Los ideales de la Revolución francesa han permanecido en gran parte solo sobre el papel a causa de las injusticias sociales que han impedido su realización. Es el triunfo de la hipocresía.
La democracia representativa resulta cada vez menos creíble. El occidentalismo, proponiéndose a sí mismo durante cerca de dos siglos como faro de la humanidad, se está precipitando progresivamente en un pozo sin fondo. La izquierda parece haber tomado una peligrosa ruta que conduce sin remedio a la extinción. A la política le cuesta despachar los cometidos que le han sido asignados. En su lugar, encontramos un aumento considerable de autoritarismo planteado en diferentes ámbitos, todos de una u otra manera trufados de tinieblas “arabescas” derivadas de rituales, símbolos y estereotipos tomados prestados de un “tremendismo” de rancio sabor nazi-fascista.
A grandes rasgos, este es el cuadro que se proyecta. Occidente queda completamente reducido a pedazos. No es que “ya no exista”, como algunos están comenzando a afirmar, mientras que se ha volatilizado la representación que los occidentalistas partidarios han representado siempre. Para lo que debería representar y ha representado, Occidente todavía existe, aunque esté envuelto en una crisis tan profunda que está cambiando hondamente sus rasgos identificativos.
El hecho es que desde hace décadas esta magnificado y sobrevalorado, sin preocuparse de que en realidad nunca se ha llegado a explicar verdaderamente hasta el fondo y de manera clara, el sentido y el contenido que sus elogiadores continúan ensalzando.
Yo veo a Occidente, más allá de todo elogio, como una entidad intelectual simbólica, y siempre ha sido tan solo un boceto. De hecho nunca ha llegado a erigirse como realidad completamente reconocida, al menos respecto a las expectativas ideales de las que nació y había suscitado. Si es cierto que toma impulso con la Ilustración, la guerra de la Independencia americana y la Revolución francesa, sus fundamentos teóricos son las libertades democráticas como expresión política del lema revolucionario “Libertad-Igualdad-Fraternidad”. Una metáfora que expresa una línea de tendencia, luz que debería inspirar e iluminar el camino. En las intenciones debería haber expresado el deseo de libertad de los pueblos, deseosos de emanciparse de la tiranía que los había oprimido por milenios enteros.
Libertad, igualdad y sin embargo…
De hecho no ha sido nunca así. En nombre de esos presupuestos revolucionarios que propugnaban libertad e igualdad, ha prevalecido con poder y enormes posibilidades de experimentación la tendencia liberal-demócrata a través de las democracias representativas. El único gran resultado verdadero apreciable es la Declaración solemne de los derechos universales, que sobre el plano de los principios ha sentado bases sólidas que pueden parecer todavía vigentes. En cualquier caso, en la práctica se ha visto poco de estos “eternos” principios declarados.
Deberíamos ser todos iguales por importancia y dignidad reconocidas, más allá de la diferencias de cultura, religión, raza y renta, y de hecho no lo somos. En los últimos tiempos, privilegios y desigualdades se han dilatado de forma desmedida, determinando condiciones totalmente desiguales e injustas hasta el punto en que la vida de muchísimos seres humanos corre el riesgo de ser del todo insoportable. Deberíamos haber acabado con toda forma de esclavitud, de explotación brutal y de injusticia evidente; en cambio, asistimos a una instauración de vesanias aberrantes por parte de los más fuertes sobre los más débiles, de desaforadas imposiciones laborables asimilables a la tortura, a las persecuciones y a las vilezas que eran perpetradas en la época de la trata de esclavos. Deberíamos vivir inmersos en atmósferas reconocibles y visibles de libertad, mientras que por el contrario estamos siempre en el filo de las fronteras que separan la licencia y el secuestro social. Estamos asistiendo cotidianamente a algo mucho peor que las “falsas promesas de la democracia” denunciadas en su tiempo por Norberto Bobbio.
Por lo demás ¿cómo podría ser de otra manera? La democracia representativa, que es la forma histórica determinada del poder político de la democracia liberal, en su aplicación ha sido y es tan contradictoria que ha hecho evanescente, hasta el punto de hacerla desaparecer, toda representación real y auténtica. Bajo sus incoherentes y ambiguas alas, el sentido de la democracia, cuya característica básica debería ser la participación desde abajo, ha sido tan reducida que, aparte de la ocasión del voto en las urnas, no existe en realidad ningún momento concreto y auténtico en que las instituciones populares puedan efectivamente participar en los ritos y en las decisiones de la cotidianidad política.
La brecha entre la ciudadanía y las instituciones es tan grande que aparece como una auténtica fase insondable. En sustancia, ya no hay un rey que mande, pero en su lugar no se encuentra ciertamente el “pueblo soberano”, como había sido impuesto por las diferentes élites intelectuales de fe democrática, sino oligarquías fácilmente corruptibles y frecuentemente incompetentes que imponen sus deseos en nuestro nombre, sin consultarnos y debiendo rendir cuentas a organismos no precisamente transparentes de los poderes de turno.
Las desigualdades económicas y sociales se han convertido en el verdadero gran problema irresoluble de esta época. En vez de disminuir y reducirse, como era la implícita promesa en los albores, el hecho progresista en el Occidente democrático, se han dilatado y ampliado hasta llegar a ser insaciables. A menos que estalle una nueva revolución, en realidad bastante improbable, capaz de demostrar de arriba abajo las bases en que se sujetan los actuales sistemas de dominio, estas desigualdades parecen destinadas a dilatarse hasta el infinito, haciendo cada vez más precaria e inaceptable la vida de millones y millones de personas, empujadas fuera del mundo que cuenta. La supervivencia en los límites de lo soportable puede ser, en un futuro muy próximo, la característica determinante del estilo de vida de la mayor parte de los individuos que pueblan este planeta.
Cuando fue abatido el poder por derecho de renta de la aristocracia y triunfó la aspiración a la libertad y a la igualdad como derecho natural, se difundió la convicción de que la culpa de los males del mundo era toda de la aristocracia, que durante siglos se había impuesto con prevaricación y violencia. El liberalismo habría debido inaugurar una era de nueva luz en la que deberían triunfar, sin ir más lejos, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. ¡Dulce ilusión! Bien pronto, la explotación económica del capitalismo industrial y nuevas y despiadadas tiranías ocuparon el espacio vital de los pueblos. Más allá del despotismo feudal suplantado, se había abierto un abismo que mostraba las múltiples caras del dominio, que se presentaba y se imponía a través de una insospechada variedad de formas, capaz de prevalecer en todo tipo de poder político, desde el más democrático hasta el más dictatorial.
Clima liberticida
Por cuantos esfuerzos tuviese intención de hacer, no podría estar ausente la democracia liberal. Ella también ha sufrido desde el origen de ese mismo mal endémico. Nunca ha aceptado que el poder se debería distribuir en una horizontalidad política donde nadie en realidad pueda mandar y todos tengan el derecho a participar en todas las decisiones, precisamente porque son verdaderamente colectivas. El dominio, con su cualidad polifacética, ha encontrado siempre, por el contrario, la manera de emerger e imponerse recreando y redefiniendo desigualdades, privilegios e injusticias.
Y hoy, tras más de dos siglos de esta hipocresía de las palabras, cuando ante declaraciones rimbombantes no se han correspondido situaciones y sentimientos vivos y concretos, nos encontramos inmersos en un clima liberticida, potencialmente devastador. Quienes han vivido la experiencia occidentalista la están rechazando instintivamente, cansados de tanta duplicidad mentirosa, de tanto conformismo y de tanto “buenismo” convencional que le ha sido y le es intrínseca. Además, enclaustrados en la inseguridad y en el miedo que vivir ha generado, en vez de hacer añicos el dominio para descubrir auténticas formas de libertad e igualdad, los pueblos se están refugiando en peticiones de clausura que proponen en formas modernas despotismos y vías autoritarias, con la ilusión de ser protegidos y reconocidos ante la necesidad de sentirse seguros.
Andrea Papi
Publicado en el periódico Tierra y Libertad # 367 (febrero 2019)