Recientemente, asistí a una acalorada discusión en una barra de un bar entre dos parroquianos, que no estoy seguro, pero creo que versaba sobre eternas rivalidades balompédicas. El caso es que, en pleno combate dialéctico, uno de ellos le espetó al otro: ¡eres un sofista! Un instante de tenso silencio parecía la antesala de una ensalada de bofetadas, cuando decidí intervenir raudo y veloz. Con una amplia sonrisa, les dije que, tal vez sin pretenderlo, habían tocado uno de mis temas favoritos. La palabra «sofista», en su sentido negativo, que alude a una persona que emplea un razonamiento falso con apariencia de verdad (es decir, un «sofisma»), llega a nuestro días. En mi opinión, continué alegremente mi discurso, esa mala prensa de los sofistas, filósofos de la Antigüedad, se debe a la imagen que de ellos quisieron dar autores como Platón o Jenofonte, pero también a la mala interpretación de sus frases. Como, entre palabra y palabra, puede ver que aquellos dos tipos adoptaban un ambiguo gesto, entre la perplejidad y el interés, me animé a continuar. Los sofistas, al contrario de lo que se ha sostenido de manera simplista y reduccionista, no representan un cambio de interés en la filosofía respecto a sus precedentes.
La diferencia entre realidad y apariencia continúa siendo una preocupación primordial en la época de los sofistas, se considera que los fenómenos sensibles cambian constantemente, así como de un individuo a otro, y ellos mismos constituyen la única realidad. En moral, esto lleva a una ética situacional (pragmática o utilitarista), a un énfasis sobre la inmediatamente práctico y a desconfiar de normas o leyes y de principios generales o permanentes, cuya única posibilidad de validez y permanencia radicase en haber sido instituidos por algún poder divino. De esta manera, se cuestionan también las creencias religiosas al no poder ser verificadas mediante datos positivos. El contrapunto a esta actitud es el intento de restaurar y justificar filosóficamente la creencia en patrones absolutos y permanentes y en verdades o realidades invariables, existentes más allá y por encima de los fenómenos sensibles y de las acciones y sucesos individuales, y que no se ven afectadas por ellos. La primera actitud se halla tipificada en Protágoras, el primero y uno de los más grandes sofistas, afirmó que el hombre es la medida de todas las cosas y que la existencia de los dioses es una hipótesis indemostrable. La segunda, la encontramos en las enseñanzas de Sócrates, culminada después en la teoría ideal de Platón, según la cual, conceptos tales como belleza, igualdad, identidad, justicia y muchos otros, tienen existencia fuera de la mente humana como patrones independientes e invariables a los que las percepciones y las acciones humanas pueden y deben referirse; de ello se desprende la existencia de una inteligencia divina. Al pronunciar esta última palabra, tuve la inmediata sensación de estar subido en un pedestal, pero nada más lejos de mi intención.
La idea de la ley como un simple acuerdo entre los hombres, y modificable por consenso, es básica para el humanismo de los sofistas griegos; Platón atacará este concepto ya que considera que la justicia y la ley existen por derecho propio, y todo lo que podemos hacer es intentar reproducirlas hasta donde podamos en nuestras mutuas relaciones. Es una oposición fundamental entre el idealismo platónico y el empirismo y escepticismo sofista, gracias a los cuales, en mi opinión, se abre la puerta al librepensamiento. A lo largo de la historia, mis queridos amigos, parece que había que tomar partido entre una u otra posición, considerando hasta el siglo XX a Platón un filósofo genuino y sabio; y a los sofistas, superficiales, embusteros, destructivos… En las últimas décadas, tal vez conscientes del desastre al que conduce esa visión ideal, que empobrece la existencia humana, y es las más de las veces germen de la subordinación y el totalitarismo, se ha invertido el asunto por parte de muchos filósofos y se ha tratado de rehabilitar a los sofistas, cuyos escritos no han llegado hasta nosotros en su mayor parte. En ese punto de mi discurso, puede comprobar que había captado la atención de la mayor parte del bar, algo que animó considerablemente mi retórica.
Que las enseñanzas de los sofistas, continué, se limitaran al arte de la retórica, en un mundo en el que la democracia se iba desarrollando, es una notable exageración. Una de la características del cambio desarrollado en esta época es la antítesis entre physis (naturaleza) y nomos (ley o convención); una vez propagada la idea de que las leyes, usos y costumbres no forman parte de un orden inmutable de las cosas, era posible adoptar muy diferentes actitudes hacia él. Aunque las opiniones de los diferentes sofistas difieren, se puede decir que la idea de la ley es una cuestión de consenso humano, acuerdos tomados por los ciudadanos. En ello, está la esencia de lo que luego sería la teoría del contrato social desarrollada en Europa durante los siglos XVII y XVIII. El auge del ateísmo y agnosticismo en esta época también fue vinculado a la idea del nomos, que cobraba superioridad respecto a supuestas leyes divinas. Incluso, se especulaba con la idea de que los dioses habrían sido creados por algún legislador ingenioso con el fin de atemorizar a los hombres y asegurar su buen comportamiento. Otro aspecto atractivo de la antítesis entre physis y nomos fue que facilitó los primeros pasos hacia el cosmopolitismo y la loable idea de la unidad de la humanidad.
A medida que se desarrolla la Ilustración griega, se manifiesta a sí misma bajo dos aspectos principales (lo mismo que ocurrirá luego en la Europa renacentista): primero, por la determinación de creer solo lo que es razonable y por una tendencia a identificar la razón con el positivismo y el progreso de las ciencias naturales y, segundo, por un genuino compromiso con la moralidad: mejora de la vida humana y eliminación de la crueldad, de las injurias y de toda forma de explotación del hombre por el hombre. Por lo tanto, fui finalizando, pedí a todas aquellas personas que recordaran estas palabras la próxima vez que utilizaran la palabra «sofista». Sin perder la sonrisa, abandoné aquel lugar convencido de que, la retórica, que no es ni mucho menos uno de mis fuertes, podía no ser meramente un arte en manos de aprovechados para seducir a las masas.
Precisamente en eso estaba pensando, en la antítesis entre Naturaleza y ley.
Un saludo.
Bueno… Yo estaba pensando en los «hipsters»…
Todavía no he visto otra gente que tome más café.
¡Qué me pueden decir de La Verdad absoluta! ¿Quién la tendrá?