Dijo aquel filósofo, tan influyente en la modernidad para bien y para mal, que la creencia religiosa venía a ser «el consuelo de los afligidos». No puedo estar más de acuerdo. Dejemos claro que semejante aseveración poco o nada aporta sobre lo benévolo o no de la religión, ya que la misma vendría a ser una consecuencia de los males terrenales. Si a las carestías materiales o físicas, se une el miedo, la inseguridad y las promesas de una existencia mejor, más acá o más allá, el despropósito viene a ser mayor. En la actualidad, al menos en las sociedades mal llamadas desarrolladas, la carestía material está habitualmente mezclada con todo suerte de malestares físicos y psicológicos, lo cual empuja a que gran parte del personal abrace sin pudor las más variopintas y descabelladas creencias, teorías, doctrinas y terapias. Al parecer, la tremebunda crisis sanitaria que estamos sufriendo en los últimos tiempo ha hecho que los libros llamados de autoyuda aumenten sus ventas de forma notable. Para que luego digan que la gente no lee. El problema, por supuesto, al menos en este caso, no es la falta de lectura. El problema es que… ¡madre mía qué lecturas!
De verdad tenemos un horizonte vital tan penoso como para asumir de modo acrítico la cantidad de superficialidad, cuando no de abierta estulticia, presente en los libros y terapias de autoayuda. Uno va a creer en Dios o en el reiki o en forzar la carcajada a ratos, si eso le hace sentirse mejor, pero de verdad que somos incapaces de no ver que estamos hablando de un mero consuelo, más o menos eficaz a corto plazo. De verdad que no somos capaces de profundizar en nuestra existencia, tan vinculada a todos los ámbitos del conocimiento, lo cual no niega admirarse de otros campos más espirituales, si se quiere, como es la creación artística o los propios valores humanos. Sí, me pongo algo solemne y sesudo, pero cabreante resulta la civilización que hemos construido y todo lo que gira en torno a ella. Vivimos en una sociedad de consumo marcada por las tendencias de un mercado supuestamente libre, por supuesto una falacia, ya que está sujeto a intereses de los que más tienen.
Ahora mismo, se está celebrando en la capital del reino la Feria del Libro, amalgama de autores y editores con distinta suerte y objetivos, pero con la obligación siempre de vender más y mejor. La llamada «autoayuda» supone, al parecer, unos ingresos anuales de millones de euros para las empresas. Y, soy consciente, es obvio, que entre tanta basura puede haber algún conocimiento valioso. El mercado es así. Pero somos incapaces de observar que la posmodernidad nos depara una sociedad centrada casi de forma absoluta en la gestión del yo, que niega toda forma de conciencia social, y con una fácil asimilación por parte de un público que interesa que no esté demasiado formado en el pensamiento crítico ni en la capacidad de discernimiento. La cuestionable búsqueda de la fortaleza emocional, a un nivel estrictamente individual, normalmente apelando a una felicidad meramente superficial, cuando no distorsionadora, junto a hábitos de vida más o menos saludables, son los temas más usuales en todas estas joyas editoriales bien formadas en el caldo de cultivo de las crisis económicas periódicas. Si empece esté texto mencionado a cierto autor de los inicios de la modernidad, voy a recordar a otro más de mi gusto, que aseguraba que la gente tenía diversos caminos de liberación. Unos, imaginarios, entre los que se encontraban la religión y las drogas, pero donde podemos englobar a mucho de lo mencionado en la actualidad. Otro, real, constituía la vía de la revolución social. Pues eso.