CIUDAD URBANISMO ANARQUISMO

¿Recuperar la ciudad? Reflexiones en torno a un debate sobre desurbanización y posmetrópolis

El pensamiento libertario ha sido proclive a las visiones futuristas, ya que considera la utopía —el «ideal»— no como algo irrealizable, sino como algo todavía no realizado. Kropotkin imaginó la sociedad liberada como el fruto de una especie de fusión de las antiguas comunas con el conocimiento científico y el trabajo. De acuerdo con su perspectiva, por la misma lógica del progreso humano, la sociedad de clases desembocaría sin mucho esfuerzo en el auto-gobierno y el comunismo anárquico. Los hechos contradijeron el optimismo del príncipe, pero la fórmula espacial de la anarquía propuesta por él encontró en la ciudad histórica —en su alto grado de suficiencia, integración con el entorno e independencia— los elementos necesarios para constituirse.

La ciudad en tanto que lugar de convivencia, autónomo y delimitado, ligado al mercado local, aparece en la historia de la mano de sumerios, babilonios, egipcios y griegos, y decae tras el fin del imperio romano. Se reinventa a lo largo del siglo XI; se desarrolla y jerarquiza en simbiosis con el territorio hasta perder su independencia en provecho del Estado y entrar en crisis con la revolución industrial. Cuando la actividad económica domina y arrincona a cualquier otra actividad, la ciudad histórica se disloca y desestructura. El crecimiento económico y demográfico quiebra definitivamente su unidad y la reduce a un conjunto desordenado y problemático de fragmentos separados. La conversación, la discusión, el discurso elocuente, la política misma, desertan de la plaza pública, y al desaparecer el ágora, la ciudad muere. La identidad y el sentido de pertenencia se evaporan. El régimen capitalista industrial alumbró una clase dominante especial, la burguesía, con un proyecto de ciudad expansivo, industrial, segregado por clases, zonificado, donde el dinero y la vida privada eran determinantes. El urbanismo fue el conjunto de técnicas mediante las cuales la burguesía trató de resolver en su provecho los problemas que la mercantilización del espacio urbano había creado. No obstante, la ciudad fabril fue más que un modelo propuesto por el dominio burgués: fue la plasmación en el espacio del reino de la mercancía. Quien dice mercancía dice beneficio privado. Cuando este se convierte en el motor principal de la actividad humana, la ciudad deviene mera yuxtaposición de edificios, calles, «polígonos» y «barriadas», sin más sentido que el que quiera darle el interés capitalista.

Tampoco la descoyuntada ciudad burguesa tuvo continuidad dentro de la inevitable crisis social que la habitaba, puesto que el crecimiento ilimitado trajo consigo la deslocalización de la industria, el vaciado del campo y la internacionalización de la clase dirigente. La terciarización de la economía —y el subsiguiente desarrollo del sector inmobiliario, de las infraestructuras viarias, de las tecnologías de la comunicación y de los mecanismos financieros— acarreó un escenario urbano cualitativamente diferente, caracterizado por su gigantismo, su masificación y su dispersión, con un urbanismo menos cartesiano que desembocaba en sofisticados métodos de control social y disneyficación, tan típicos de los sistemas totalitarios. Al globalizarse el mercado de capitales, la decisión escapaba a la burguesía local para ir a parar a manos de anónimos cuadros ejecutivos que operaban en nombre de impersonales fondos de inversión y oscuras uniones temporales de empresas. En consecuencia, el proceso de desintegración urbana orientado por la burguesía será prolongado por un proceso de metropolitanización impulsado por las nuevas élites itinerantes, que otorgaba a las aglomeraciones urbanas extensas el papel fundamental en la economía que otrora tuvieron los Estados-nación. La plasmación espacial de la mercancía arriba mencionada, en el momento en que todo era mercantilizable, se materializaba en la suburbanización exponencial e integral del territorio. Las metrópolis eran la forma más acabada de desorganización social que cabe en un territorio colonizado por el capital y moldeado por depredadores inmobiliarios. Desde el punto de vista capitalista, precisamente ese desajuste convivencial supremo y la uniformización del malvivir que le acompañaba era lo que las hacía económicamente viables.

Si la ciudad industrial tuvo a su enemigo dentro, el proletariado de los barrios populares, la metrópolis lo tiene en la periferia, albergado en los bloques de pisos deprimentes de las urbanizaciones más alejadas y peor conectadas, que ya no son unidades de convivencia vecinal como eran los barrios, y ni siquiera forman parte del municipio original. La especulación lo expulsó de sus habitáculos originales y destejió las relaciones que lo cohesionaban. Mediante la gentrificación, la turistización, la hipertecnificación y el maquillaje verde, los centros históricos, los distritos caros y las áreas lúdico-comerciales conforman una especie de parque temático uberizado, lleno de cámaras y sensores, que se vende a sí mismo en tanto que imagen de una ciudad restaurada e «inteligente», fácilmente consumible. Los servicios públicos invariablemente se degradan, la contaminación se cronifica, la anomia se extiende, y mientras tanto, florecen los vehículos privados, las segundas residencias, las grandes superficies y el negocio de las plataformas. La metrópolis ya no pertenece a sus enclaustrados habitantes, no funciona para facilitar la vida de sus vecinos, aunque estos no ejerzan más que como usuarios o consumidores; está hecha para los visitantes, o más concretamente, para los «flujos» de turistas e inversores. El vecindario es más bien el problema, pues es susceptible de convertirse en sujeto político a poco que recomponga una vida comunitaria. El derecho a la ciudad reclamado por Lefebvre queda fijado por el nivel de rentas y la capacidad de gasto.

La metrópolis sucumbirá ante las contradicciones insuperables provocadas por el desarrollismo económico y la guerra contra la naturaleza; la espiral de destrucción en la que se halla inmersa la conducirá a la ruina. La regeneración social dependerá de la importancia y determinación de los sujetos colectivos generados por los antagonismos al ser exacerbados por las crisis catastróficas —«corralitos»—, desvalorización de activos, desabastecimiento generalizado, parálisis del transporte, penuria energética, apagón informático, etc. Dicho de manera más sencilla, las transformaciones sociales radicales se supeditarán a los resultados de las confrontaciones masivas de las masas desalienadas con el poder establecido. Nos referimos a una lucha de clases de nuevo tipo, con anclajes urbanos (cuestión de la vivienda), rurales (defensa del territorio) y medioambientales (soberanía alimentaria), marcadamente anticapitalista, antiestatal, antirracista y antipatriarcal. En otro lugar trataremos ampliamente el tema. Hoy nos atrae más reflexionar sobre las peculiaridades de la posmetrópolis en el poscapitalismo. Con total evidencia, el desmantelamiento de las relaciones de mercado, y por consiguiente, el desmantelamiento de los sistemas metropolitanos no será tarea fácil, puesto que en todo momento el capitalismo, explotando las dificultades de la lucha por la igualdad, la justicia y el bienestar que podrían suscitar la subsistencia de instituciones del orden derrocado, y apoyándose en los sistemas tecnológicos residuales, intentará reproducirse o recomponerse. El proceso de desmantelamiento en Europa debutará con una fase caótica en la que movimientos hacia el campo repobladores y anti-industriales se alternarán con movimientos urbanos asamblearios redistributivos, acompañados de la okupación de viviendas vacías, los mercadillos de trueque y la emancipación de las periferias. Un caos que funcione —que evolucione hacia la auto-organización— será siempre mejor que un ordenamiento autoritario de la demolición metropolitana bajo pretexto de eficacia. ¡Cuidado con los dirigentes disfrazados de coordinadores! El municipalismo revolucionario —léase la revitalización de los barrios y la socialización del hábitat del suelo, de los edificios, de los caminos y las calles— será cosa de las bases activas, no de los aparatos por más representatividad que se atribuyan.

La abolición del capitalismo y la inherente derogación de todas sus leyes nos lleva a un concepto subsistencial de la economía, al oikos, es decir, a la economía sustantiva (Polanyi) o moral (Thompson), o dicho de otro modo, a la economía doméstica sin mercado. Es la economía de la reciprocidad, de la gratuidad, de los cuidados, del don, del intercambio sin dinero… Economía del potlach, como proponían Bataille y los situacionistas; economía circular, como impone la relación equilibrada con el medio ambiente. El beneficio privado, la tecnología productivista, la formación de capitales y sobre todo su acumulación, quedan excluidos por definición. Ahora por economía se entiende una actividad específica que no acapara la vida de las personas ni domina el funcionamiento de las instituciones sociales; la vida vuelve a ser política, o sea, literalmente ciudadana. Conviene aclarar que la ruralización del espacio liberado por la desmetropolitanización no significa la vuelta al paleolítico, como postulan las escuelas primitivistas y anticivilitorias, o el retorno al concejo campesino del Medioevo, fórmula convivencial idealizada por quienes, como Antonio de Guevara, menosprecian la Corte y alaban la aldea. Paradójicamente, la desurbanización de los sistemas conurbados es más bien una vuelta a la ciudad en el sentido profundo del término. Evidentemente, no hay vuelta posible al pasado, a las ciudades-jardín, a los falansterios, a los burgos comerciales o villas «francas», a los concejos abiertos castellanos o a la polis griega, por más que el ejemplo de las ciudades precapitalistas y los tradicionales municipios agrarios no sea desechable en absoluto. El dinamismo cultural, la arquitectura popular, los descubrimientos científicos, el desarrollo del derecho, las prácticas democráticas, etc., son aportaciones históricas irrenunciables. Pero el movimiento de la historia hace imposible la pura reversión y ridiculiza las ideologías pasadistas. Una sociedad sin capitalismo se estructurará no solo con comunidades aldeanas, sino con ciudades libres. Justamente la simbiosis de estas dos realidades, cada una con su propio ritmo y tiempo, es la que sentará las bases de una sociedad igualitaria, justa, solidaria y emancipada.

A Mumford le maravillaba el carácter orgánico de la ciudad histórica. Gestada según reglas propias, no se desarrollaba según un plan preestablecido, ni obedecía a ordenamiento regular alguno, dando lugar a variadas formas de origen diverso salpicadas por puntos de encuentro. Los signos de poder, las catedrales, monumentos, torres y palacios, quedaban sumergidos en la confusión de calles, pasajes y plazuelas. Sitte captó bien esa especial gramática de la habitabilidad. Lo que proporcionaba cohesión al conjunto no era la muralla, el foso o la puerta, sino el ágora, el foro, la plaza, es decir, los lugares de reunión, debate, consenso, pacto y toma colectiva de decisiones. Los espacios de libertad. La ciudad del futuro deberá recrear dichos lugares -recrear la comunidad- en condiciones históricas diferentes. El tamaño importa. Los cálculos de Platón fijaban en 5.040 el número de habitantes de la ciudad perfecta (los esclavos, trabajadores o mujeres no contaban). Eran los miembros de las clases altas que podían conocerse entre sí. En cambio, para Vitrubio, menos clasista, las dimensiones de una ciudad eran las adecuadas si esta podía recorrerse a pie. En propiedad, el recinto ciudadano deberá precisarse a escala humana. Teniendo en cuenta la enormidad de las coronas metropolitanas, queda por delante un largo trabajo de fraccionamiento urbano y autonomización de las porciones. No olvidemos que la ciudad de todos se edificará sobre escombros, carcasas y carrocerías. El origen simbólico de la ciudad fue un cercado. Consecuentemente, también reinventará sus límites, pero estos no serán fijos, ni necesitarán fortificarse. La ciudad recuperada no tendrá puertas, ni por supuesto, urbanistas. No será un mero asentamiento, sino un ideal fraternal de vida no virtual, sin prótesis. Su esencia no radicará pues en el solar donde se emplace, en la trama que la defina o en el centro de procesamiento de datos que la supervise, sino en el conjunto de sus habitantes, los ciudadanos. Allá donde haya verdaderos ciudadanos —donde haya ágora— habrá ciudad.

Miguel Amorós
https://redeslibertarias.com/2025/07/28/recuperar-laciudad/

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