jugosa producción de concepciones utópicas en la literatura; es precisamente Tomás Moro a comienzos del siglo XVI cuando acuña el término utopía con la obra del mismo título. Como es sabido, la etimología de la palabra puede aludir tanto a un “buen lugar” como a uno que no existe; de nuevo, junto a rasgos nobles e idealistas (abundancia y reparto equitativo de la riqueza, paz y justicia social) se une la justificación de la esclavitud, algo producto de la realpolitik de su tiempo (y, a pesar de diferencias terminológicas, también del nuestro). Curiosamente, será Marx el que acabe otorgando un aspecto peyorativo a la concepción utópica en aras precisamente de un socialismo “científico” (o realista); si los regímenes socialistas del siglo XX, supuestamente inspirados en el pensamiento marxista, se han parecido demasiado a las visiones distópicas orwellianas es algo que solo podemos atribuir a una ironía siniestra o a una visión distorsionada de la historia y de la existencia humana. Entonces, es a partir del Renacimiento cuando florecen las visiones utópicas, algunas con rasgos anarquistas avant la lettre. No es tal vez el caso de Campanella y su Ciudad del sol (1623), donde se insiste en la perfección, aunque con algunos rasgos conservadores también propios de su tiempo, esta vez en forma de una especie de comunismo cristiano a modo de religión natural. Poco después, en 1627, Francis Bacon hará más énfasis en el acercamiento entre la ética y la política en su Nueva Atlántida, junto a la confianza en los descubrimientos científicos. Una obra con cierta influencia en el desarrollo del Nuevo Mundo es Oceana, escrita por James Harrington en 1656, en la que se muestra ya que la libertad política está condicionada por la libertad económica; también, muestra el autor un rechazo a la concentración excesiva del poder en pocas manos durante demasiado tiempo. Poco antes del siglo XVIII, aparece el conocido Telémaco, de Fenelon, donde se utilizan sociedades antiguas para criticar la política de su tiempo. Son algunos ejemplos de las muchas concepciones utópicas que sirvieron para abrir camino hacia sociedades más libres y justas; tal vez, algunos rasgos eran abiertamente ingenuos y cuestionables, pero contenían la semilla de la rebelión hacia lo inicuamente establecido, y eso siempre es un valor.

Entre los llamados socialistas utópicos, con concepciones diferentes y en algunos casos enfrentadas, hubo una insistencia en una buena educación, algo que atraerá el interés de los libertarios posteriores. No podemos considerar nada utópico, en el sentido de irrealizable, y sí una permanente aspiración humana, la búsqueda del placer en las acciones individuales en armonía con lo que se considera socialmente justo. Estos autores modernos se encuentran ya a bastante distancia de la febril imaginación de los utopistas de unos siglos antes, debido a que el deseo de influencia sobre la realidad es más evidente e inmediato. Esto es más obvio en el caso de Owen, en Inglaterra, que apuesta por lo necesario de la transformación radical de las condiciones de la clase trabajadora; si otros autores insistían en una supuesta naturaleza buena del ser humano, y que las condiciones deberían adecuarse a ellas, Owen insiste en cambiar el medio para que el individuo se desenvuelva mejor. Este autor inglés es influido de manera evidente por William Godwin, estableciendo los cimientos de lo que será el anarquismo moderno: la insistencia en la libre asociación, la propiedad colectiva de los medios de producción, la negación del Estado, la descentralización...

A mediados del siglo XIX, aparece una utopía ya anarquista, publicada en Le Libertaire de New York, El Humanisferio, escrita por el obrero Joseph Dejacques; esta obra está compuesta de tres partes y la segunda empieza de la siguiente manera: “¿Qué es una utopía? Un sueño no realizado, pero no irrealizable. La utopía de Galileo es ahora una verdad, ha triunfado a despecho de la sentencia de sus jueces: la tierra gira. La utopía de Cristóbal Colón se ha realizado a pesar de los clamores de sus detractores: un nuevo mundo, la América, ha surgido a su conjuro, de las profundidades del Océano. ¿Qué fue Salomón de Caus? Un utopista, un loco, pero un loco que descubrió el vapor. ¿Y Fulton? También un utopista. Pregunten más bien a los académicos del Instituto… Todas las ideas innovadoras fueron utopías en su nacimiento”.

Dejacque sitúa su sociedad anarquista 1.000 años en el futuro donde el mundo es ya casi perfecto: el sistema es un comunismo anárquico, nadie quiere ser dominante ni dominado, no hay más culto que la libertad y la más completa salud social se identifica con la anarquía.

Otras utopías gestadas en el siglo XIX no tienen un carácter tan marcadamente libertario, y ni siquiera socialista, aunque no están exentas de cierto humanismo y de deseos ético-sociales; los estudiosos del tema han observado que lo que une a la mayoría de las concepciones utópicas son los siguientes rasgos: una eliminación de la autoridad y de la propiedad privada en beneficio de una libertad mayor, una creciente igualdad social y un máximo de solidaridad. Un broche para este repaso utópico del siglo XIX, somero y nada exhaustivo, es William Morris y su obra Noticias de ninguna parte; la descripción de la utopía nos llega a través del cuestionario que un visitante realiza en la sociedad ideal. En esta concepción, Morris establece la coacción moral frente a la obligación material, en una sociedad sin gobierno todos trabajan debido a que ello les reporta felicidad y bienestar; no obstante, no existe la perfección en este tipo de sociedad y se admite la existencia de la disidencia e incluso de lo injusto.

En el siglo XX, la técnica y la ciencia tomarán un mayor protagonismo, pero las concepciones utópicas tendrán un giro menos alentador con visiones abiertamente distópicas, los ejemplos más conocidos son los de Huxley y Orwell. Desgraciadamente, si en el siglo XIX existía una confianza en la ciencia y en la tecnología con fines humanistas, en la especulación literaria y en gran medida en la realidad el hombre ha acabado convertido en su siervo. La ciencia ficción, en el terreno literario, ha ocupado el lugar de la antigua concepción utópica y con una confianza escasa en el porvenir, por no decir francamente pesimista. Dejaremos para otro momento el análisis de la visión utópica (o distópica) en la literatura, pero valga este texto para volver a vincular el deseo y la imaginación con la conciencia ética y política; la concepción utópica no tiene por qué ser un deseo irrealizable convertido en una terrible realidad, sino una tensión permanente para transformar la realidad en algo mejor.

J.F. Paniagua

Publicado en el número 297 del periódico anarquista Tierra y libertad (abril de 2013)