Al estrecharse e intensificarse las relaciones entre los países de Extremo Oriente y Europa, esta última descubre productos orientales antes desconocidos. Caso ejemplar es el té, llevado a las Islas Británicas por primera vez en 1664, y que ya en 1720 llegó a sustituir decididamente a la seda como principal mercancía de importación de la Compañía británica de las Indias Orientales. En consecuencia, el saldo positivo de la balanza comercial china continuó aumentando.
Hacia la mitad del siglo XVIII, los directores de la Compañía, que tenía el monopolio del comercio con las Indias Orientales y el permiso de exportar plata del propio país, estaban seriamente preocupados por el grave y creciente déficit de la balanza comercial británica con China. El coronel Watson encontró la solución al espinoso problema pues, para saldar el déficit, propuso introducir a gran escala en China el opio que el Imperio Británico podía exportar de la India.
El plan funcionó: a partir de 1776, la cantidad de opio exportada por los británicos a China aumentó de golpe y continuó creciendo los años siguientes. El comercio de opio indio con China crece de forma excepcional, sobre todo en el periodo 1830-1840, también porque en esos años, atraídos por los pingües beneficios de ese tráfico ilícito, se implicaron además los estadounidenses, que en una mano llevaban la Biblia y en la otra la droga.
Las consecuencias económicas y monetarias no tardaron en manifestarse: el tradicional avance de la balanza comercial china comenzó a disminuir hasta llegar a transformarse en un déficit pavoroso. Por efecto de todo esto, la plata salió en masa de China, volviendo a Occidente, mientras la toxicomanía asumía dimensiones terroríficas, tanto que se estimó en cerca de diez millones el número de chinos fumadores de opio.
El gobierno chino, preocupado tanto por el aspecto socio-sanitario como por el comercial y monetario por la pérdida de las reservas de plata, intentó corregir la situación; pero su debilidad ante la potencia británica hizo vanos sus esfuerzos. Fueron los intentos del gobierno chino para remediar una situación que se había hecho insostenible, los que condujeron a las dos famosas guerras del opio, de las que el Imperio chino salió derrotado y humillado, y sus relaciones con Occidente resultaron envenenadas para siempre.
La primera fue entablada entre Inglaterra y China entre 1839 y 1842, y comenzó cuando, en marzo de 1839, el emperador Tao Kuang ordenó la destrucción de 20.000 cajas de opio recién descargadas de los barcos de la británica Compañía de las Indias Orientales en el puerto de Cantón.
Una flota de cañoneros de la reina Victoria redujo con facilidad a los juncos chinos, y en 1881 ocupó la ciudad de Nankin, obligando a China a rendirse. La paz de Nankin del 29 de agosto de 1842 puso fin a las hostilidades y China debió ceder Hong Kong a Inglaterra, abrir cuatro puertos (aparte de Cantón) al tráfico europeo y aceptar la importación ilimitada de opio, tras pagar un impuesto.
La guerra se reanudó en 1858, a consecuencia del rechazo chino a legalizar el tráfico de opio, y duró hasta 1860. Esta vez se aliaron Inglaterra y Francia para derrotar en 1860 a un ejército chino a las puertas de Pekín, obligando desde aquel momento a China a autorizar sobre su propio territorio el comercio y el cultivo del opio.
El tráfico de opio aumentó de las 40.000 cajas de 1798 a las 180.000 de 1880, por un valor de 130 millones de libras esterlinas para el Tesoro de Su Majestad británica; en consecuencia, el número de toxicómanos en China a finales del siglo XIX había llegado a los 120 millones. De hecho, el caso chino es el único conocido en el que la legalización de una droga ha sido impuesta por la fuerza a una nación por deseo de otra.
Nos gustaría creer que abominaciones de ese género son solo un recuerdo decimonónico, imposibles en el juego de relaciones internacionales del tercer milenio. Existen, sin embargo, serios motivos para comprobar que las diferencias son meramente nominales y que las actuales guerras del opio se llaman ahora de otra forma. 150 años después, el tráfico ilegal de todo tipo de drogas ha asumido carácter global y dimensiones colosales, mientras que la prohibición y la actividad represiva obtienen el único resultado de elevar el nivel de riesgo y concentrar el control monopolístico al crimen organizado. A la vez ha aumentado otro tipo de negocio: los recursos y el poder asignados por los gobiernos a quien debería perseguir y reprimir el tráfico ilegal y que, de hecho, no impide que la adquisición y el consumo de drogas se desarrollen de un modo sustancialmente libre. Por el contrario, la hipótesis de que el consumo de drogas sea legalizado y se desarrolle de forma encaminada a la reducción de precios y a impedir el enriquecimiento mafioso, aparte de los efectos devastadores debidos a la condición de ilegalidad en los ámbitos social y sanitario, se presenta como la antesala del infierno.
En cambio, el mundo entero está sufriendo los efectos del infierno, aunque todo siga como si se viviese en el mejor de los mundos y fuese imposible estar mejor.
Pecunia non olet (el dinero no huele) dijo un emperador romano: como es obvio, los inmensos beneficios del tráfico de drogas condicionan no solo las actividades financieras y de negocios legales, sino también las decisiones políticas y el comportamiento de quien debería perseguir y reprimir y, por el contrario, se deja corromper. Como es sabido, las guerras del opio decimonónicas se sitúan en el contexto del conflicto entre el Imperio británico y el zarista por el control de Asia central y, en particular, de Afganistán. Durante alrededor de cien años, a partir de principios del siglo XIX, este país ha sido el centro de lo que Rudyard Kipling denominó “el gran juego”. Con el tiempo ha cambiado todo: los protagonistas han sido sobre todo los Estados Unidos y la URSS, y después los fundamentalistas islámicos y los países exsoviéticos, mientras que un derivado del opio, la heroína, asumía un papel de primera importancia en el contrabando mundial de drogas.
Pero el gran juego se ha perpetuado, registrando una clamorosa aceleración en 1979, con la toma del poder de los comunistas en Afganistán, y un papel de gran relevancia, si no decisivo, ha sido el relanzamiento grande de la producción y del contrabando de opio y sus derivados. En conclusión, las actuales guerras del opio y de las drogas en general, han servido no solamente para elevar exponencialmente el volumen de negocios y de beneficios, sino también para financiar operaciones encubiertas de los servicios secretos estadounidense y pakistaní.
Francesco Mancini
Publicado en el periódico Tierra y libertad núm.326 (septiembre 2015).