A menudo se nos recrimina, dado el pertinaz y alto nivel de crítica que exhibimos en este blog, el no aceptar que las personas crean y practiquen lo que les venga en gana para tratar de mejorar sus vidas. Se trata de la primera falacia, creemos que repetida como un mantra, cuyo escollo a veces es notablemente difícil de salvar.
En su vida, cada uno se agarra a lo que quiere, o a lo que puede; sea la creencia en Dios, el acudir al templo por un sentirse mejor, el abrazar tal terapia, del tipo que sea, o el reírse como un descosido en grupo si cree que eso le va a hacer sentirse mejor. Todo ello puede ser muy comprensible, desde el punto de vista del usuario, pero no convierte en verdad cada una de las creencias ni garantiza la curación o bienestar definitivo del usuario. Lo que provoca la más feroz de nuestras críticas es que cada creencia, además de suponer un irritante reduccionismo acerca de la visión de la realidad humana, es vendida como una verdad definitiva que va a salvar, o a «sanar», a la humanidad. En otras palabras, no nos detenemos en ello como un mero consuelo más o menos eficaz, que es de lo que en realidad se trata, sino que estamos obligados a profundizar para tratar de cambiar las cosas. Y ello, precisamente, porque no nos limitamos únicamente al campo del conocimiento, sino que somos conscientes de lo muy vinculado que está al resto de las facetas humanas. Aquel «clásico» dijo que las condiciones económicas lo determinan todo, incluido por supuesto lo espiritual; es una visión, tal vez, algo categórica, pero hay mucho de cierto en que el sufrimiento «terrenal» provoca toda suerte de creencias en fantasías espirituales.
En cualquier caso, ya sea a un nivel político, económico, psicológico o incluso científico, es necesario desde nuestro punto de vista ser siempre «radical»; ello, si no queremos que las cosas cambien únicamente a un nivel epidérmico, mientras que en el fondo se mantienen igual. Si esto ocurre, es decir, con tanto sufrimiento existentes para personas de todo tipo en diferentes sociedades y contextos, siempre se va a buscar refugio en todo tipo de creencias; el «consuelo» al que aludíamos antes. Los líderes religiosos, con sus verdades definitivas a cuestas, siempre aluden a que si el ser humano deja de creer en Dios, empezará a creer en cualquier cosa; con eso se quiere explicar las muy diversificadas creencias absurdas que existen en las sociedades avanzadas. Por supuesto, nos negamos a creer en tal simpleza; la creencia en el absurdo adopta muchas formas, insistimos en que consecuencia de tantos problemas no resueltos para la humanidad (bien instrumentalizados por los poderosos para vender sus mercancías y asegurar sus privilegios); es otorgando un mayor horizonte para la ética y la razón, lo que inevitablemente implica profundizar en todas las cuestiones, donde deberíamos poner nuestros esfuerzos.
Junto a las tradicionales creencias religiosas, las nuevas formas de «espiritualidad» y la práctica de toda suerte de «pseudociencia», existe otra consecuencia de estas peculiares situaciones de la «sociedades avanzadas»; se trata de los inevitables, y muy exitosos, libros de «autoyuda». Diremos, en primer lugar, que por supuesto hay que separar el grano de la paja. Es decir, como en cualquier otro campo, hay obras muy valiosas que hoy podríamos calificar gratuitamente con ese apelativo. Por ejemplo, una maravilla de libro, accesible para todo el mundo, como La conquista de la felicidad, de Bertrand Russell, que debería ser de lectura recomendada para niños y adultos, es posible que lo encontremos en las librerías junto a los de otros escritos por autores cuestionables. El problema es que, en nuestra opinión, el nivel filosófico y humanístico de estas obras, dejando aparte las que resultan simples engaños, en la actualidad es muy, muy bajo; muy probablemente, gran parte de las personas no tengamos las armas necesarias para separar lo valioso de lo que no lo es. Si lo que denominamos sociedades avanzadas, se caracterizan por el individualismo más frívolo, el consumo del placer inmediato, la falta de reflexión y la incapacidad para profundizar en los problemas, todo ello se reflejará en las diversas facetas humanas. Es el caso, también, a nivel literario en esta vertiente, más o menos psicológica o «espiritual», que nos ocupa.
La conquista de la felicidad, la verdadera, resulta francamente difícil en un contexto tan pobre como el actual, y por supuesto ello no puede producirse de modo aislado ni a costa de nuestras semejantes, uno de los rasgos de las sociedades posmodernas. Estamos convencidos de que ello implica un proyecto vital sólido y profundo, a un nivel intelectual, político y ético. Si el empobrecimiento cultural imperante propugna la salvación, el éxito y el disfrute individuales, todo ello impregnará nuestro modo de actuar, por mucho que se quiera vestir con conceptos, por otra parte sin mucho contenido, como «pensamiento positivo», «crecimiento personal» o «ser uno mismo». Como en tantos otras casos, no existe un cambio verdaderamente real, sino un mantra repetido hasta la saciedad; como sabemos, y empezamos este texto, esto puede servir muy bien como consuelo momentáneo, e incluso como bienestar temporal, pero no supone una transformación «radical». Particularmente, como forma de ayudar a las personas, recomendamos obras como la de Russell, que recoge una tradición filosófica primordial en la que la felicidad humana abarca una tradición humanística amplia. Precisamente, porque no nos detenemos únicamente en el campo del conocimiento, sino que somos conscientes de lo muy vinculado que está al resto de las facetas humanas. Para separar ese grano de la paja, es necesario en primer lugar un esfuerzo cultural importante, con capacidad para indagar y contrastar, junto a un nivel de conciencia que nos haga identificar tanta literatura superflua y distorsionadora escrita por tanto charlatán e iluminado.
Capi Vidal