En el sitio web www.ateismopositivo.com.ar, donde se pueden encontrar uno textos muy interesantes bien argumentados, se cuestiona si es sostenible intelectualmente una posición atea, se realiza un análisis de la religiosidad como parte de una cultura autoritaria, y se evalúa si la religión beneficia a la sociedad. En primer lugar, algo obvio, reside en el creyente la llamada «carga de prueba», es decir, tiene la obligación de estar dispuesto a demostrar la veracidad de su proposición (naturalmente, cuanto más insólita es la proposición, más pesada resulta la carga de prueba, ya que el que recibe la propuesta necesitará un mayor esfuerzo).
La persona crítica que recibe la proposición del creyente tendrá que realizar en primer lugar una suspensión de juicio, deberá indagar, examinar los hechos concretos del caso, la claridad del razonamiento, las consecuencias derivadas de la razón, las evidencias a favor o en contra de una u otra postura, los motivos de la persona que propone… Lo que se dice es que la proposición de que el «concepto clásico de Dios» (y aquí se enumeran una serie de atributos, como el hecho de una cosmovisión basada en la creación de este supuesto ser) sea real resulta extraordinaria, por lo que el proponente debe valorar la veracidad y objetividad como en el caso de cualquier otra propuesta de ese calibre.
Por supuesto, si una posición resulta insostenible o infundada, es mejor abandonarla antes de que se convierta en incongruente. Desde este punto de vista intelectual, un universo sin dioses resulta teóricamente más eficiente y más probable en la práctica, por lo que la posición atea es claramente sostenible. Incluso, si se pretende justificar la creencia debilitando los criterios hasta un punto que resulta impráctico, es posible así justificar cualquier creencia mística. Desde este punto de vista, y para ser consecuente, habría que creer en todos los dioses (y en conceptos similares no sujetos a examen crítico, ya que el asunto se extiende a otros ámbitos) o en ninguno.
Imprescindible resulta también someter a juicio crítico lo favorable o no de una cultura religiosa (no es casualidad, y nos agrada mucho viendo lo que se dice a veces en nombre del ateísmo, que el sitio se llame «ateísmo positivo»). Los valores pueden definirse como una propiedad relacional entre deseo y situación, nacen en el ámbito de la experiencia humana como consecuencia de la interacción social. Naturalmente, los creyentes consideran que los valores parten de una tercera instancia, de naturaleza sobrenatural.
En cualquier caso, aunque nos resulte inaceptable esa propuesta divina, se mantiene la pregunta sobre si resulta socialmente beneficiosa la creencia en Dios. Podemos ver la creencia como un tipo de idealismo en el que se produce la consagración de los valores. Al consagrar los valores, se convierten en una referencia intocable, separada de su contexto situacional, para evaluar situaciones futuras. Separar el pensamiento de la acción lo aísla de la prueba de experiencia, y de su perfeccionamiento posible gracias a la libre investigación y a la evaluación crítica. Se trata de una posición antiautoritaria (que recuerda mucho a la postura de Tomás Ibáñez sobre el anarquismo), ya que se pretende justificar autoritariamente los valores, en lugar de verlos como contingentes o provisorios según su justificación práctica.
Aunque se observe la idea de Dios como símbolo de la máxima bondad, su implementación autoritaria dificulta su aceptación, ya que puede que se acate temporalmente, pero difícilmente producirá la internalización de una norma y valor subyacente. En lugar de por obedecer a una autoridad externa, es más eficaz y sólido un cumplimiento basado en hechos concretos y en la consciencia social. Es éste un análisis primordial, consagrar los valores y convertirlos en irrefutables, al considerar que parten de una autoridad divina, es contraproducente, terminan dificultando la internalización e implementación de normas.
En cuanto a la cohesión social, a la que tanto se alude desde el punto de vista religioso, ocurre algo similar. Efectivamente, se logra una unión por subordinación irreflexiva, pero también se produce por el debate crítico y la búsqueda de consenso. Los valores e ideales no religiosos también producen la cohesión, y de manera más solida, ya que el beneficio social se evidencia directamente en sus consecuencias (como puede ser la justicia o la solidaridad). En cualquier caso, no es necesaria la creencia en Dios, ni el dogmatismo, ni la consagración de valores, para la vida social. En el caso de la «fe», hay que decir que es un término ambiguo, no necesariamente de índole religiosa. En un sentido no religioso, la fe puede definirse por la evaluación crítica de los hechos con el fin de una mejor vida social (la confianza que podemos tener en el otro, justificada en el análisis de su conducta).
En un sentido religioso, podemos hablar de fe como aceptación irreflexiva, no se tienen en cuenta los hechos y se justifica por la fe. Hay que decir que, efectivamente, la confianza entre individuos favorece la interacción social, pero solo si el material de cohesión es sólido (como es la evalución crítica de los hechos relevantes) puede mantenerse en pie el edificio social de manera permanente. De nuevo se considera que la aceptación irreflexiva conduce al papanatismo y propone un contexto social frágil, mientras que una política general de confianza por evaluación crítica de los hechos favorece la objetividad y, al mismo tiempo, la autonomía y juicio crítico de cada individuo. En el caso de los valores de altruismo, solidaridad o apoyo mutuo, tampoco pueden producirse de manera permanente por subordinación irreflexiva (en este caso, puede decirse que la fe es un instrumento, que se dirige hacia un lado o hacia otro, pero siempre de manera externa al individuo). La mejor base para la solidaridad es la empatía, ponerse en el lugar del otro, y no es necesaria la obediencia a una autoridad para ello.
La cultura religiosa promoverá la tranquilidad existencial del individuo en base a sentirse parte de algo superior, se idealiza una forma de vida externamente dirigida y se buscará la recompensa en un supuesto más allá. La iniciativa y responsabilidad individuales quedan ahogadas gracias a este control externo, y repercute así en una sociedad menos productiva e innovadora. Esta visión religiosa del individuo subordinado a una instancia superior tiene que ser enfrentada a nuevas experiencias que fomenten la iniciativa y el esfuerzo individuales, alimentados por la igualdad social. Este experiencia histórica, junto al conocimiento científico, pueden convertirse en un fuerte apoyo no irreflexivo, con una búsqueda de autonomía consciente, para el ser humano. Existen otros mucho factores en la cultura religiosa, en la misma línea de subordinación irreflexiva: el caso de la confianza infantil propia de la cultura religiosa, otra parte de una cultura autoritaria que ordena subordinar el juicio propio; la confianza en la acción supersticiosa en lugar de la acción inteligente, y la justificación final de una autoridad también terrenal (abuso de poder y corrupción en una clase mediadora). Los factores sociales negativos de una cultura religiosa, estrechamente vinculada a una cultura autoritaria, tienen un gran peso y es conveniente abandonarlos para una vida social más fructífera.
José Meslier