Hay veces que se atribuye por error la frase «si tengo la razón, ya tengo la mitad más uno» a Henry David Thoreau; en realidad lo que dijo en su panfleto Civil Disobedience fue «Cualquier hombre que esté más en lo justo que sus vecinos constituye ya una mayoría de uno» (Any man more right than his neighbors constitutes a majority of one already). Thoreau no era, obviamente, un fascista; no tenía intención de imponer su pensamiento a la mayoría, sino expresar su derecho a desafiar la ley de la mayoría en caso de opresión a un hombre o un pueblo u otro caso de injusticia.
También sostuvo valientemente en contra de la leyes de la mayoría: «Toda votación es una especie de juego, como el ajedrez o las cartas, con un débil matiz moral; un juego con lo justo y lo injusto, con las cuestiones morales (…) Incluso votar a favor de lo justo no es hacer nada porque triunfe (…) Hay leyes injustas: ¿nos resignaremos a obedecerlas, intentaremos modificarlas y las obedeceremos hasta que lo consigamos, o las incumpliremos inmediatamente? (…) Un hombre no está obligado a hacerlo todo, sino solo algo. Y como no puede hacerlo todo, no es necesario que haga algo injusto». Esta actitud ha resultado esencial en la tradición ácrata (quizá haya merecido en muchas ocasiones Thoreau la etiqueta de «liberal radical»; me es indiferente, incluso me alegra que el anarquismo contenga y recoja ideas liberales en estos tiempos de apropiación por parte de la derecha) y es una muestra más del bello eclecticismo de las ideas libertarias en su afán de justicia y liberación social, la de un individualismo ético que reposa en la convicción de que no hay nada más revolucionario que actuar por principios de justicia según el dictado de la conciencia individual.
Se puede decir que se forjó la noción de «desobediencia civil» a mediados del siglo XIX en Estados Unidos (si alguien no encuentra motivos para abrazar el legado cultural y político de este país tan odiado, quizá aquí encuentre uno). Sin embargo, al igual que al anarquismo, se le pueden encontrar antecedentes en la historia de la humanidad en diferentes formas y circunstancias, amparadas en el concepto de leyes divinas o naturales que gozaban de prioridad ética ante las leyes de los hombres. Pero es a Henry David Thoreau y su obra a quien se puede asociar el término, máxime cuando la radicalidad de sus posiciones las defendió dentro de un sistema liberal-democrático, modelo estatal que se extiende hasta nuestros días. Se opuso a la expansión imperialista de su país en la guerra con México (1846-1848), promovida por intereses económicos y con la intención de crear más territorios donde la esclavitud fuera legal; asimismo, es conocida su insumisión fiscal con el fin de no mantener dichas intenciones estatales belicistas y esclavistas.
Se ha considerado la obra de Thoreau más una actitud vital que una cuestión doctrinaria o de construcción política; la desobediencia civil apelará a unos principios superiores en su afán de lucha contra la injusticia, unos principios reconocibles por la conciencia individual que se elevan por encima de la legalidad política. Desde el punto de vista ético e individual, esta actitud es esencial para la profundización democrática en un sentido quizá negativo: el derecho a la disidencia. La busqueda de consenso social resulta loable sobre el papel, pero en la práctica no es más que un mito que pasa por encima de los derechos de las minorías; es por eso que los anarquistas desean la descentralización y la búsqueda de la menor representación, una búsqueda de la mayor consciencia política que en esta democracia liberal que vivimos puede adoptar a nivel individual la forma de la desobediencia civil y el disenso.
La revolución (el cambio social, el auténtico cambio social; tantas veces la palabra revolución se la han apropiado diferentes formas de reacción, la única revolución que mira hacia el futuro es la libertaria y aún está por hacer) es una cuestión colectiva, de todos. Pero la actitud libertaria es posible a diario a nivel individual, ejerciendo el derecho a opinar diferente y, eventualmente, con la desobediencia civil; una desobediencia que deberá ser congruente en sus medios y en sus fines, no hay que perder nunca de vista el horizonte ético. Se trata de transgredir ciertas leyes (no, arbitrariamente, cualquier ley) apelando a un concepto de justicia superior, demostrando con ello la superioridad moral de determinadas ideas sociales o individuales. La desobediencia civil es, a mi modo de ver las cosas, una forma de participación política.
Capi Vidal
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