L’anarchiste n’est pas un ennemi de l’ordre; c’est quelqu’un qui aime tellement l’ordre qu’il n’en supporte pas la caricature.
Antonin Artaud
1. La propiedad colectiva (1)
Las palabras de Kropotkin suenan muy lejanas en el mundo en que vivimos hoy, en un espacio en el que el egoísmo, el narcisismo, la explotación y la usura, se han erigido en normas del parque humano y en moral respetable del mundo globalizado. Con todo, los ecos de sus palabras suscitarán espectros que turbarán el sueño de los bienpensantes burgueses y les recordarán que su supuesto bienestar es falso, ilegítimo y fruto del engaño, el robo y la traición: “Ciencia e industria, saber y aplicación, descubrimiento y realización práctica que conduce a nuevas invenciones, trabajo cerebral y trabajo manual, idea y labor de los brazos; todo se enlaza. Cada descubrimiento, cada progreso, cada aumento de la riqueza de la humanidad tiene su origen en el conjunto del trabajo manual y cerebral pasado y presente. Entonces, ¿con qué derechos puede nadie apropiarse la menor partícula de ese inmenso todo y decir: ‘esto es mío y no vuestro’?” (2). Así se expresaba el anarquista, pero resulta que las riquezas de todos están en manos de unos pocos acaparadores y semejante paradoja nos lleva a recordar el Discurso sobre las ciencias y las artes de Rousseau, donde se nos demostraba que el progreso técnico no conlleva, por sí sólo, un correlativo progreso humano y social.
El desarrollo técnico y científico no revierte en la mejoría del mundo y de los pueblos, dado que quienes más se benefician de él son siempre una minoría, mientras que quienes se benefician menos se vuelven mezquinos, egoístas y codiciosos, y acerca de quienes nada se benefician o resultan perjudicados poco hay que decir. Si las ciencias y las artes no mejoran al hombre -como indicó Rousseau- es porque no se busca en ellas la vida buena y la virtud, sino tan sólo el lucro y la ganancia. El progreso técnico podría favorecer la emancipación del hombre en lugar de coadyuvar a su esclavitud, siendo de su uso económico-político del que revierte una u otra cosa. Bajo el sistema capitalista y parlamentario está claro que el progreso técnico esclaviza en mayor medida que libera. “En virtud de esta organización monstruosa, cuando el hijo del trabajador entra en la vida, no halla campo que cultivar, máquina que conducir, ni mina que acometer con el zapapico, si no cede a un amo la mayor parte de lo que él produzca” (3). La propiedad y buena parte de la producción tienen ya dueño cuando uno nace, se nace pobre y con el previo arrebatamiento de toda herencia social; por el mero hecho de ser hombre a nadie le corresponde ni la más mínima porciúncula de tierra, de infraestructuras, de maquinaria, de ciencia o de cultura, todo le ha sido de antemano expropiado, excepto su posibilidad de convertirse en productor para otro. “Si una sociedad asegura a todos sus miembros lo necesario, se verá obligada a apoderarse de todo lo necesario para producir: suelo, máquinas, fábricas, medios de transporte, etc. No dejará de expropiar a los actuales detentadores del capital para devolvérselo a la comunidad” (4). La producción en su totalidad adopta una falsa dirección cuando no está orientada hacia el fin de asegurar el bienestar de todos. Bajo el capitalismo ha aumentado el rendimiento del trabajo, la fuerza productiva, gracias al desarrollo de la ciencia y de la técnica, pero ese superior rendimiento del trabajo sólo es buscado en cuanto que aumenta los beneficios del negociante particular y pedirle que lo buscase para el provecho de toda la sociedad sería como pedir a un capitalista que fuese comunista, un contrasentido.
Cierto que hay muchos trabajadores que gozan de un enorme bienestar material (aunque a menudo acompañado de un gran malestar psíquico), los cualificados y más productivos, pero “enfrente de esa débil minoría de trabajadores que gozan de cierto bienestar, ¡cuántos millones de seres humanos viven al día, sin salario seguro, dispuestos a presentarse donde les llamen! ¡Cuántos labriegos trabajan catorce horas diarias por una mísera comida!” (5). Los bien asalariados del primer mundo contrastan con los excluidos, marginados y parados, y todos ellos contrastan con el tercer mundo, esto es, con la mayor parte de la población del planeta, que ni goza ni podría gozar de las ventajas del hiperconsumo sin que reventase el planeta.
Bajo el sistema capitalista el bienestar de un individuo se consigue constantemente a costa de la ruina y malestar de otros diez: “El estado floreciente de una industria se consigue constantemente por la ruina de otras diez. Y esto no es por un accidente: es una necesidad del régimen capitalista. Para llegar a retribuir medianamente a algunas categorías de obreros, es preciso hoy que el labrador sea la bestia de carga de la sociedad; es preciso que las ciudades dejen desiertos los campos” (6). Hoy resulta necesaria la explotación del tercer mundo por el Occidente desarrollado, cuando no la muerte por inanición de millones de seres humanos, “este mal durará en tanto que lo necesario para que la producción sea propiedad de algunos solamente” (7), de esta manera, “sólo temporalmente podrá tener bienestar un cortísimo número, y será adquirido siempre por la miseria de una parte de la sociedad. No basta distribuir a partes iguales los beneficios que una industria logra realizar si al mismo tiempo hay que explotar a otros millares de obreros” (8). Las sociedades nórdicas socialdemócratas modélicas del Estado del Bienestar pierden toda su credibilidad cuando se revela que su elevado nivel de vida se sustenta sobre el expolio que sus multinacionales realizan en los países pobres.
2. No reclamar el derecho al trabajo sino el derecho al bienestar: elementos de propiedad común en el sector público del Estado, el precio uniforme y el disfrute uniforme
Resulta absurda la insistencia que hoy se hace al reclamar trabajo cuando lo que habría que reclamar es el derecho a la existencia sin necesidad de vender la fuerza de trabajo. “El ‘derecho al bienestar’ es la posibilidad de vivir como seres humanos y de criar los hijos para hacerlos miembros iguales de una sociedad superior a la nuestra; al paso que el ‘derecho al trabajo’ es el derecho a continuar siendo siempre un esclavo asalariado, un hombre de labor, gobernado y explotado por los burgueses del mañana” (9). La moral protestante del trabajo ha triunfado en nuestro tiempo debido a que los países capitalistas han sabido convertirlo en un bien escaso y dado que la elección libre que cede a los individuos es la de trabajar o morirse de hambre.
El anarquismo no fue ciego a los elementos de propiedad pública que a lo largo del siglo XIX iban creciendo en Europa y en los Estados Unidos de Norteamérica, de ahí que su pretensión de abolir el Estado no signifique la abolición de lo público sino la eliminación de los intermediarios políticos y de la correlativa centralización bajo grandes unidades de poder: “El puente, cuyo paso pagaban en otro tiempo los transeúntes, se ha hecho de uso común. El camino, que antiguamente se pagaba a tanto la legua, ya no existe más que en Oriente. Los museos, las bibliotecas libres, las escuelas gratuitas, las comidas comunes para los niños, los parques y los jardines abiertos para todos, las calles empedradas y alumbradas, libres para todo el mundo; el agua enviada a domicilio y con tendencia general a no tener en cuenta la cantidad consumida; he aquí otras tantas instituciones fundadas en el principio de ‘tomad lo que necesitéis’. Los tranvías y ferrocarriles introducen ya el billete de abono mensual o anual, sin tener en cuenta el número de viajes; y recientemente toda una nación, Hungría, ha introducido en su red de ferrocarril el billete por zonas, que permite recorrer quinientos o mil kilómetros por el mismo precio. Tras esto no falta mucho para el precio uniforme, como ocurre en el servicio postal. En todas estas innovaciones y otras mil hay tendencia a no medir el consumo. Hay quien quiere recorrer mil leguas, y otro solamente quinientas. Éstas son necesidades personales, y no hay razón alguna para hacer pagar a uno doble que a otro, sólo porque sea dos veces más intensa su necesidad. (…) Cuando vais a una biblioteca pública -por ejemplo, las de Londres o Berlín-el bibliotecario no os pregunta qué servicios habéis prestado a la sociedad para daros el libro o los cincuenta libros que pidáis” (10). Incluso Lenin (11) llegó a vislumbrar algo tan obvio cuando se fijaba en el funcionamiento de las bibliotecas públicas de la ciudad de Nueva York de su tiempo comparándolas con la Rusia zarista de 1913 en la que clandestinamente escribía.
3. La extraña consonancia del anarquismo y el liberalismo. El espontaneísmo anarquista y liberal
Según Kropotkin, hay que “limitar la esfera de acción del gobierno y dejar cada vez mayor libertad al individuo” (12). Contrasta este punto con el anterior y vemos la coexistencia de un paradójico individualismo en el colectivismo anarquista, que sólo sería viable y deseable ante la inexistencia de la propiedad privada, ya que el individualismo del liberalismo reduce todo mutuo acuerdo entre individuos y grupos que persigan los mismos fines a un contrato de compra-venta. En su fobia al Estado coinciden liberalismo y anarquismo aunque por razones distintas. El primero quiere librarse del Estado porque le impide maximizar la explotación y recaudar mayores beneficios, mientras que el segundo desea librarse del Estado porque su carácter representativo le orienta al mantenimiento de la división en clases y a la desigualdad. Vemos, por tanto, un doble dispositivo en el Estado-nación parlamentario, por un lado limita el capitalismo, creando el sector privilegiado del funcionariado y los bienes públicos de acceso universal, pero por otro sostiene la división en clases y se nutre para sus cargos políticos representativos de las clases privilegiadas.
Otra diferencia fundamental entre la extraña afinidad entre liberalismo y anarquismo que les lleva a defender a ambos un cierto espontaneísmo, es el carácter de ese tal espontaneísmo, para el primero, con una alta dosis de espiritualismo idealista, lo que es espontáneo es la redistribución justa de los recursos que la mano invisible de la Providencia lleva a cabo, paradójicamente, desde el momento en el que cada individuo comienza a desplegar sin trabas su egoísmo particular, es decir, la salvación colectiva pasa por la preocupación exclusiva por la salvación individual. Mientras que para el segundo, lo que resulta espontáneo no es sólo la redistribución justa de los recursos sino la organización política en su totalidad, y es mediante la preocupación individual y sin trabas por el interés colectivo (y no por el interés particular) que la organización colectiva puede llevarse a cabo de la mejor forma posible.
4. Abolición del Estado: la fragmentación del poder político en comunidades autónomas. Cuestión del pan y utopía político-económica
El Estado parlamentario como símbolo del monopolio, la injusticia y la desigualdad tiene que ser abolido, según el anarquismo, pero al mismo tiempo que la propiedad privada, ya que eliminar el primero y no eliminar el segundo sería la barbarie: “Ciertamente que la idea de una sociedad sin Estado provocará, por lo menos, tantas objeciones como la economía política de una sociedad sin capital privado” (13). De ahí la propuesta de unidades mínimas de organización política directa y autogestionada por todos los implicados: “La independencia de cada mínima unidad territorial es ya una necesidad apremiante; el común acuerdo reemplaza a la ley” (14). Pero sin común acuerdo y sin ley, en medio de la sociedad capitalista, la explotación está garantizada.
De acuerdo con el anarquismo, las revoluciones políticas tienen el problema de querer organizar de arriba a abajo sin detenerse en primer lugar en lo más importante, en cómo asegurar el derecho de todos a una vida digna: “Se habla mucho de cuestiones políticas y se olvida la cuestión del pan” (15). Las cuestiones materiales son las previas y prioritarias entre las cuestiones políticas ya que de nada le sirve el derecho al voto a quien se muere de hambre. Antes de hablar de política hay que contar con ciudadanos y como decía Aristóteles en su Política: “es necesario que tengan holgura económica los ciudadanos” (Libro VII, capítulo IX). Sin que todos los hombres que conforman una sociedad gocen de lo necesario para su subsistencia básica resulta ridículo hablar de derechos formales y sufragio universal, pero así es como opera la política liberal, cuyos resultados en el continente africano no hará falta recordar, millones de muertos de hambre coexisten con gobernantes electos que viven en palacios y derrochan personalmente los recursos del país. Los bienes que conforman una renta básica digna son perfectamente estipulables objetivamente y sin embargo la generalización de semejante mínimo es considerada por los liberales como un imposible: “Somos ‘utopistas’, es cosa sabida. En efecto, tan utopistas, que llevamos nuestra utopía hasta creer que la revolución debe y puede garantizar a todos el alojamiento, el vestido y el pan” (16). Ello implica que la primera parte de la política debe versar sobre la economía. Pero la ciencia económica es definida aquí por el anarquista como el “estudio de las necesidades de la humanidad y medios económicos de satisfacerlas” (17) muy lejos de la gestión de los recursos escasos como la define el neoliberalismo, ya que los recursos son limitados, mas no siempre escasos, y solamente el distinguir entre limitación y escasez de los bienes -cosa que el neoliberalismo no hace- supone que de los primeros habría suficiente para todos mientras que sólo los segundos habrían de racionarse (18).
5. No es compatible el Estado representativo y el asalaramiento con una organización colectivista: el sistema de bonos de trabajo conforme al tiempo de trabajo
Kropotkin hace hincapié en que no es coherente el mantenimiento del gobierno representativo y del asalariamiento en una sociedad colectivista, de ahí que critique a quienes, como Proudhon, definiéndose como colectivistas, quieren sin embargo mantener los bonos de trabajo bajo arbitrio del Estado, que es tanto como mantener el asalaramiento, el dinero y la propiedad individual, pero bajo otras formas. “Con tal de que el bono de trabajo pueda cambiarse por joyas y carruajes, el propietario de casas lo aceptará con gusto en pago del alquiler. Y mientras la casa habitada, el campo y la fábrica pertenezcan a propietarios individuales, de cualquier modo habrá que pagarles por trabajar en sus campos o en sus fábricas y habitar en sus casas” (19). De ahí la exposición del sistema de bonos de trabajo conforme al tiempo de trabajo.
a) El sistema de pago en bonos de trabajo equivale a fijar la remuneración de acuerdo con el número de horas trabajadas, de manera que un bono podrá llevar impresas 8 horas de trabajo, con las que se podrán adquirir o cambiar por 10 minutos de café, una hora de carne, etc. En principio parece que la hora de un trabajo valdrá igual que la hora de cualquier otro, de ahí que la remuneración se proponga como igualitaria respecto al tiempo de trabajo. Una hora de trabajo de cavador valdrá lo mismo que una hora de trabajo de médico o astronauta. La fijación del bono horario se realizará conforme a la media social de productividad, el tiempo medio de trabajo que queda comprendido entre el más cualificado y el menos, el más intenso o más diestro y el más relajado o más torpe, el más agradable y el más desagradable, el más artístico y el menos, de manera que todos reciban lo mismo, siendo el mismo su tiempo de trabajo. El Estado parlamentario elegido por sufragio universal gestionará los medios y pagos del trabajo, poniéndolos a disposición de los ciudadanos y realizando las estimaciones oportunas para fijar la media social de producción. Este es en esencia el sistema de remuneración por bonos del trabajo al que se llegó tras debatir no pocas controversias cuyos problemas enumeramos a continuación.
b) Pues bien, algunos colectivistas defendieron la distinción entre trabajo simple y trabajo cualificado indicando que el segundo habría de pagarse cierto número de veces más que el primero, siendo un múltiplo del primero; de modo que una hora de trabajo de médico equivaliese, por ejemplo, a tres horas de trabajo de enfermera o seis horas de cavador de zanjas. Como argumento se esgrime que el trabajo cualificado requiere más tiempo de aprendizaje que el no cualificado. Esto supone el mantenimiento de la división del trabajo y de la división en clases, siendo notablemente injusto desde el momento en el que no todos cuentan con las mismas oportunidades de desarrollar sus destrezas.
c) También hay quienes realizan una distinción más y declaran que el trabajo agradable debe contar como menos tiempo que el trabajo desagradable, de manera que, por ejemplo, una hora de trabajo de alcantarilla contarse como dos horas de trabajo de ingeniero.
d) Los principios de este tipo de colectivismo son: propiedad colectiva de los instrumentos del trabajo y remuneración de cada uno según el tiempo empleado en producir. Si bien algunos añaden, “teniendo en cuenta la productividad de su trabajo”. Esto último inclina a algunos a introducir una particularidad más: el trabajo intenso valdrá más que el trabajo relajado; y el diestro y rápido más que el torpe y lento, por ejemplo, una hora de trabajo intenso equivaldrá a dos horas de trabajo relajado.
e) Un problema surge ante la remuneración del gran artista, del genio, un Picasso no puede ser pagado por una hora de trabajo, como un cavador, porque su hora de pintar no es como la hora de cualquier otro sino que es una hora de pintar genial. El talento tiene que promocionarse y ser pagado. Pero vemos que genios como Van Gogh, que nunca vendió un cuadro excepto a su hermano y que fue despreciado por los gustos académicos de su tiempo viviendo en gran austeridad, nunca dejó de pintar por el hecho de no vender, lo que nos lleva a concluir que no es la ganancia lo que mueve al artista a realizar obras de arte y que poco se puede fomentar a un genio por el mero hecho de hacerle millonario. El artista lo único que quiere es ser dueño de su tiempo para crear y trabajar en sus obras y para ello no necesita de excesivos lujos que le estorbarían en su labor en lugar de ayudarle. La distinción entre trabajo artístico y trabajo normal suele ser uno de los argumentos contra la remuneración igualitaria que más suelen esgrimirse, pero no suelen ser los grandes artistas quienes lo esgrimen, pues no son tan mezquinos, sino quienes comercian y se lucran con sus obras.
f) Pero los más lúcidos entre los colectivistas, para evitar el problema de pagar la intensidad de trabajo y la destreza, o primar la desagradabilidad, se limitan a proponer que el bono horario se realice conforme a la media social de productividad, el tiempo medio de trabajo necesario para la producción, la media entre el más cualificado y el menos, el más intenso o diestro y el más relajado o más torpe, entre el más agradable y el más desagradable, entre el artístico y el no-artístico, de manera que todos reciban lo mismo. Así la realización del trabajo tendería a situarse en el promedio y si bien el trabajador hábil ralentizaría su productividad, el inhábil tendería a incrementarla para estar en la media, cuestión que parece injusta porque con menos esfuerzo producirá lo mismo el hábil que el inhábil, pero la tendencia será también a que la sociedad entera se promedie, de manera que si bien no comerá nadie demasiado tampoco a nadie le faltará de comer. La teoría aristotélica del justo medio aplicada a la economía daría el mismo resultado, de ese modo, quizá ninguno llegaría a elevarse extraordinariamente sobre la media, pero tampoco ninguno descendería extraordinariamente respecto a la misma. Aunque nada nos asegura que se eleven necesariamente más algunos individuos cuando conviven con desiguales que cuando conviven entre iguales. Resulta muy fácil sobresalir como sabio en un mundo de ignorantes mientras que resultaría muy difícil sobresalir como sabio en un mundo de ilustrados, siendo ambos mundos igualitarios. No es mejor la sociedad donde algunos de sus individuos más sobresalen sino aquella que se eleva en su conjunto.
6. Necesidad del mismo ocio y las mismas oportunidades de vida y de formación
Pero respecto a los intentos de tener en cuenta las distinciones antedichas se nos dice: “Pues bien; establecer esta distinción es mantener todas las desigualdades de la sociedad actual, es trazar de antemano una línea divisoria entre los trabajadores y los que pretenden gobernarlos, es dividir la sociedad en dos clases muy distintas: la aristocracia del saber, por encima de la plebe de manos callosas; la una al servicio de la otra; la una trabajando con sus brazos para alimentar y vestir a los que aprovechan el ocio para aprender a dominar a quienes los alimentan” (20). Por eso la desigualdad de formación resulta del monopolio de la educación de calidad por las clases privilegiadas, de los privilegios de educación y de nacimiento, de manera que mientras el burgués estudia arquitectura hasta los treinta años, viviendo en un entorno apacible y contando con todos los medios necesarios para favorecer su progreso, el campesino que cultiva las patatas que el burgués come, no tiene esa posibilidad ni esas oportunidades de nacimiento; pero luego, mientras uno ha pasado desde los 16 a los 36 años cultivando las patatas que comía el que durante ese tiempo seguía siendo estudiante, éste, además de haber tenido la oportunidad de disfrutar del ocio extremo necesario para su formación superespecializada, al final, se hará pagar un salario muy superior al del campesino, ya que los de su clase son quienes legislan las leyes. Las Universidades son en ese sentido unas instituciones creadas por los burgueses para que los proletarios paguen la educación de sus hijos. Su apertura y disposición pública intentaron corregir dicha situación, pero el retroceso de lo público en la actualidad hace temer lo peor: la privatización de la enseñanza cualitativa pagada con las hipotecas-beca-bancarias ideadas por Milton Friedmann y la degradación de la enseñanza pública a establo y endogamia.
Se dice en la economía capitalista que todo depende de la ley de la oferta y la demanda, y que hay más demanda de ingenieros que de campesinos, pero ¿cómo no va a haber más demanda de ingenieros que de campesinos en un mundo donde las posibilidades de llegar a formarse en ingeniería están, de antemano, previstas para un número reducido y privilegiado de la sociedad?
Si con Marx aceptamos que la fuerza de trabajo del ingeniero ha costado más a la sociedad que la fuerza de trabajo del cavador, pues que el ingeniero devuelva a la sociedad (de la que forma parte el cavador que le alimentó con su trabajo y su pago de impuestos mientras estudiaba) lo que ésta le ha dado, y que no se haga remunerar en mayor cuantía. Es curioso cómo el Estado se deja voluntariamente engañar en este punto: después de formar a un piloto de aeronaves en las fuerzas armadas, éste se licencia y pasa a cobrar 20 millones de pesetas al año por pilotar aeronaves comerciales, no recibiendo la sociedad ninguna compensación de los esfuerzos que hizo para con el sujeto en cuestión. Quien se cree que los estudios que realiza se los pagan sus padres se equivoca siempre que estudia en instituciones de enseñanza pública, financiadas por el Estado y pagadas por toda la sociedad. De los impuestos que paga el cultivador de patatas sale dinero para los estudios de los ingenieros. Pero se equivoca también quien se cree que la inversión privada en centros privados para su educación realizada por sus padres le preserva de quedar en deuda con la sociedad. Y esto por dos razones: 1) come patatas y disfruta de los bienes públicos mientras estudia y 2) los ingresos excedentes de su familia no proceden de los méritos de sus padres sino de sus deméritos: “En cuanto al patrono que paga al ingeniero veinte veces más que al trabajador, lo hace en virtud de un sencillísimo cálculo: si el ingeniero puede economizarle cien mil francos al año en la producción, le paga veinte mil francos. Y si ve un contramaestre -hábil en hacer sudar a los obreros- que le economice diez mil francos en la mano de obra, se apresura a darle dos o tres mil francos anuales… ésta es la esencia del régimen capitalista” (21). En el sistema capitalista los asalariados más productivos son cuantitativamente más explotados que los menos, ya que si a un ingeniero de Microsoft se le pagan seis millones de pesetas anuales es porque le genera a Billy Gates unos beneficios de 600 millones. Así, quien cuenta con patrimonio y capital no tiene que trabajar si no lo desea, basta que le pague bien a un cualificado o a un capataz feroz para que su negocio sea sumamente rentable, contando además con la especulación para operar el milagro de que el dinero produzca dinero. Así, si los padres del estudiante de privado son capitalistas, los privilegios de los cuales goza salen de su injusta acaparación de recursos y compra del trabajo ajeno, pero si son simplemente asalariados muy productivos, tienen el demérito de dejarse engañar o, más bien participar, en pequeña parte, del robo y apropiación capitalista.
“No se nos venga hablando de los ‘gastos de producción que cuesta la fuerza de trabajo’, y diciéndonos que un estudiante que ha pasado alegre su juventud en la universidad tiene derecho a un salario diez veces más alto que el hijo del minero que se ha agostado en la mina desde la edad de once años” (22). No ha mejorado más que un mínimo el capitalismo en este punto, ya que, si bien no hay en los países ricos niños que trabajen (excepto en la ilegalidad) mientras que en el resto del mundo se cifran en 250 millones (muchos de ellos trabajando en empresas multinacionales occidentales como Nike), sí que existen en nuestras ciudades jovencitos que desde los 16 años se agostan sirviendo las hamburguesas y los cafés que se toman, alegres, los estudiantes, rellenando los estantes de los supermercados o haciendo otros mil trabajos en los que permanecerán hasta su jubilación (y no sólo como el estudiante que lo hace en vacaciones para comprarse una moto), deteriorándose sus posibilidades y capacidades cortadas en el comienzo de su desarrollo y que no podrán volver a ser cultivadas. Educados en el consumo conspicuo y en el ocio adictivo y alienante de los mass media, los asalariados estándar del primer mundo se degradan intelectual y moralmente, padeciendo sufrimientos psíquicos diversos, mientras los trabajadores del tercer mundo son degradados, principalmente, por el trabajo esclavo que lleva a millones de personas a vivir con un dólar y medio al día. “Sabemos que a menudo se trabaja por menos que eso; pero sabemos también que se hace exclusivamente porque, gracias a nuestra magnífica organización, hay que morirse de hambre sin esos salarios irrisorios” (23). Según Kropotkin, una nueva sociedad colectivista no puede conservar ninguna de las estructuras desigualitarias de la sociedad capitalista, hecho que a su juicio desvirtuaría cualquier intento de revolución: “O bien, para tomar un ejemplo más conocido cuando la Comuna de 1871 decidió pagar a los miembros de su consejo quince francos diarios, mientras los federados en las murallas no cobraban más que treinta sous, esta decisión fue aclamada como un acto de alta democracia igualitaria. En realidad, la Comuna no hacía más que ratificar la añeja desigualdad entre el funcionario y el soldado, el gobierno y el gobernado (…) la Comuna faltaba así a su principio revolucionario” (24). Introducir una forma de cuantificación de lo que un hombre aporta a la sociedad supone desvirtuar sus acciones humanas e introducir la discordia en el seno de la sociedad civil: “Una sociedad que se haya apoderado de toda la riqueza social y proclamado que todos tienen derecho a ella -cualquiera que fuese la participación que en crearla hubieran tomado antes- se verá obligada a abandonar toda idea de asalariamiento, sea en moneda, sea en bonos de trabajo, bajo cualquier forma que se presente” (25). De lo contrario se transforma lo cualitativo en algo cuantitativo y las cosas que alguna vez tuvieron un valor acaban por tener solamente un precio. La acumulación originaria y el fetichismo del dinero han contaminado y corrompido la sociedad hasta los tuétanos, motivo de que el punto de partida de la mayoría de quienes vienen a ella, hoy, por vez primera, sea ya el de un desastre y una desigualdad, en lugar de una justa equidad de base.
Desde el día que se dijo que cada uno tenía derecho a hacerse remunerar exclusivamente por su trabajo, que a cada uno según sus obras, se comenzaron a expropiar y monopolizar los bienes sociales de todos los hombres. En una sociedad donde todos los ciudadanos, interesados en la sociedad, contribuyeran en la medida de sus fuerzas, de su energía, de su saber, de su inteligencia y de su habilidad, a su construcción, teniendo en cuenta que todos tienen derecho a vivir, a satisfacer sus necesidades y hasta sus caprichos después de que esté asegurado lo necesario para todos, ¿cómo podríamos cuantificar el valor de sus obras? La cuantificación del trabajo de acuerdo con su valor de uso o con su valor de cambio, le parece a Kropotkin que no hace sino encubrir las cualidades del obrar humano en sociedad, desnudarlo y desvirtuarlo. La sociedad es un todo orgánico y continuo que se autoconstruye, resultando disparatado fraccionar en cantidades discretas las obras de cada uno. A su juicio hay que poner las necesidades por encima de las obras y reconocer el derecho material a la vida en primer término. “¡Las obras de cada uno! Las sociedades humanas no vivirían dos generaciones seguidas, desaparecerían dentro de cincuenta años, si cada cual no diese infinitamente más de lo que se le retribuye en moneda, en ‘bonos’ o en recompensas cívicas. Se extinguiría la raza si la madre no gastase su vida por conservar la de sus hijos, si el hombre no diese algo sin interés, sobre todo donde no espera ninguna recompensa” (26). La ayuda mutua es uno de los conceptos escamoteados por la ilustración y la postmodernidad al pensamiento actual, junto a la fraternidad, la solidaridad, la donación, la amistad y el altruismo.
7. La jornada laboral para el anarquismo clásico I
Frente a los sistemas de producción decimonónicos con fábricas infectas y campesinos hambrientos trabajando en jornadas de 16 y 20 horas al día, en los países industrializados, se mejoraron la producción y la calidad de vida de los trabajadores, aunque no por altruismo humanitario, sino porque los capitalistas se dieron cuenta de que les resultaría más rentable y evitarían la conflictividad social más radical: “Es evidente que podría hacerse la fábrica tan sana y tan agradable como en un laboratorio científico” (27). Robert Owen fue un pionero de las reformas fabriles en su fábrica de New Lanarck, donde redujo la jornada de trabajo a diez horas diarias y comenzó las aplicaciones que darían lugar al modelo panóptico de gestión de la productividad, propuesto después por el liberal Bentham para el sistema carcelario. No sería oneroso trabajar bajo el Gran Hermano y mediante la maximización de la eficiencia de no ser por el excesivo número de horas que se exigen y porque el aumento de la productividad no mejora a los hombres, sino que aliena en el consumo conspicuo a los trabajadores, expulsa a otros al paro o a la marginalidad y condena a la esclavitud al mundo no industrializado: “como raras excepciones, se encuentran ya algunos talleres fabriles tan bien arreglados, que daría verdadero gusto trabajar en ellos si el trabajo no durase más de cuatro o cinco horas diarias y si cada cual tuviese facilidad de variarlo a su antojo” (28).
Vemos que Kropotkin proponía aquí la jornada laboral de 24 o 30 horas semanales (contando con que se trabajasen 6 días por semana), en trabajos alternativos, y mueve a risa que los anarquistas actuales soliciten como ejemplo de mayor radicalidad la jornada de 30 horas, más de cien años después. “¿Cuántas horas diarias de trabajo deberá suministrar el hombre para asegurar a su familia una alimentación nutritiva, una casa conveniente y los vestidos necesarios? Esto ha preocupado mucho a los socialistas, los cuales admiten generalmente que bastarán cuatro o cinco horas diarias -por supuesto, a condición de que todo el mundo trabaje-. A fines del siglo pasado, Benjamin Franklin ponía como límite cinco horas; y si la necesidad de comodidades ha aumentado desde entonces, también ha aumentado con mucha más rapidez la fuerza de producción” (29). La propuesta de las treinta horas de Kropotkin parte de su planteamiento realista, es decir, atendiendo a los medios de su época, ya que si la sociedad llegase a eliminar el despilfarro superfluo de la producción de lujos para los ricos y a disminuir la necesidad de burocracia y vigilancia para los trabajadores, se podrían “utilizar esas fuerzas en el aumento de la productividad de la nación, para limitar las horas de trabajo a cuatro y aun a tres” (30).
El gasto en armamento o en lujos como el de construir un hotel de cinco estrellas en el espacio supone una cantidad de trabajo desperdiciado enorme destinado a la destrucción o a la satisfacción de caprichos minoritarios. En nuestros días, lo que cuesta una bomba de las más simples bastaría para alimentar a una persona de por vida, lo que se gasta un rico en tres semanas de suite presidencial en hotel de lujo es lo que gastaría su obrero en una vivienda de por vida si no le hubiese arrebatado ese plusvalor a su trabajo. Toda la ciencia, los técnicos, ingenieros, trabajadores, etc., empleados en esos quehaceres sumarían una energía productiva tan grande que podría fácilmente bastar para asegurar una vida digna a todos los seres humanos del planeta por el mero hecho de nacer y sin necesidad siquiera de que tuvieran que trabajar para obtener esos mínimos vitales básicos. “Suponed una sociedad de varios millones de habitantes dedicados a la agricultura y a una gran variedad de industrias, y que todos los niños aprendan a trabajar lo mismo con las manos que con el cerebro. Supongamos que todos los adultos, excepto las mujeres ocupadas en educar a los niños, se comprometan a trabajar cinco horas diarias desde la edad de veinte o veintidós años hasta la de cuarenta y cinco o cincuenta, y que se empleen en ocupaciones elegidas entre cualquiera de los trabajos humanos considerados como necesarios. Tal sociedad podría, en cambio, garantizar el bienestar a todos sus miembros, es decir, unas comodidades mucho más reales que las que tiene hoy la clase media.
Y cada trabajador de esta sociedad dispondría de otras cinco horas diarias para consagrarlas a las ciencias, a las artes y a las necesidades individuales que no entren en la categoría de imprescindibles; salvo incluir más adelante en esta categoría, cuando aumentase la productividad del hombre, todo lo que aún se considera hoy como lujoso e inaccesible” (31). Finalmente, vemos que Kropotkin afirma que, en una sociedad bien organizada, bastaría con que cada cual trabajase durante dos décadas bajo una jornada de cinco horas diarias para proveer a las necesidades de todos. Aquí no se trataría de pagar por su existencia personal con tiempo de trabajo, ya que al no mirarse por lo particular e individual sino en cuanto que forma parte de lo colectivo, quien produce no lo haría exclusivamente para sí mismo, sino para todos y cada uno de los miembros de la sociedad, entre los que se cuenta; e incluso para las necesidades básicas de quienes estuviesen exentos de la obligación de trabajar (ya por la edad -exención de la que gozarían todos los miembros- o por enfermedad).
8. La jornada laboral en el anarquismo clásico II: los lujos y la mano de obra barata
La industria del lujo es proporcional a la industria de miseria. Cada vez más en nuestra sociedad actual vemos desviarse grandes recursos y energías sociales hacia fines caprichosa y minoritariamente relevantes. La propiedad privada de la tierra y de los medios de producción lleva a los propietarios al fomento de la producción inútil, minoritaria, escasa, ridícula y banal; para la cual orientan inmensas energías ajenas que expropian para tamaños fines: “Millones de hombres serían felices con transformar los espacios incultos o mal cultivados en campos cubiertos de mieses. Pero esos valientes obreros tienen que seguir parados porque los poseedores de la tierra, de la mina, de la fábrica, prefieren dedicar los capitales a empréstitos turcos o egipcios, o en acciones de oro de la Patagonia, que trabajen para ellos los fellabs egipcios, los italianos emigrados del país de su nacimiento o los coolíes chinos. Esta es la limitación consciente y directa de la producción. Pero hay también una limitación indirecta e inconsciente, que consiste en gastar el trabajo humano en objetos absolutamente inútiles, o destinados tan sólo a satisfacer la necia vanidad de los ricos. (…). Aún se gasta más trabajo inútilmente aquí para mantener la cuadra, la perrera y la servidumbre doméstica del rico; allí para responder a los caprichos de las rameras de alto bordo y al depravado lujo de los vicios elegantes; en otra parte para forzar al consumidor a que compre lo que no le hace falta, o imponerle con reclamos un artículo de mala calidad; más allá para producir sustancias alimenticias nocivas totalmente para el consumidor, pero provechosas para el fabricante y el expendedor. Lo que se malgasta de esa manera bastaría para duplicar la producción útil” (32). Ya Rousseau en 1755, en su Discurso sobre la Economía Política señalaba que únicamente mediante fuertes impuestos sobre los lujos se podría prevenir un gran aumento de la desigualdad. Pero desde los jacobinos hasta nuestros días todo lo que se indicaba desde hace doscientos años sobre el lujo, la usura y el derroche, se ha multiplicado exponencialmente y, sin embargo, lo que se grava con un impuesto de lujo en la España de 2007 no es otra cosa sino algo tan elemental y necesario como, por ejemplo, los pañales.
Reducidos al nivel de la supervivencia, los burgueses del mundo capitalista actual se creen libres porque disfrutan de una casa que le tienen que pagar a un banco durante toda su vida, empeñados en exclusiva en comer, beber y dormir, tras pagar las facturas, pero “el hombre no es un ser que pueda vivir exclusivamente para comer, beber y dormir. Satisfechas las necesidades materiales, se presentarán con más ardor las necesidades a las cuales puede atribuírseles un carácter artístico (…). Vemos que el trabajador, obligado a luchar penosamente para vivir, se ve reducido a no conocer nunca esos altos goces de la ciencia, sobre todo del descubrimiento científico y de la creación artística. Para asegurar a todo el mundo esos goces, reservados hoy al menor número, para dejarle tiempo y posibilidad de desarrollar sus capacidades intelectuales, la revolución tiene que garantizar a cada uno el pan cotidiano. Tiempo libre después del pan: he aquí el supremo propósito que constituye nuestro objetivo” (33). La objeción que frecuentemente se hace a todos los sistemas comunistas es que se piensa que suprimirían el lujo, entendiendo por éste, no ya las joyas, los palacios y los banquetes, sino el arte y la ciencia -como se objetaba respecto del primer Estado que proyectó Platón en su República– pero el comunismo responde que asegurar todo lo necesario para la vida material de cada ser humano y dejarle el tiempo y los medios para su desarrollo no impediría el arte y la ciencia, sino, muy al contrario, los fomentaría en gran medida. Para proveer a todo lo necesario bastaría una jornada laboral de cuatro o cinco horas diarias durante dos décadas por persona y nada podría impedir que el resto del tiempo necesario para las necesidades básicas se emplease libremente en todos los lujos imaginables, incluyendo tanto los superfluos (vestidos suntuosos y diversiones alienantes) como los necesarios (artes, ciencias y diversiones de desarrollo humano): “Pero la jornada del hombre habituado al trabajo y valiéndose de máquinas, no es de cinco horas, sino de diez, trescientos días al año durante toda su vida. Así destruye su salud y embota su inteligencia” (34). Negarse a semejante trato absurdo equivale a la miseria, la marginación, cuando no la cárcel y la muerte, luego hoy en día, quien se niega a trabajar diez horas diarias para meramente subsistir consumiendo bobadas, tiene que ser un héroe valiente, disfrutar de un trabajo público y ser frugal en su vida cotidiana; de lo contrario estará atrapado en la espiral creciente del consumo de masas y llegará un momento en que no pueda salir de la dinámica de esclavo satisfecho que imprime el capitalismo a las sociedades en las que se instala.
9. El trabajo doméstico
Buena parte del feminismo haría bien en recordar las siguientes palabras de nuestro anarquista, no vaya a ser que no tuviese razón en todo y en este punto cometiese sus mismos errores: “Una sociedad regenerada por la revolución sabrá hacer que desaparezca la esclavitud doméstica, esa postrera forma de esclavitud, la más tenaz quizá, porque también es la más antigua (…). Pero la mujer también reclama su parte en la emancipación de la humanidad. Ya no quiere ser la bestia de carga de la casa. Bastante es que tenga que dedicar tantos años de su vida a la crianza de sus hijos. ¡Ya no quiere ser más la cocinera, la trajinadora, la barrendera de la casa! (…). La señora prefiere el arte, la política, la literatura o el salón de juego; la obrera hace otro tanto y ya no se encuentran criadas de servir” (35). Es una lástima que se equivocase el anarquista en este diagnóstico, las mujeres ya estaban siendo cargadas con los mismos trabajos que hacían los hombres e incluso los niños en las fábricas y las minas o los telares. El movimiento feminista cuando exigió la incorporación de la mujer al trabajo asalariado olvidó que mucho antes de sus reivindicaciones ya se ataban niños y mujeres a los telares y no previó que con ello no sólo no emancipaba a la mujer de las tareas domésticas sino que la esclavizaba doblemente, añadiéndole el trabajo asalariado al cuidado doméstico. ¿Realmente prefieren hoy tanto la señora como la obrera el arte, la política y la literatura al trabajo doméstico? ¡No! Tanto la señora como la obrera trabajan fuera de casa y pagan a una refugiada angoleña o inmigrante latinoamericana o eslava por limpiarles su casa. Las mujeres emancipadas lo hacen a costa de esclavizar a otras mujeres que no gozan ni gozarán nunca de sus privilegios, pues ese es el trasfondo del sistema capitalista al que han sido incorporadas en los países industrializados: “Emancipar a la mujer no es abrir para ella las puertas de la universidad, del foro y del parlamento. La mujer manumitida descarga siempre en otra mujer el peso de los trabajos domésticos. Emancipar a la mujer es liberarla del embrutecedor trabajo de la cocina y del lavadero; es organizarse de manera que la permita criar y educar a sus hijos, si le parece, conservando tiempo de sobra para tomar parte en la vida social” (36). Nuestro anarquista sigue siendo machista y considera que criar y educar a los hijos es cometido de la madre, nosotros, al contrario, pensamos que hay que organizarse de manera que tanto los hombres como las mujeres, todos los ciudadanos, se encuentren igualmente emancipados, con las mismas posibilidades de dedicarse a la educación de los hijos o a la participación social en el parlamento y en el estudio en la universidad. Una jornada laboral completa para el varón y parcial y mal pagada para la mujer es el método actual para mantener la esclavitud del asalaramiento y hacerla coexistir con la producción de hijos, pues en nuestro mundo, todo es producción, también la de hijos, que son abandonados en cárceles llamadas colegios y guarderías destinadas a convertirles en futuros asalariados.
Kropotkin se muestra entusiasmado por el desarrollo de las tecnologías porque piensa que evitarán a todos el tedioso trabajo doméstico: “Pero comienza a desaparecer, por hacerse todas esas funciones infinitamente mejor a máquina; y las máquinas de todas clases se introducirán en el domicilio privado, cuando la distribución de la fuerza a domicilio permita ponerlas todas en movimiento sin gastar el menor esfuerzo muscular” (37). Ya había oído hablar de la máquina embetunadora de zapatos, del lavavajillas, de la lavadora, de la luz eléctrica, de la calefacción y de la aspiradora. Hoy sabemos que generalizar esos medios a toda la humanidad no es posible y que si todos y cada uno de los chinos tuviesen individualmente un coche, la capa de ozono desaparecería en poco tiempo (así como las reservas de petróleo por las que se lucha en Iraq) y entonces el mundo tendría que perecer, pues un planeta de recursos limitados no puede soportar ese nivel de extracción. La máquina que quita trabajo no lo revierte en el empleado que se queda en paro sino en los dueños de esos medios de producción, que habrían de ser expropiados por apropiarse de la ciencia y la técnica, que son patrimonio de la humanidad en su conjunto.
Hoy sabemos más del deterioro medioambiental y la conciencia ecológica demuestra diariamente que no es soportable la universalización de nuestro nivel de consumo y que de serlo, tendría que ser mucho menor. Hay energías ilimitadas (solar, eólica, hidráulica) y no contaminantes, pero el poderoso mercado del automóvil y de las armas, presionan y sobornan a los gobiernos, para centrarse en el petróleo y lo nuclear. Por eso, además de apostar por estas energías y eliminar el uso de las otras, la única solución a la destrucción del planeta sería compartir la lavadora, el lavavajillas, la nevera, cinco de cada una serían suficientes para proveer a todo un edificio y ganaríamos todos al sustituir el coche por los transportes públicos. En ese sentido, la condena kropotkiniana de los intentos de superación de la institución de la familia, como el falansterio, van desencaminados, al querer mantener un individualismo extremo para una sociedad colectivista. Pero el propio Kropotkin fue consciente del problema del consumismo individual-familiar: “El porvenir no es tener en cada casa una máquina de limpiar el calzado, otra para fregar los platos, otra para lavar la ropa blanca y así sucesivamente (…) se trata de formar sociedades para suprimir la casi totalidad del trabajo doméstico. Bastaría crear servicios caseros para cada manzana de casas” (38). Propondrá entonces, igualmente, la creación de comedores que eviten que cada cual tenga que comprarse la comida y cocinársela. Efectivamente, en un comedor colectivo digamos que, compuesto de cincuenta personas nos tocaría cocinar, lavar y servir, una vez al mes. Algo tan sumamente razonable y de sentido común que nunca lo escuchamos por televisión ni lo vemos en boca de ningún político.
Nada de todo lo propuesto en las páginas anteriores existe en el mundo neoliberal que se está intentando globalizar. Vivimos bajo un neoliberalismo que ha logrado que esos anarquistas que, renunciando al colectivismo y rechazando el socialismo, siguen oponiéndose a lo público y al Estado en aras de la libertad; terminen defendiendo lo mismo que dicha ideología (39). Es decir, lo mismo que el capitalismo: al hombre individualmente aislado, sin Estado protector, sin alternativas colectivistas, ni autonomistas, sin sociedades comunistas, sin colectivos comunitaristas, sin identidades grupales, al átomo egoísta y narcisista, a la singularidad postmoderna de la mónada diferenciada-indiferenciada que sobrevive a merced de un capitalismo depredador. Vivimos bajo un sistema venerado como naturaleza de las cosas y como nuevo dios del monoteísmo del mercado al que los anarquistas de cualesquiera línea y filiación, a poco que visiten sus clásicos, habrán de dar rotundamente la espalda. Volver a leer a Kropotkin es una de las formas posibles de corregir ese equívoco contemporáneo consistente en hacerle el juego a los liberales en aras de la libertad.
Simón Royo Hernández
Publicado en Germinal. Revista de Estudios Libertarios núm.3 (abril 2007)
Notas:
1.- Todas las citas de P. Kropotkin pertenecen a su obra La conquista del pan (Editorial Zero-Zyx, Madrid 1973).
2.- Kropotkin, op.cit., Nuestras riquezas II, 15.
3.- Kropotkin, op.cit., Nuestras riquezas II, 16.
4.- Kropotkin, op.cit., Vidas y medios I, 74.
5.- Kropotkin, op.cit., Vidas y medios I, 75.
6.- Kropotkin, op.cit., Vidas y medios I, 75.
7.- Kropotkin, op.cit., Vidas y medios I, 76.
8.- Kropotkin, op.cit., Vidas y medios I, 76.
9.- Kropotkin, op.cit., El bienestar para todos III, 26.
10.- Kropotkin, op.cit., El comunismo anarquista I, 29-30.
11.- V. I. Lenin, “Lo que se puede hacer por la educación pública”: Rabochaya Pravda 5 (1913). http://www.marxismoeducar.cl/len51.htm
12.- Kropotkin, op.cit., El comunismo anarquista I, 31.
13.- Kropotkin, op. cit., El comunismo anarquista II, 32.
14.- Kropotkin, op. cit., El comunismo anarquista II, 32.
15.- Kropotkin, op. cit., Los víveres I, 46.
16.- Kropotkin, op. cit., Los víveres II, 48.
17.- Kropotkin, op. cit., Los víveres II, 45.
18.- He trabajado esta cuestión en “La sociedad capitalista como negación del ocio: historia de una paradoja actual”: Logos 35 (2002) 193-222.
19.- Kropotkin, op. cit., El salario en la sociedad colectivista I, 125.
20.- Kropotkin, op. cit., El salario en la sociedad colectivista III, 129.
21.- Kropotkin, op. cit., El salario en la sociedad colectivista III, 129-130.
22.- Kropotkin, op. cit., El salario en la sociedad colectivista III, 130.
23.- Kropotkin, op. cit., El salario en la sociedad colectivista III, 130.
24.- Kropotkin, op. cit., El salario en la sociedad colectivista III, 131.
25.- Kropotkin, op. cit., El salario en la sociedad colectivista III, 131.
26.- Kropotkin, op. cit., El salario en la sociedad colectivista IV, 134.
27.- Kropotkin, op. cit., El trabajo agradable I, 92.
28.- Kropotkin, op. cit., El trabajo agradable I, 92.
29.- Kropotkin, op. cit., Vidas y medios II, 76-77.
30.- Kropotkin, op. cit., Vidas y medios II, 79.
31.- Kropotkin, op. cit., Vidas y medios II, 79.
32.- Kropotkin, op. cit., El bienestar para todos I, 21.
33.- Kropotkin, op. cit., Las necesidades de lujo I, 80.
34.- Kropotkin, op. cit., Las necesidades de lujo II, 82.
35.- Kropotkin, op. cit., El trabajo agradable II, 94-95.
36.- Kropotkin, op. cit., El trabajo agradable II, 98.
37.- Kropotkin, op. cit., El trabajo agradable II, 96.
38.- Kropotkin, op. cit., El trabajo agradable II, 97.
39.- Cfr. Slavoj Zizek, La máscara humanitaria de la explotación… Los comunistas liberales de Porto Davos (07/06/06): http://www.lahaine.org/skins/basic/lhart_imp.php?p=15140
www.inthesetimes.com/site/main/article/2574/