CINE ETA TERRORISMO

ETA en el cine (a propósito de un film actual como «La infiltrada»)

A propósito del reciente éxito, de crítica y público, de la película La infiltrada, cuya crítica abordaré más adelante, resulta interesante analizar, aunque sea de manera somera y sin ánimo de exhaustividad, cómo ha tratado el cine la temática del terrorismo de ETA relacionado con el contexto político de cada época. Como no podía ser de otra manera, es con la muerte del dictador Franco y la llegada de la denominada Transición cuando se produce cierta libertad, no sin problemas, para producir films políticos controvertidos. No puede dejar de mencionarse Operación Ogro (1979), coproducida con Italia y dirigida por Gillo Pontecorvo -que ya nos había regalado un estupendo film político como La batalla de Argel– sobre el atentado que acabó en 1973 con la vida de Carrero Blanco, presidente del gobierno en el tardofranquismo, y que tantas teorías alternativas sobre su verdadera autoría ha producido -así como sobre especulaciones sobre la continuidad del franquismo, o no, si no hubiera desaparecido esta figura-. Sin duda, se trata Operación Ogro de una producción importante, que recoge, no solo la reconstrucción del atentado, también el debate entre aquellos que abandonaron la lucha armada tras el fin de la dictadura y los que decidieron continuarla al considerar que poco había cambiado, pero he de reconocer que en su momento se me atragantó lo que quise ver como una loa al nacionalismo vasco. No obstante, merece una revisión.

Es Imanol Uribe uno de los realizadores que más ha tocado en su obra la cuestión de la violencia etarra y de la izquierda abertzale. Una especie de trilogía en orden cronológico, en este sentido, la constituye El proceso de Burgos (1979), documental que recoge numerosos testimonios de procesados y encarcelados tras el consejo de guerra producido después de declararse en 1970 el estado de excepción en Guipúzcoa a raíz de un atentado de ETA; La fuga de Segovia (1981), que narra ya en formato de ficción el hecho real de la huida de cerca de una treintena de presos de la cárcel segoviana, la mayoría etarras -uno de los evadidos, Oriol Solé, anarquista interpretado en el film por Ovidi Montllor, resultó muerto por la Guardia Civil cuando trataba de cruzar la frontera francesa-, y La muerte de Mikel (1984), donde el país vasco tiene ya un auténtico protagonismo siendo el más crítico con el nacionalismo -aunque, mostrando también la fuerza represora del Estado español-, tanto el tradicional como el de la llamada izquierda abertzale, al no permitir la libertad personal de un hombre homosexual, al que sin embargo acaban convirtiendo de modo hipócrita en una suerte de caído gudari vasco -se insinúa al final, de modo espeluznante, que la causante de la muerte de Mikel pudo haber sido su propio madre, representante de esa sociedad vasca tradicional, incapaz de aceptar la condición sexual de su hijo-.

Hay quien ha señalado La muerte de Mikel como un plagio de un guion nunca rodado del cineasta maldito Eloy de la Iglesia, denominado Galopa y corta el viento, y publicado en 2022 junto a un interesantísimo ensayo sobre el director y la imposible gestación del film. De la Iglesia, que en otras ocasiones ya tocó el tema de la violencia etarra en su obra, aunque fuera de manera colateral, fue a menudo acusado de sensacionalista y esquemático a la hora de plasmar la realidad; para el que suscribe, sin embargo, su obra ha ganado con el tiempo, al contrario quizá que otras consideradas en su momento de mayor calidad. Las películas dirigidas por de la Iglesia, más o menos afortunadas en su conjunto, constituyen documentos impagables de la historia reciente de España: el tardofranquismo, la decepcionante Transición política, junto a la continuidad económica que supuso, así como el desarrollo de una democracia tan cuestionable y la imposibilidad de una verdadera transformación social. A principios de los años 80, fue cuando empezó a escribirse Galopa y corta el viento, la historia de amor marginal entre un vasco abertzale y un guardia civil, un amor proscrito e imposible entre dos hombres en situaciones enfrentadas; una relación clandestina, como la de tantos homosexuales de la época, en la que ambos irán flexibilizando sus posturas políticas, intentado comprender gracias a los sentimientos amorosos las opiniones del otro bando, pero con un trágico final ocasionado por la violencia de unos u otros.

Otra película de De la Iglesia, El pico (1983), junto a su secuela un año después, es obviamente deudora de la historia anterior, en un contexto similar y también con protagonistas de la izquierda abertzale y la guardia civil, aunque con la juventud marginada y las drogas como temas centrales, algo recurrente en el director, mientras que la homosexualidad quedaba esta vez a un lado. Serían varios factores los que empujaron a que el incómodo guion Galopa y corta el viento nunca se convirtiera en película, hay quien habló de amenazas por parte de ETA y de la Guardia Civil, aunque el propio De la Iglesia aclaró que las razones fueran sobre todo administrativas con una acción censora que todavía se ejercía desde la Dirección General de Cine. A mediados de los años 80, siendo uno de sus últimos films la muy interesante La estanquera de Vallecas (1987), alguien tan incómodo y subversivo como De la Iglesia fue definitivamente sustituido por la obra de Pedro Almodóvar, que presentaba personajes con modelos de comportamiento supuestamente libres, en un país con instituciones aparentemente progresistas, pero en realidad más bien exentos de conciencia política o histórica. Un cineasta, antiguo militante comunista, que fue caminando hacia lo libertario, como De la Iglesia era definitivamente apartado y, ni siquiera, se reconocían algunos de sus rasgos en el nuevo y cuestionable cine de éxito.

Volviendo al cine de Imanol Uribe, nos regalaría una notable y curiosa película como es Días contados (1994), basada en una novela de Juan Madrid, que sin embargo nada tenía que ver con la cuestión etarra. El personaje literario, que era un fotógrafo que se disponía a realizar un reportaje fotográfico sobre la marginalidad en el madrileño barrio de Malasaña, es convertido para la pantalla en nada menos que en un miembro de un comando de ETA que llega a Madrid para realizar un sangriento atentado. La historia de amor del terrorista con una joven drogadicta convierte al film en un thriller dramático, con personajes algo estereotipados, pero que extrañamente funciona bastante bien en casi todos los aspectos incluyendo algunos soberbias interpretaciones. Hay quien sostiene que esta obra supuso un punto de inflexión en lo que concierne a ETA dentro del cine, no exenta estúpidamente de polémica -a pesar de ser un film premiado y de gran éxito comercial- al mostrar a un terrorista que, sorpresa, muestra sentimientos amorosos, como si la historia del cine no nos hubiera mostrado en numerosas ocasiones a personajes crueles -y la película de Uribe no creo que deje muchas dudas al respecto sobre el protagonista- con un lado también humano. En cualquier caso, no puede decirse que la historia de Días contados tenga el conflicto político como tema central más allá de mostrar a personajes, tal y como reza el título, en situaciones extremas.

Uribe todavía tocaría la cuestión etarra en otras dos obras menos afortunadas, que supusieron tal vez un definitivo cambio de orientación en el director para abordarlo -no se ve ya asomo de crítica a las fuerzas represoras del Estado- en una época muy diferente: Plenilunio (2000), cuyo tema central es un psicópata asesino de niñas en una ciudad española de provincias, con un inspector que investiga el caso, amenazado por ETA y con una mujer recluida en un psiquiátrico por dicha situación, que es trasladado del País Vasco (dos partes argumentales que, quizá, no casan debidamente en la narración), y Lejos del mar (2015), no ya fallida película, sino rayando en mi opinión en lo irrisorio, sobre las intenciones vengativas de la hija de militar asesinado por un antiguo militante etarra, que ha pasado 20 años en prisión y que se muestra arrepentido.

Ander eta Yul, dirigida en 1988 por Ana Díez, es una apreciable y arriesgada película, de estupendo guion, que nos relata la antigua amistad de dos hombres, uno convertido en militante de ETA y el otro en un pequeño traficante de drogas. Este, Ander, y como puede suponerse, acabará asesinado por su antiguo amigo Yul, lo cual evidencia el fanatismo nacionalista que decide tomar las armas, que termina por anular toda empatía con el otro incluso siendo parte de su círculo afectivo. Hay que recordar que la banda terrorista asesinó a varios narcotraficantes en el País Vasco y resulta muy significativa una línea de diálogo en la que un etarra asegura algo parecido a “nosotros somos el único Estado y la única policía”, lo cual da una idea de sus motivaciones represoras, para ocupar el lugar de los que mandan, y nada liberadoras. El film no gustó nada, ni al entorno abertzale, ni al Estado y los españolistas, lo cual le hace ganar definitivamente las simpatías del que suscribe.

Mario Camus es otro director que ha tocado, de manera directa o indirecta, la cuestión etarra en su filmografía. En Sombras en una batalla (1993), se nos cuenta una interesante historia, eso sí, excesivamente melodramática, sobre la fortuita historia de amor entre una antigua terrorista, exiliada en Portugal, y nada menos que un mercenario que participó en los GAL. La película se muestra muy crítica con ETA, en boca de la exmilitante interpretada por Carmen Maura, y, como no podía ser de otra manera, también con el terrorismo de Estado. Camus volvió a reincidir en el tema con La playa de los galgos (2003), historia muy teatral de trama demasiado retorcida con excesivos factores en juego: exterrorista exiliado con problemas psicóticos, su hermano de buen corazón que le busca, pareja de una de las víctimas que busca venganza, psiquiatra argentino con una hija internada por traumas de la represión golpista de Videla…; en cualquier caso, interesante la reflexión sobre diversos tipos de violencia de los que tratan de imponer (los que aspiran a conquistar el Estado, para toda sensibilidad libertaria), aunque muestra una conexión sobrenatural en las víctimas, que no se conocen entre sí, francamente extraña, que no ayuda a la verosimilitud de la historia.

Otra estimable película, dirigida por Helena Taberna y quizás algo olvidada, es Yoyes (2000). Se trata de un acercamiento biográfico a Dolores González Catarain, alias Yoyes, la primera mujer dirigente de ETA, que acabaría exiliada en México en 1980 a raíz de su distanciamiento con la línea más dura del grupo terrorista. Su regreso al País Vasco a mediados de la década no rebajó la feroz crítica que Yoyes seguía realizando a ETA (en el film, les acusa de usar “métodos fascistas y estalinistas”), lo que supuso, junto a la instrumentalización que el Gobierno español hizo de su figura como ejemplo de reinserción, su asesinato por la banda armada acusándola de traición.

Mucho revuelo causó el film de Julio Medem La pelota vasca. La piel contra la piedra (2003), sobre todo en la derecha -el Partido Popular, que en aquel momento llevaba gobernando el país en su segunda legislatura, se negó a participar-, donde se daba voz en forma de continuos bustos parlantes a diversas personalidades de mundo de la cultura y la política; tal vez resulte más espeluznante escuchar, no a aquellos que se enrocan en una identidad étnico-colectiva -incluidos a los que se consideró el brazo político de la lucha armada-, que al menos no lo ocultan, sino a figuras hipócritas como Felipe González, que se llena la boca de crítica a la violencia y todos sabemos, o deberíamos saber, lo que se produjo durante su largo mandato en el Estado español. Nos quedamos con los testimonios que aluden al fin de las fronteras y a que no se puede recurrir al dogmatismo de las ideas, tanto de los que aspiran a imponer con la fuerza de las pistolas, como los que ya lo hacen desde el monopolio de la violencia que supone el Estado.

En 2008, se estrenó Todos estamos invitados, de Manuel Gutiérrez Aragón, que a priori plantea un interesante escenario con dos tramas paralelas: un etarra que tiene problemas de amnesia, después de cometer un atentado, y un profesor, amenazado incluso por gente cercana, mientras tantos miran hacia otro lado. Sin embargo, un guion bastante lamentable plagado de diálogos nefastos (quizá, por pretenciosos), unas situaciones inverosímiles y unos terroristas de trazo grueso, casi caricaturescos, acaban produciendo sonrojo.

En los últimos años, eso tan necesario que es el humor como arma subversiva parece haberse utilizado ya abiertamente para abordar el llamado conflicto vasco. Así, el muy interesante director de comedia Borja Cobeaga realizó la que considero su mejor película con Negociador (2014), donde se narra los comienzos de diálogo del gobierno español con la banda armada, en 2005, como punto de partida para el final de su lucha armada. Un humor sutil, y muy negro, rozando el esperpento, para mostrar unos personajes algo patéticos, obligados a escucharse finalmente y convivir con ideas contrapuestas. Con Fe de etarras (2017), Cobeaga y su habitual coguionista Diego San José, provenientes del programada humorístico ¡Vaya semanita!, donde ya daban buena cuenta de forma transgresora del nacionalismo vasco, nos ofrecieron la hilarante historia de un inútil comando etarra, que espera en 2010 una orden para llevar a cabo un atentado en una capital de provincias; mientras aguardan una llamada que nunca se producirá, se está celebrando el Mundial de Fútbol, y la selección española va avanzado hasta finalmente ganar el torneo para que los terroristas acaben enredados en una ensalada de banderas rojigualdas. No podemos más que subscribir semejante sátira sobre el patriotismo de cualquier pelaje (concepto intercambiable con el nacionalismo, a pesar de lo que aseguren ahora algunos arrimando miserablemente el ascua a su sardina), eso tan nocivo con lo que se sigue vertiendo tanta sangre.

A pesar de ser obviamente una producción solvente, muy alabada por la mayoría de crítica y público, hay algo que me produce rechazo en Maixabel (Iciar Bollain, 2021). Quizá su excesivo y muy calculado didactismo, casi en forma de homilía, aderezado con algo de sensiblería, sobre esta historia real de la mujer de Juan María Jáuregui, político socialista, exmiembro de ETA y asesinado por la banda en el año 2000, y su encuentro con el arrepentido terrorista que lo mató. Termino este recorrido con La infiltrada, estrenada este año 2024 y dirigida por Arantxa Echevarría, todavía en salas comerciales mientras escribo este artículo, donde nos encontramos con una película de género, más un thriller policiaco que cualquier otra etiqueta que queramos buscar. Sin embargo, contarnos la historia de una mujer policía que se infiltra en el entorno de la izquierda abertzale, cercana a una lucha armada originada por motivaciones políticas -por muy cruenta que acabara siendo-, obligaría en mi nada neutral opinión a un poquito más de substrato en ese sentido y no solo apuntes de jóvenes que beben y pegan carteles.

Los retratos de los terroristas en La infiltrada, como en otros films mencionados, acaban siendo unidimensionales: el más veterano, un tipo primario y repulsivo -también, en sus rasgos-, violento y autoritario incluso en su cotidianeidad; otro, joven y atractivo -démosle tiempo para el deterioro-, más bien ingenuo, que responde de forma pueril cuando se le pregunta sobre cómo se imagina una Euskadi libre. Tampoco me convence la caracterización de la protagonista, que obviamente debe estar motivada exclusivamente por un férreo deseo policial -hablamos de alguien fingiendo ser otra persona durante varios años en un entorno que le repugna-. Aunque el retrato de los policías resulta en algunos momentos espeluznante, no existe tampoco esa equiparación con los criminales que sí hemos visto en otras películas de infiltrados, aunque sí hay un interesante momento en que la protagonista parece empatizar con el joven terrorista cuando viene a decir que ya no recuerda su vida anterior -ambos, quizá, tremebundamente adoctrinados para convertirse en otras personas-; los cartelitos finales, sobre qué fue de los personajes presuntamente reales, así como el pequeño didactismo sobre cómo se acabó con ETA, también considero que sobran.

Para el futuro, queda pendiente una gran película de ficción que explore, no solo el conflicto político en profundidad sin maniqueísmo alguno, también de forma necesariamente vinculada los mecanismos psicológicos que llevaron a tantas personas a acabar formando parte de una lucha armada con acciones abiertamente crueles, así como su forma de justificarlas. Esto se ha producido en el denominado conflicto vasco, pero también en otros desgraciadamente todavía en activo, donde se persigue la uniformización de los jóvenes -de traje militar y también de pensamiento dogmático, que les empuja a enfrentarse al diferente-.

Capi Vidal

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