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El carácter mercantilista
 del neoliberalismo

Cuando se teoriza sobre la existencia de una tendencia secular y perdurable al declinar el beneficio en el mundo entero o en una parte de él, habría que precisar en primer lugar a qué grandeza y a qué sociedad y componentes sociales se hace referencia en concreto.


Si se pretende facilitar un único número para una entera colectividad nacional e internacional de varios miles o millones de millones de individuos, la cosa puede acabar asumiendo tintes temerarios cercanos al ridículo. Lo menos que se puede decir es que en un cálculo de tal complejidad el componente subjetivo y la finalidad ideológica acaban por ser el elemento predominante y decisivo a la hora de escoger el método de cálculo que se ha de adoptar.

A menudo se hace referencia al curso corriente del interés como indicador aproximado de la tasa media de beneficio característica de una nación cualquiera o de una época o categoría de actividad o componente social. Por otro lado, en una época en que las políticas monetarias de los bancos centrales están totalmente desligadas de cualquier relación o límite conectado al valor del oro o de cualquier otro metal precioso, las tasas oficiales de interés pueden alterarse impunemente o asumir valores negativos, cambiando a la baja las tasas aplicadas por los sistemas bancarios. Estas rebajas, evidentemente, no pueden en modo alguno considerarse como indicativas de una tendencia análoga de las tasas de beneficio que, a consecuencia de su dinámica, podrán registrar alguna variación en sentido contrario.

Un cálculo más realista de la tasa media de beneficio podría partir de la consideración de los datos relativos a la transferencia de riqueza entre los diferentes componentes sociales.
En la tendencia cada vez más acentuada a la acumulación y concreción de la riqueza en porcentajes cada vez más restringidos de ricos y súper-ricos puede revelarse un indicador de cierta significación y de cierta utilidad. Sin duda se trata con frecuencia de transferencias y enriquecimientos que no tienen nada que ver con la producción de riqueza ni con ningún producto interior bruto, y no necesariamente son el resultado de contabilidades oficiales de balance o de declaraciones fiscales.

La valoración de estas cifras presenta, como no podía ser de otra manera, un elevado grado de fiabilidad, en cuanto a que se basa en consistencias y valores, las más de las veces conocidos y por ello exhibidos con orgullo, de acciones, obligaciones, títulos de deuda pública y productos financieros del más variado género, propiedades inmobiliarias, metales preciosos y reservas de materias primas. Esta evolución en las modalidades de acumulación y de concentración de la riqueza por parte de componentes incuestionablemente dominantes y vencedores en la fase del capitalismo moderno en curso a comienzos del tercer milenio parece renegar de la misma esencia de tal sistema socioeconómico.
 Puede ser que simplemente no aprecie de forma más clara, y dramática en muchos aspectos, las contradicciones de fondo.

A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, lo que se define como capitalismo moderno se ha impuesto con el nombre de liberalismo como adalid de ideologías y praxis políticas y económicas contrapuestas e irreconciliables, al menos nominal y formalmente, con el capitalismo de tipo mercantilista vigente en los siglos anteriores.

Las clases negociantes y financieras emergentes sostuvieron principios como la libre iniciativa, la competencia, la libertad de comercio, la soberanía del mercado, la garantía de la propiedad privada, la libertad de contratación y la igualdad jurídica de los ciudadanos ante las leyes civiles y penales. Se trataba entonces de combatir y superar la normalidad social basada en los monopolios, los privilegios, los arbitrios y otros residuos feudales en materia económica y fiscal incompatibles con las aspiraciones de las clases sociales en ascenso.

Todo esto no afecta más que a la consecución del beneficio y del rédito, que son instituciones al mismo tiempo fundamento, objetivo, modalidad y exigencia imprescindible de existencia y reproducción de cualquier forma de capitalismo; son pura y simplemente un contraste malsano con los principios y los símbolos del capitalismo moderno, liberal. En otras palabras, el beneficio y el rédito son siempre el fruto de una limitación cualquiera de la libre iniciativa, de la competencia, de la libertad de escoger de los consumidores, de la libertad de contratación y también de los derechos de libertad y de propiedad, frente a los sacrosantos principios constitucionales.

En resumen, surgen necesariamente de una condición más o menos relevante y acentuada de proximidad al monopolio, que puede asumir las más variadas denominaciones según el grado de cercanía a una situación de efectivo control de la demanda.
 Ni siquiera un quiosquero o un tendero de barrio podrían conseguir un beneficio por mínimo que fuera sin alguna imperfección en la competencia, puede que derivada simplemente de costumbres, simpatía, proximidad territorial u otra motivación análoga. Con mayor razón esto vale para las grandes empresas, que efectúan inversiones ingentes de capitales, por lo que, con las remuneraciones consideradas como adecuadas, diseñan estrategias a corto, medio y largo plazo.

En la puesta a punto de tales estrategias es considerado y previsto cualquier tipo de contingencia y preocupación, salvo para el respeto de los sacrosantos principios del capitalismo moderno y de las constituciones, cada vez que se puedan obviar con ventajas y sin perjuicios. Precisamente la contradicción fundamental del sistema socioeconómico dominante es la que se da del contraste entre la exigencia vital e imposible de eliminar del beneficio y del rédito, podemos decir su razón de ser, por un lado y, por otro, los principios básicos sobre los que se rige el capitalismo moderno.

En otras palabras, el monopolio, el privilegio y la desigualdad, que constituyen el fundamento del mercantilismo, expulsados de las puertas del siglo XVIII, están todavía bien vivos y sistemáticamente están a punto de entrar por las ventanas, aunque no siempre de forma ortodoxa. Las autoridades gubernativas y monetarias nacionales e internacionales deberán garantizar un equilibrio y una conciliación de exigencias contrastantes, pero la mayor parte de la veces encuentran conveniente y fructífero compartir, no muy abiertamente, el 1, el 0,1 o el 0,01 por ciento de los ricos y súper-ricos.
 Sus cargas de hecho tienen una cadencia y unos comportamientos teñidos de una ecuanimidad y de un rigor que son considerados como excesivos y que tendrían como consecuencia hacer improbable la confirmación o la búsqueda de otra probabilidad tanto o más prestigiosa y remunerativa.

La economía, las finanzas y el buen sentido


Las primeras palabra de La riqueza de la naciones, considerado como una especie de texto sagrado y verbo original del moderno capitalismo liberal, y en las concepciones más entusiastas incluso como libertario, traspasan las bases morales del sistema socioeconómico en su fase de primera edificación: el trabajo anual de cada nación es el fondo del que originariamente proceden todos los medios de subsistencia que ella misma consume, y que siempre consiste en el producto directo del trabajo o de lo que con él viene adquirido por otras naciones.

Adam Smith y la mayoría de pensadores de matriz liberal precedentes, contemporáneos o posteriores, tenían una concepción del trabajo no solo como fuente e instrumento de creación de riqueza sino también como fundamento y justificación moral de la propiedad y unidad de la medida de valor. Los economistas de la escuela clásica, e incluso Karl Marx, a consecuencia de su insistencia en presentar sus doctrinas con los ropajes de la ciencia, por el hecho de retomar la definición de Smith de valor-trabajo, implícitamente han adoptado a su pesar también las bases morales. No de otra cosa deriva cualquier atribución a los trabajadores del fruto de su trabajo o las reivindicaciones de los mismos en ese sentido.

En la concepción liberal, el mismo derecho del capital a una remuneración se justifica por el hecho de constituir producto de trabajo no consumido y aplicado a nueva producción. El pensamiento de Smith se caracteriza, entre otras cosas, por una incurable aversión hacia la alquimia y la magia de las maniobras monetarias y financieras, que consienten la acumulación y concentración de riqueza no ganada con el trabajo sino a través de la creación y maniobra de medios monetarios y financieros. En efecto, las artimañas de orden económico y financiero que permiten acumular riqueza sin la utilización del trabajo actual o pasado, son un medio, fraudulento en sustancia aunque no en la forma, de realizar en cualquier medida la transferencia de los productores de bienes de servicio a los banqueros y financieros y a sus beneficiarios, socios e inversores.

En el juicio negativo de Smith y de los liberales de primera hora, a las consideraciones de orden moral se asociaban valoraciones teñidas de prudencia y sentido común. Además de injusto, era considerado arriesgado y nada sensato crear instrumentos monetarios y productos financieros de papel más allá de las normales exigencias y praxis de las actividades productivas, ya que su exceso de circulación tendía irremisiblemente a transformarse en burbujas especulativas, destinadas antes o después a desinflarse o explotar. A fin de cuentas, el argumento decisivo, aparte de obvio hasta rozar lo banal o lo prosaico, en el rechazo por parte de Adam Smith y sus seguidores al papel moneda no convertible era que un bien que cobra principalmente valor «de la escasez, es necesariamente depreciado por la abundancia».

Otro pilar de las concepciones de Smith en materia de política económica, contra las tesis mercantilistas que apoyan la teoría de la balanza comercial, es la afirmación, universalmente reconocida en las enseñanzas académicas, de que los incrementos de los medios de pago son y deben ser el efecto y no la causa de la prosperidad de una nación. De tal punto de vista, que vale la pena recordar que procede la expresión de los principios básicos del liberalismo, deriva la condena sin paliativos de toda práctica tendente a favorecer la explotación y a minimizar las importaciones o a crear moneda acumulativa de la nada con la intención de expandir artificiosamente los volúmenes de negocios y beneficios, y devaluar la moneda nacional para rebajar la tasa de cambio y favorecer las exportaciones. Estas políticas eran consideradas por los liberales de un tiempo nada lejano como inútiles y carentes de fundamento lógico y, sobre todo, como injustas y dañinas, por estar en contraste con el verdadero interés de las comunidades nacionales y con las leyes y reglas de una economía sana y próspera, y de una política económica eficaz, justa y racional.

Los economistas clásicos consideraban que simples razonamientos de sentido común bastarían para evitar, impedir y bloquear concepciones y comportamientos basados en presupuestos y previsiones, de tendencia a largo e incluso corto plazo, de una expansión indefinida e incluso infinita e ilimitada de la creación, acumulación y concentración de riqueza. Por sus mismos fundamentos, la economía política, la ciencia triste según definición de Thomas Carlyle, está necesariamente conectada a situaciones de escasez, tanta que en un estado de abundancia o superabundancia de recursos respecto a las necesidades tendrían menos razón de ser.

Por otra parte, incluso la simple racionalidad o el sentido común permiten darse cuenta de forma inmediata e inequívoca de la limitación de los recursos del planeta en relación con las inconmensurables posibilidades de expansión de los deseos, aspiraciones y sueños de los seres humanos.

Todavía el sentido común y el sentido del límite no encajan en la lógica funcional de las instituciones y componentes sociales inclinados al beneficio y a la acumulación y concentración de la riqueza, aparte del poder que de ello se deriva. Por mejor decir, los mecanismos a través de los que los procesos de acumulación y concentración se realizan son intrínsecamente llevados al exceso, al desequilibrio y al riesgo, prescindiendo de la voluntad del operador en singular. Cuando, de hecho, prudencia y equilibrio vuelvan a entrar en el arco mental de este último, no tendrá ninguna posibilidad de oponerse y mucho menos de minar la lógica del sistema, ni de quedarse fuera, a menos que se quiera condenar a la marginación o la expulsión.

Ya que, hoy por hoy, las tendencias y los procesos no pueden ni deben ser dejados operar sin límites ni frenos, por interés mismo del sistema y de sus componentes, se ha impuesto la necesidad de un poder externo e independiente con posibilidad, al menos en teoría, de imponer frenos, límites y vetos a las actividades financieras. No por casualidad, las experiencias negativas del pasado remoto (y reciente) han conducido a la creación de los bancos centrales y de todos los organismos nacionales e internacionales de control de los mercados de los títulos accionariales, de obligaciones y de deuda pública, aparte de la proliferación de leyes y reglas referentes a la moneda, el crédito y la finanza. Un problema, quizá el principal, es que estos organismos deberían ser realmente externos e independientes respecto al poder financiero, lo que los sitúa en una vaga región imaginaria entre lo improbable y lo imposible.

Francesco Mancini

Publicado en Tierra y libertad núm.345 (abril de 2017)

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