Sieyès contra la tradición. El anarquismo de la tabla rasa

 
¿Anarquista Sieyès? La idea es extraña. Entre los protagonistas de la Revolución francesa, es sin duda uno de los que –en campo republicano- parecen más alejados de nuestros ideales. Y a primera vista, el informe es sin duda demasiado contundente: antiguo sacerdote, Sieyès (1748-1836) fue favorable al régimen representativo, desconfiando de la democracia directa y de la libertad de prensa, defensor encarnizado de la propiedad privada, y de los primeros en pensar en la exclusión en 1791 de los más pobres y las mujeres del derecho de voto. Parece pues encarnar a la perfección a la burguesía elitista que encauzó vigorosamente la dinámica revolucionaria y la canalizó en sus límites conformes a sus intereses socioeconómicos (1). Peor aún, con Bonaparte, fue el principal artífice del golpe de Estado del 18 Brumario que vio a la República ceder su puesto al Consulado, primera etapa hacia el Imperio. Su recorrido político y sus ideas lo sitúan en las antípodas del anarquismo.

Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Porque si la lista de posiciones conservadoras adoptadas por Sieyès puede poner en cuestión con justicia su vinculación al campo progresista, no debe hacernos olvidar que fue también el adversario más encarnizado del Antiguo Régimen, de los privilegios y de la aristocracia. Durante el verano y el otoño de 1789 se sitúa generalmente al lado de los más intransigentes: por iniciativa suya se opera el 17 de junio la transformación de los Estados Generales en Asamblea Constituyente con el fin de acabar con el régimen absoluto; tres meses más tarde, en septiembre, es uno de los portavoces de los diputados más hostiles a los poderes del rey y se sienta con ellos en la extrema izquierda (2). Desde entonces, sus textos y discursos son un testimonio precioso del pensamiento de un individuo arrollado por los acontecimientos. Y eso hace aún más indispensable el análisis de su evolución conservadora posterior: comprender a Sieyès es comprender cómo puede nacer y morir un revolucionario. Y por eso, para los anarquistas es importante la lección.

Kropotkin no se equivocó. En La gran revolución, Sieyès se presenta unas veces bajo un aspecto positivo y otras bajo uno negativo, lo que refleja la ambivalencia del personaje (3). Su papel decisivo en el desencadenamiento de la Revolución está reconocido: cuando publica en 1788 los panfletos ¿Qué es el Tercer Estado? y Ensayo sobre los privilegios se convierte en el jefe de filas de los escritores llamados “patriotas” que luchan contra los privilegios de la nobleza y reclaman derechos políticos para el pueblo (4). Interpretados por Tocqueville como un “grito de guerra” lanzado por quien es el símbolo “de la violencia y del radicalismo del espíritu de la Revolución” (5), esos textos contienen tanto reflexiones político-institucionales como virulentos ataques contra la aristocracia. De ella hace Sieyès objeto de un rechazo inquebrantable porque representa todo lo que odia: la persistencia del feudalismo, el sentimiento de superioridad social, la apropiación hereditaria de los cargos públicos… Su combatividad a ese respecto no se atenuará, excepto después del Terror (juzgado excesivo), prefiriendo la expulsión de los nobles fuera del país antes que la guillotina (6).

Revolucionario inflexible en ciertos aspectos, Sieyès merece sin embargo toda la atención porque una ruptura política de envergadura lleva consigo un horizonte deseable. Mejor aún, en la forma en que justifica el derecho a la revolución se puede descubrir un razonamiento que hace de él uno de los precursores del anarquismo. O al menos, uno de los pensadores más pertinentes de lo que es un pilar de la idea anarquista: el rechazo de las tradiciones heredadas del pasado. Para Sieyès, efectivamente, las peores injusticias son las que, año tras año, son trasmitidas a cada nueva generación. Se transforman en costumbres, hasta el punto de parecer naturales a los ojos de quienes las sufren. Así, el pueblo se ha acostumbrado al absolutismo real y a los privilegios de la nobleza. Ha llegado a aceptar su posición subalterna como norma, asimilando la visión del mundo impuesta por el rey y los aristócratas.

Eso es lo que Sieyès denuncia bajo el nombre de “prejuicio”: una injusticia que adquiere la fuerza de la costumbre, que se adosa a los siglos pasados para justificarse como tradición. Como si el solo hecho de existir desde hace tanto tiempo fuera, para un régimen o una ley, prueba suficiente de su valor y su carácter eterno. A esos prejuicios, costumbres y usos aceptados mecánicamente, opone la razón, única fuente de orden sociopolítico adecuada para satisfacer las exigencias de libertad. Apodado el “Descartes de la política” (7) por su voluntad de hacer tabla rasa del pasado para reinventarlo de nuevo, Sieyès encarna el espíritu constructivista de la Revolución francesa: la fuerza del hombre reside en su capacidad de construir el mejor régimen posible sin plegarse a lo recibido de las generaciones precedentes; es siempre posible reconstruir la sociedad, fundar una nueva, y los individuos no deben ser prisioneros de las mentalidades e instituciones que instauraron sus ancestros.

Ese planteamiento mental propio de las Luces, que postula que el hombre no es libre si no decide las reglas a las que obedecer, toma en Sieyès una dimensión muy particular en el aspecto constitucional. En efecto, los pasajes más influyentes de ¿Qué es el Tercer Estado? desvelan la naturaleza discutible y maleable de las instituciones. Invitan a los ciudadanos a servirse del poder constituyente, que supone hacer y deshacer a voluntad las leyes que organizan el Estado: una Constitución no es un texto sagrado, inmutable e intocable, y el pueblo tiene derecho a modificarla si lo considera necesario. Dicho de otro modo, siempre es posible destruir el orden institucional existente para edificar uno nuevo a partir de principios más racionales y más justos. Exhortando a sus lectores a romper con el pasado, con las tradiciones obsoletas y las viejas instituciones absolutistas nacidas en la Edad Media, Sieyès es el principal teórico de la ruptura revolucionaria con el Antiguo Régimen.

Esta reticencia hacia la tradición es un elemento clave del pensamiento anarquista del siglo XIX. En Reclus, la emancipación es el corolario del irrespeto hacia las creencias del pasado. Según él, las sociedades inmóviles, anquilosadas en sus ritos, son incapaces de suscitar la libertad (8). También para Kropotkin, detestando los prejuicios religiosos y políticos es como se despertarán los hombres del sueño en el que están sumidos. Rompen con la moral arcaica inculcada desde la infancia e inventan nuevas formas de pensar (9). Han Ryner, por su parte, considera que el individuo insumiso no se apoya en ningún dogma o tradición para interpretar el mundo y actuar (10). Todos coinciden en el rechazo a conceder autoridad a los ídolos del pasado. Destruir y reconstruir: ese es para ellos el gesto anarquista inaugural por el que se liberan los hombres. Y esta valoración de la tabla rasa intelectual e institucional encuentra en Sieyès a uno de sus modernos precursores.

Por otra parte, no es sorprendente que el pensamiento contrarrevolucionario y conservador haya hecho de él su blanco preferido. Así lo hace explícitamente Edmund Burke al publicar en 1790 sus Reflexiones sobre la revolución de Francia. En ese panfleto, trata de rehabilitar la tradición de los prejuicios, presentándolos como una forma de sabiduría acumulada siglo tras siglo. Los hombres no los rechazarán sin correr riesgo, y deberán, por el contrario, someterse a ellos con la más humilde deferencia. Con el fin de sacralizar la monarquía y la jerarquía social propias del sistema aristocrático, Burke niega la capacidad de una generación de individuos para construir todas las piezas de un nuevo orden sociopolítico. Frente a la complejidad de la sociedad, más vale renunciar a cambiarla, y aceptarla tal y como es. Esta idea es el revés casi simétrico del pensamiento sieyesiano, pero no solo eso: es la posibilidad de romper incluso con el pasado para llevar con éxito una revolución que es aquí rechazada (11).

Pero si Sieyès, desde este punto de vista, es una figura llena de enseñanzas para los anarquistas, no se puede decir lo mismo para todos los aspectos de su obra. No obstante, comprender los límites que impone al proceso revolucionario es también instructivo. En primer lugar, porque olvida incluir los prejuicios de envergadura en su crítica: la propiedad privada, definida como un derecho natural –por tanto, fuera de discusión- y el Estado en sí mismo, que jamás cuestionó (12). La aportación del anarquismo del siglo XIX fue extender la tabla rasa a esos dos ídolos. Además, Sieyès adopta tras el Terror una actitud más conservadora. Su obsesión es estabilizar las instituciones con el fin de evitar nuevas turbulencias. Bajo el Directorio ya no se tratará de hacer la revolución, sino de impedirla. Por eso, la República debe ser considerara sagrada e intocable a los ojos del pueblo, y trasmitirse como una tradición.

Aquí es donde los anarquistas abandonan a Sieyès. Una sociedad conforme a nuestros valores no podría ser tan inmóvil, adormecida en esas costumbres que denuncian Reclus o Kropotkin. So pena de traicionarse, una revolución anarquista no puede tener como objetivo fundar una nueva tradición o instaurar, llave en mano, un orden sociopolítico inmutable para las generaciones futuras. Eso sería impedirles el uso de la capacidad crítica de rechazar el pasado, de destrucción y construcción, que es la esencia de la libertad. Eso sería ponernos del lado de Burke: ¿habrá que instaurar la cultura de nuestros ancestros o el respeto religioso hacia los padre fundadores y su obra? Lo que nos sugiere Sieyès, con sus luces y sus sombras, es que una sociedad plenamente anarquista será, por el contrario, una sociedad que no se dormirá, que no se moverá en la tradición, y cuyos fundadores no tendrán el descaro de impedir a sus hijos el derecho a protestar, a no conservar, a hacer y deshacer.

Erwan

(Le Monde libertaire)

Publicado en el número 305 del periódico anarquista Tierra y libertad (diciembre de 2013)



Notas:


1.- Eso es lo que piensa globalmente Guérin, que evoca poco a Sieyès, excepto para señalar su pertenencia a la burguesía y su vinculación al “liberalismo económico”. Véase La lutte de classe sous la Première République, Gallimard, París 1946, vol. 1, p.154.

2.- Será uno de los regicidas en enero de 1793.

3.- Piotr Kropotkin, La gran revolución, EN, México 1967.

4.- Emmanuel Sieyès, Oeuvres, vol. 1, EDHIS, París 1989.

5.- Alexis de Tocqueville, Oeuvres complètes, Gallimard, París 1953, p.139. Se puede hablar también de una “declaración de guerra civil contra la aristocracia” (Pasquale Pasquino, Sieyès et l’invention de la constitution en France, Odile Jacob, París 1998, p.54).

6.- Sieyès está fascinado por el antiguo mecanismo del ostracismo, mediante el cual los demócratas atenienses echaban de la ciudad a los que consideraban peligrosos.

7.- Paul Bastid, Sieyès, Hachette, París 1970, p.293.

8.- Élisée Reclus, L’anarchisme, Mille et une nuits, París 2009.

9.- Piotr Kropotkin, La moral anarquista, Utopía Libertaria, Buenos Aires 2008.

10-. Han Ryner, Petit manuel individualiste, Allia, París 2010.

11.- Es lógico que Burke haya inspirado las teorías liberales de Friedrich Hayek, que opone lo que llama el orden “fabricado” procedente de las ideas revolucionarias al orden “maduro”, más beneficioso que el mercado, según él. Véase Droit, législation et liberté, PUF, París 2007.

12.- En lo relativo a la exclusión de las mujeres de la política, Sieyès admitía que se trataba de un prejuicio que desaparecería tarde o temprano. Pero no era especialmente militante al respecto.