Por su interés para el caso que nos ocupa y por su fácil comprensión, muy al contrario de otros textos relacionados con la posmodernidad, reproducimos a continuación un pequeño manifiesto, aparentemente anónimo. Recordaremos antes qué es la posmodernidad y cuáles son sus premisas en pocas palabras: crítica a la modernidad, y al proyecto de la Ilustración del que se nutría, negación de cualquier discurso totalizante y primacía de las interpretaciones frente a los hechos:
El anarquismo sigue vigente hoy, en cuanto a que las razones de su necesidad histórica no han sido todavía superadas. La opresión de la sociedad de clases, la función del Estado como Estado represor, siguen constituyendo el núcleo fundamental de las sociedades capitalistas. El anarquismo como proyecto es actual, y sigue teniendo el carácter revolucionario de sus orígenes.
La destrucción del Estado, de la sociedad de clases, de las fuerzas represivas, la igualdad de todos los seres humanos, sigue constituyendo el punto fundamental de la teoría anarquista.
Pero, frente a estas recetas históricas, el anarquismo se ha quedado obsoleto en la forma de concebir los problemas y en la forma de llevar a la práctica su proyecto de emancipación. Hasta que no reconozca su derrota histórica, en el sentido de su destrucción por parte de las fuerzas capitalistas mundiales, no estará en el lugar necesario para la acción revolucionaria efectiva.
Se necesitará un anarquismo posmoderno en cuanto que las sociedades capitalistas actuales tienen un carácter posmoderno, esto es, se sitúan más allá del proyecto de emancipación de la Ilustración. Es más, el carácter revolucionario de la Ilustración se ha mostrado, ahora, como el carácter revolucionario de la burguesía. Para las capas no favorecidas por el impulso ilustrado, la Ilustración ha tenido la importancia del acontecimiento de la confirmación de su derrota total.
Por tanto, el anarquismo no puede, hoy, servir a los fines de sus enemigos, la conciencia burguesa, puesto que hablar el lenguaje ilustrado es hablar el lenguaje de su enemigo. Sólo como cuestiones a diferenciar, el anarquismo se ha de enfrentar al paradigma de la diferencia, no al paradigma ilustrado de la igualdad; se ha de enfrentar a la labor de desprestigio elaborada por el capitalismo, y la consecuente impopularidad justo en aquellas capas sociales que el anarquismo debería hacer como suyas; la cuestión del género, de la mujer dentro de ella; la cuestión ecológica, y dentro de ella la cuestión de los derechos de los animales como una cuestión no sólo ecológica, sino política; la cuestión de la desaparición del proletariado como una cuestión fundamental dentro de la teoría política; la cuestión de la relación entre política y práctica; el tema de las ocupaciones, el tema de la lucha armada como tema recurrente, y sus posibilidades y limitaciones de todo tipo; el tema de la tecnología y su relación con el primitivismo; y, sobre todo, la cuestión doble del juego y del placer.
Estas cuestiones son sólo algunas de las cuales el anarquismo debería ocuparse para situarse en el mundo contemporáneo que quiere transformar.
El anarquismo tiene que luchar por la democracia directa para poder ser consecuente con respecto a su valoración del individuo como sujeto responsable de sí mismo. También tendría que hacer frente a la limitación que supone el estancamiento en el pensamiento negativo, es decir, el límite que supone el tener que dar la iniciativa del cambio a las fuerzas burguesas, para una vez establecidas, que sirvan como palanca del movimiento revolucionario. El movimiento anarquista tendría, no sólo, que luchar negativamente, sino, también, positivamente. La cuestión del pensamiento negativo y sus límites, hacen que el pensamiento positivo, la cuestión de la creación, y no sólo de la destrucción, se abandonen acusadas de cierto optimismo. Una cosa es el optimismo, y otra muy distinta ser ingenuo. La voluntad de negación ha de ser un momento complementario al momento de creación. Si no ocurriera así, el movimiento anarquista nunca podrá tener la fuerza necesaria para poder tener de su lado a aquellas capas sociales que pudieran estar de su lado.
Ante este panorama, se plantean importante preguntas: si hay una división radical entre anarquismo moderno y posmoderno; si las ideas libertarias pueden englobarse, sin más, en esa crítica al proyecto moderno (recordando que esa crítica se articula por su supuesta condición totalizante y absolutista; es decir, ferozmente autoritaria), y si es tan sencillo como considerar a los autores modernos (clásicos) sencillamente periclitados. Desde nuestro punto de vista, y sin ninguna intención de ocultarlo, defendemos que no existe división alguna, y sí un hilo conductor entre el anarquismo clásico y el actual; partiendo de eso, aceptamos que las ideas libertarias, por muy justos que sean sus planteamientos y demandas, necesitan de una permanente reactualización y su confrontación con cualquier realidad; así, demandamos un anarquismo tan preñado de convicciones como obligatoriamente pragmático (tensión o antinomia siempre complicada de resolver).
Uno de los autores anarquistas que gustan, a veces de forma provocadora, tildarse de posmodernos es Tomás Ibáñez. Sin ambages, Ibáñez diferencia entre un anarquismo instituido, que él quiere identificar casi con una vertiente religiosa, y un anarquismo instituyente, pragmático, que se muestra como tal y se enfrenta a cualquier realidad social. La crítica al anarquismo «clásico» resulta tan nítida, como cuestionable y ya convertida en un lugar común; quiere denunciarse esa visión del anarquismo como una «verdad revelada», como una ideología que atraviesa los tiempos incólume portando su inmutable y dogmática autenticidad. No es posible negar que puedan existir personas, dentro del movimiento libertario, que adopten esta actitud acrítica y cuasirreligiosa; al fin y al cabo, se trata de una tendencia muy humana.
Sin embargo, es el anarquismo el que más se esforzado en combatir el dogmatismo y la mera repetición papanatas de consignas (actitud inherente a los partidos políticos jerarquizados y de aspiración electoralista, por no hablar solo de instituciones religiosas), mientras apuesta por la autonomía individual y la permanente crítica confrontada con los hechos; así puede observarse en los pensadores anarquistas clásicos, a pesar de que fueran inevitablemente «hijos de su tiempo» en tantos aspectos, por lo que estamos obligados a comprender y contextualizar así sus análisis; si existe alguien que, simplemente, idealiza y convierte en dogma todo lo que dijera, por ejemplo, Bakunin, es sencillamente alguien con poca o ninguna actitud libertaria. Estamos de acuerdo con Tomás Ibáñez en que existe un anarquismo instituido, que nace en un determinado contexto del siglo XIX, pero en constante tensión con un anarquismo instituyente, movimiento sociopolítico que debe afrontar los retos de la realidad del siglo XXI; eso sí, defendemos el mencionado hilo conductor a nivel histórico y pensamos que una fuerte cultura (libertaria, por supuesto, pero a un nivel general y ecléctico) nos coloca en mejor disposición, precisamente, para afrontar esos retos de manera, tan pragmática, como a la fuerza creadora para ir abriendo paso a la utopía.
Esa división entre un anarquismo instituido y otro instituyente, presupone la existencia de una ortodoxia y una heterodoxia en el seno del movimiento libertario. Ibáñez gusta de calificarse de «anarquista heterodoxo», al igual que otro autor libertario como Octavio Alberola, tal y como puede verse en uno de sus últimos libros (Pensar la anarquía en acción. Trazas de un anarquista heterodoxo, Bombarda Edicions, 2013). Volvemos a pisar el mismo terreno, ¿existe un anarquismo heterodoxo? Alberola se esfuerza por denunciar cualquier tendencia en ese sentido en el movimiento libertario y así puede verse en la obra que recoge su visión y memorias en la resistencia antifranquista (Octavio Alberola y Ariane Gransac, El anarquismo español y la acción revolucionaria (1961-1974), Virus, 2004); esta visión heterodoxa, y no podemos estar más de acuerdo, llega hasta la actualidad por encima de cualquier siglas y banderas. Defendemos, no obstante, que «anarquismo heterodoxo» es un pleonasmo, por lo que cualquier tentativa ortodoxa y autoritaria es denunciable dentro del movimiento libertario; no puede ser de otro modo cuando no es deseo del anarquismo imponer nada a nadie, ni el comunismo libertario ni cualquier otra vertiente libertaria, ya que el objetivo es orientar y promover que sea el propio colectivo social el que gestione sus asuntos sin intervención externa alguna.
Las preguntas sobre la necesidad de adjetivar al anarquismo como «posmoderno», tal vez, seguirán intactas para algunos. El desaparecido Murray Bookchin lanzó ya hace casi 20 años su propia diatriba sobre ciertas tendencias personalistas y abstractas dentro del anarquismo (Anarquismo social o anarquismo personal, Virus 2012). Bookchin reclamaba un hilo conductor con el socialismo clásico y con la razón crítica proveniente de la Ilustración; no podemos más que confirmar con este autor, con los obligados matices sobre el conjunto de su visión, que la ideas anarquistas deben ser heterodoxas y con un permanente espíritu crítico y antiautoritario. Comprender la transformación del mundo sociopolítico y económico, junto a su consecuente análisis libertario, no puede suponer perder el foco crítico hacia el poder económico (el capital) y político (el Estado); tal y como realizan algunas corrientes posmodernas, no debería desviarse esa mirada crítica hacia el conjunto de la civilización. Por otra parte, tampoco parece haber una distancia insalvable entre la visión moderna y posmoderna; con un estudio serio de la historia libertaria, podrá comprobarse que algunos de los puntos reclamados en el pequeño manifiesto mencionado al principio de este texto siempre han formado parte de las preocupaciones ácratas. Algunos de las críticas a ese supuesto anarquismo moderno parecen ser más propias del marxismo, siempre más rígido y cientificista; un ejemplo es el concepto de sujeto revolucionario, que el anarquismo jamás ha limitado al proletariado extendiendo esas condición a cualquier explotado y oprimido.
Uno de los anatemas de la posmodernidad es el concepto de revolución social, y tal vez ahí se peca de lo que supuestamente se quiere criticar: la mentalidad burguesa. Según la misma, resulta identificable cualquier tentativa revolucionaria con el totalitarismo (Eduardo Colombo, El espacio político de la anarquía, Nordan-Comunidad 2000); el anarquismo, sin adjetivos, ha sido no obstante la única excepción que ha cuestionado en la modernidad el poder político y, por extensión, cualquier forma de dominación. Encontramos en Colombo otro importante autor que establece un hilo conductor entre anarquismo moderno y posmoderno, aunque en su obra escasea esa terminología, lo cual no resta lucidez y heterodoxia a su análisis. El anarquismo no puede renunciar a objetivos que los posmodernos quieren ver como nuevos, sencillamente porque en el seno de sus movimientos siempre convivieron en permanente tensión las tendencias individualistas y comunitarias; tampoco debe perder en su horizonte todo intento de transformación social, aunque inevitablemente va de la mano con el desarrollo personal y con la generación de una nueva conciencia. Apostamos por la reflexión y la racionalidad, algo que se da de bruces con la sociedad actual (llamémosla posmoderna, si se quiere), compuesta de paradigmas más que cuestionables. Esa apuesta no niega algunos de los rasgos reclamados por la posmodernidad: la realización personal, aunque detestemos el misticismo, el esteticismo y la abstracción por manipuladores, o el hedonismo; consideramos, no obstante, que el mejor caldo de cultivo para ese desarrollo individual sigue siendo el de las aspiraciones de conquista de una libertad que tiene, inevitablemente, un calado social y, también, ampliamente moral.
Capi Vidal