Sobre medios y manera de salir de la crisis

 
No existe acuerdo ni para la definición de lo que en concreto se entiende por crisis ni tampoco sobre la manera de salir de ella.

Parece que se puede afirmar, sin riesgo de ser desmentidos, que las autoridades gubernamentales y monetarias, desde el estallido de la crisis financiera en septiembre de 2008, se han preocupado principalmente de la suerte que iban a correr los grandes bancos de negocios y otras potentes instituciones financieras y comerciales.

Las masivas intervenciones de socorro con los fondos de los ahorradores y de los contribuyentes han sido efectuadas prescindiendo de cualquier consideración sobre las responsabilidades en la creación de la burbuja y la consiguiente crisis, atribuibles en su mayor parte a los sujetos beneficiarios del rescate.

En otras palabras, las autoridades gubernamentales y monetarias en la práctica han identificado la crisis con la pérdida drástica del valor de mercado de los títulos de propiedad, convertidos en tóxicos, detentados por las sociedades financieras y, consecuentemente, la salida de la crisis con la salvaguarda y la revalorización de ese mismo valor. En un segundo momento, frente a la recesión que había acabado por implicar a casi todo el planeta, la intervención se ha transformado prácticamente en una lucha contra la deflación, es decir, contra la tendencia a la caída generalizada de precios, típica de una situación caracterizada por una fuerte caída del consumo y de las inversiones, como la generada tras la crisis financiera y crediticia.

En esencia, se ha identificado la crisis con su resultado, es decir, en la práctica, con la inflación. En efecto, instituciones como los bancos centrales, si bien son la salvaguarda del valor de la moneda y de su estabilidad, declaran explícitamente su voluntad de proseguir el incremente del nivel general de los precios y la depreciación de la moneda nacional. De buena o de mala fe, se busca, o se cree, a través del aumento de precios, aumentar los márgenes de beneficio y, como consecuencia, el volumen de negocios y de inversiones, el crédito y la confianza en las actividades comerciales.

Buscar mantener elevado o incrementar el valor de los productos financieros y el nivel general de los precios a través de ayudas públicas y de la introducción extraordinaria de liquidez, o sea, en esencia, la emisión de cantidades estratosféricas de moneda, ha sido siempre considerado irracional, además de sumamente injusto, y una burda violación de las tan cacareadas reglas del mercado.

Pero, sobre todo, estas medidas ni inciden ni modifican de manera alguna las causas originarias de la crisis y de la burbuja crediticia, financiera e inmobiliaria que han sido su punto de arranque.

De hecho, la causa primera de la tendencia al gasto en bienes de consumo y, por ello, de los volúmenes de negocios, y del incremento de las inversiones, es la creciente y perdurable tendencia al reparto desigual de los réditos y de la riqueza acumulada.

La burbuja crediticia, inmobiliaria y financiera no es otra cosa que intentos de mantener elevado el nivel de consumo, negocio y beneficio ante el empobrecimiento cada vez mayor de gran parte de la población.

El recurso a los impuestos patrimoniales sería un modo de aliviar temporalmente los efectos de la tendencia a un desigual reparto de la riqueza y de los réditos cada vez mayores, que caracteriza a los sistemas socioeconómicos contemporáneos y causa o, como poco, favorece y exalta la crisis.

Ese tipo de solución suele ser rechazado por los economistas ortodoxos, por considerarse técnicamente de difícil aplicación, cuando no imposible, aparte de fuente de injusticias y violación del derecho de propiedad.

Aparte, la teoría económica ortodoxa mantiene que el reparto de la riqueza ha de considerarse un tema distinto y ajeno de su producción, y que mezclar su estudio significa condenarse a una sustancial incomprensión de los mecanismos económicos y a una perniciosa confusión entre economía y moral.

Con el afianzarse de las clases, de los principios y de las instituciones de eso que se ha denominado capitalismo moderno, se ha declarado explícitamente que no es oportuno ni útil ni moderno confundir economía y moral.

Con ello, en realidad lo que se ha querido remarcar es que las actividades financieras y comerciales deben ser libres de operar sin reglas, frenos o prohibiciones de orden moral.

Al hilo de esto, un aspecto que aparece como innegable es que las reglas morales son el resultado de un proceso evolutivo de millones de años de las sociedades humanas, y han tenido indiscutiblemente un papel relevante en la determinación de la selección y la supervivencia.

La premisa de que concepciones surgidas hace pocos siglos hayan superado y dejado obsoleta una sabiduría como poco plurimilenaria, si no ancestral, debe ser considerada con mucha cautela.

El impuesto patrimonial, como forma de redistribución de la riqueza, aunque parcial y temporal, se puede relacionar con instituciones de los más remotos orígenes, mesopotámicos, griegos y hebreos, de la civilización occidental, como los años jubilares.

Hasta el nacimiento de las primeras sociedades urbanas históricas de las que hay documentos escritos, alrededor de tres mil años antes de nuestra era, algunos soberanos, en particulares circunstancias de crisis, a través de los edictos jubilares, concedían la condonación de las deudas, la restitución de las tierras y la liberación de los esclavos.

Estas medidas servían para conjurar el progresivo empobrecimiento de los pequeños propietarios agrarios, y para contener la concentración de bienes en manos de unos pocos.

Destaca, en el año 1792 antes de nuestra era, el código de Hammurabi, cuyo epílogo dice: “Para que el fuerte no oprima al débil, para hacer justicia al huérfano y a la viuda, para conceder justicia al oprimido, he escrito mis palabras preciosas sobre mi estela, y las he erigido ante mi estatua de rey de justicia”.

En resumen, que hay poco nuevo bajo el sol, si exceptuamos la que parece ser una cierta carencia o pérdida del sentido de la justicia de las instituciones contemporáneas, autodenominadas democráticas, con respecto a los soberanos absolutos de la Antigüedad.


Franceso Mancini

(Sicilia libertaria)


Publicado en el número 306 del periódico anarquista Tierra y libertad (enero de 2014)