El pasado 5 de junio en Diyarbakir (Amed en lengua kurda), la ciudad principal del Kurdistán turco, un grave atentado con explosivo ha provocado muertos y heridos durante un mitin electoral del Partido Democrático de los Pueblos (HDP), que apoya los derechos del pueblo kurdo.
Dos bombas, emplazadas respectivamente en un cubo de basura y al lado de un transformador eléctrico, explotaron en la plaza abarrotada de simpatizantes del HDP, provocando 4 muertos y 243 heridos, algunos muy graves. Los explosivos estaban preparados para matar, de hecho estaban llenos de bolas metálicas que tuvieron un efecto devastador en el momento de la explosión. Tras la tragedia, intervino rápidamente la policía con tanquetas y mangueras para atacar a los manifestantes; durante la violenta intervención de la policía fueron apaleados algunos de los que habían sido heridos por la explosión, mientras que la ayuda sanitaria era blanco de los gases lacrimógenos. La responsabilidad, incluso material, del atentado hay que atribuirla al Estado y a la policía. De hecho, la policía había comunicado a los hospitales que se prepararan para recibir cadáveres, y había dado indicaciones para que un liceo islámico cuya puerta da a la plaza en que explotaron las bombas, fuese evacuado por una puerta que daba a otra calle.
Tras el atentado, un vehículo del HDP que iba al hospital Veni Vedi de Diyarbakir, a donde fueron llevados algunos de los heridos, fue alcanzado por nueve proyectiles disparados por la policía frente al edificio sanitario, por suerte sin víctimas. Esta matanza de Estado tenía como objetivo aterrorizar a la población y provocar una situación de emergencia que habría impedido el desarrollo normal de las elecciones. La matanza de Diyarbakir es tan solo el acto más brutal de los últimos meses, ya que durante la campaña electoral la represión de la policía ha aumentado y los grupos fascistas y paramilitares, que habían moderado su violencia en los últimos años, han vuelto a atacar –incluso con armas– a militantes de izquierda y revolucionarios, pero sobre todo a los simpatizantes de HDP.
En un contexto de fuerte tensión, el domingo 7 de junio se han celebrado en Turquía las elecciones legislativas. Desde semanas atrás se anunciaban estas votaciones como “históricas” por la posibilidad de que el HDP entrara en el Parlamento, y porque eran determinantes para la prosecución del proyecto de reforma de la Constitución, impulsado por el presidente de la República Recep Tayyip Erdogan y su Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), hasta ahora en el poder. En el momento en que escribimos estas líneas, un día después de la consulta, la única certeza es el éxito de las votaciones, a pesar de no haberse oficializado todavía por el Consejo Electoral Supremo (YSK). Los resultados de las elecciones han marcado un parón brusco al ascenso del AKP y del propio Erdogan; el partido conservador religioso de hecho ha logrado solo el 40,93 por ciento de las papeletas, registrando una fuerte caída respecto a las elecciones legislativas precedentes de 2011, en las que había alcanzado el 49,83. El Partido Popular Republicano (CHP), heredero del nacionalismo kemalista, que representa el centro-izquierda autoritario y laico, queda más o menos estable respecto a las anteriores elecciones, manteniéndose en torno al 25 por ciento.
El Partido del Movimiento Nacionalista (MHP), ultranacionalista y fascista, ha crecido sensiblemente, pasando del 13,01 por ciento en 2011 al 16,34. El HDP ha conseguido superar la barrera del 10 por ciento, entrando por primera vez en el Parlamento con el 13,15 por ciento de los votos. La afluencia a las urnas ha sido del 86,49 por ciento, más alta que la registrada en las elecciones legislativas de 2011, cuando acudió a votar el 83,16 por ciento del electorado. De la renovación del Parlamento turco no emerge ninguna mayoría de gobierno, y ni siquiera el partido mayoritario, el AKP, podrá gobernar solo, tendrá que hacerlo en coalición con otros partidos.
Para muchos, este resultado, marcado por el retroceso del AKP, ya constituye una victoria, y el ingreso del HDP en el Parlamento es definido por algunos como una “revolución”. El HDP, en efecto, nace con el intento de reunir a los partidos revolucionarios y a las asociaciones democráticas, ya sean turcas, kurdas o de otras minorías, en torno a la lucha del pueblo kurdo. Por ello, durante el periodo electoral, algunos partidos revolucionarios han pedido el voto para el HDP; incluso algunas personalidades intelectuales que se definen anarquistas han declarado votar por ese partido. El hecho de que el parlamentarismo no puede ser considerado como un medio para la revolución, y la componente de burguesía kurda presente en el HDP, muestran la contradicción de estas posturas. El movimiento anarquista turco, por el contrario, ha tenido posturas claras y coherentes. El grupo Acción Anarquista Revolucionario (DAF) de Estambul ha mantenido una postura antielectoral y se ha puesto del lado de los trabajadores y de todos los oprimidos, en particular del pueblo kurdo, que en estos meses ha sufrido más la violencia asesina del Estado.
Es cierto que no se puede ignorar el relieve histórico que representa el ingreso de un partido como el HDP en el Parlamento turco. Pero está claro que este resultado electoral registra una situación política y social que se ha desarrollado fuera del Parlamento, en la que el Estado ha intervenido a menudo violando sus propias leyes. El movimiento nacido en el parque Taksim Gezi, reprimido con el terror del Gobierno; la lucha en los territorios kurdos contra las bases militares y el desarrollo en Turquía de un movimiento de solidaridad con la resistencia y la revolución de la Rojava; la matanza de la mina en Soma y las luchas obreras de los últimos meses, son luchas que, aunque se hayan limitado a pedir pequeñas mejoras internas del sistema, se han topado con la represión violenta del Estado. Son todos procesos que han debilitado el consenso ante el Gobierno, y que frecuentemente han llevado a los trabajadores y al resto del pueblo a enfrentarse al terror de Estado impuesto por el Gobierno, suscitando una profunda voluntad de cambio. Pero la matanza de Diyarbakir nos muestra cómo el Estado está dispuesto a utilizar cualquier medio para frenar esta voluntad de cambio; no hay legalidad y no hay piedad cuando las estructuras del poder y de los privilegios adquiridos son seriamente puestos en entredicho.
Los resultados electorales, aun testimoniando el consenso, describen una situación política que es fruto de un proceso que no tendrá solución a través de la vía parlamentaria, a través de la constitución de un nuevo Gobierno o la promulgación de nuevas leyes, porque la apuesta en juego es muy elevada y el conflicto desencadenado por el poder y por el privilegio contra el deseo de libertad y justicia se combate fuera de las reglas de la democracia parlamentaria. Este proceso solo podrá encontrar solución a través de las conquistas sociales reales, que serán posibles únicamente con el derrocamiento de ese gigantesco aparato represivo-militar que en Turquía siempre ha sido un instrumento criminal, difícilmente controlable las más de las veces, de represión y de opresión, primero de los Gobiernos “laicos” y después de los Gobiernos “religiosos”.
Dario Antonelli
Publicado en el periódico Tierra y libertad núm.324 (julio 2015).