Los diferentes sujetos que componen el sistema socioeconómico capitalista están todos ocupados en perseguir sus múltiples y diversos fines.
Entre estos fines está, evidentemente, el intermedio pero esencial de conseguir medios y recursos en calidad y cantidad suficiente para realizar sus fines últimos, impidiendo su posesión a quienes los quieren acaparar para fines diferentes y alternativos.
En tal sentido, intereses, fines y motivos de los diferentes actores del sistema están en contraste entre sí, si bien, en cualquier caso, algunos puedan no darse cuenta, no tener conocimiento e incluso estar convencidos de lo contrario.
Por descontado, las empresas y los hombres de negocios y los ejecutivos que las poseen y dirigen, pueden hacer causa común entre sí y crear sociedades con el fin de perseguir más eficazmente los intereses de todos ellos.
Obviamente, algo parecido hacen también los trabajadores a través de la creación de sindicatos.
Normalmente, pero sobre todo en ciertos sectores de actividad, las empresas pueden, más y mejor que los trabajadores, limitar o reducir al mínimo la competencia recíproca a través de la formación de cárteles, frecuentemente infringiendo la ley y, en todos los casos, los flamígeros principios de libertad de iniciativa privada y de soberanía del mercado.
Es decir, reglas y principios del liberalismo y de la competencia sucumben inevitablemente ante la práctica de los cárteles cada vez que estos pueden conseguir precios y beneficios más elevados.
Lo que no se verifica casi nunca, por el contrario, es la efectiva convergencia de intereses entre hombres de negocios y trabajadores, la que las más de las veces viene denominada como alianza de productores y siempre se revela como un pacto leonino, que invariablemente se resuelve a favor del más fuerte, es decir, de quienes dan trabajo.
En circunstancias favorables, con niveles de expansión de los mercados, es decir, de la demanda, particularmente elevados, sucede que se produce como subproducto o residuo aprovechable de la expansión de facturaciones y beneficios, un incremento de los niveles retributivos de los trabajadores y una mejora notable de sus condiciones de vida.
Pero, bien visto, todo esto es en general un reflejo de la actuación consecuente en la maximización del beneficio, en condiciones de relativa escasez de mano de obra frente a una fuerte demanda de la misma.
Por el contrario, a falta de condiciones de excepcional expansión, las empresas tienden a extraer mayores beneficios de la sobreabundancia de mano de obra, actuando de manera que se reduzcan lo más posible los costes a su cargo.
Se comportan con los trabajadores de forma sustancialmente análoga que con las fuentes de materias primas y de energía. Buscan acaparar las mayores cantidades posibles, o sea salarios directos e indirectos, a los precios más bajos.
Tales maniobras resultan tanto más realizables cuanto más elevados son los niveles de paro.
El medio más idóneo para mantener bajo o incluso reducir drásticamente el coste del trabajo es mantener un ejército de reserva de parados lo más numeroso posible.
Cuanto más elevada sea la tasa de trabajadores obligados a encontrar trabajo a cualquier precio, más fácil será enfrentar masas de trabajadores unos contra otros, disputándose el puesto de trabajo con cualquier medio y con cualquier tipo de concesión y renuncia a favor de los empresarios, cuyos niveles de beneficio serán elevados.
Históricamente, las masas de parados y desheredados dispuestos a todo huyen del campo y buscan en la ciudad y en la industria una mejora del nivel de vida y una emancipación de la miseria y de la ausencia de motivaciones, aspiraciones y perspectivas.
Eso es lo que sucedió en la Inglaterra de la primera revolución industrial, y que se ha reproducido invariablemente en cada país sucesivamente implicado en el proceso de industrialización.
No de forma diferente ha sucedido con la denominada globalización, que se ha traducido, a fin de cuentas, en el movimiento de centenares de millones de personas del campo a la ciudad y a las zonas industriales, en busca de perspectivas menos deprimentes y frustrantes.
Expulsadas del campo o atraídas por la ilusión del bienestar y del progreso, estas masas han tenido que disputarse el puesto de trabajo, pidiendo siempre menos y, al menos inicialmente, aceptando no rebelarse ante cada nueva injusticia, abuso y humillación.
Nada nuevo bajo el sol: todos los procesos de industrialización han comportado la disponibilidad inicial de imponentes masas de desheredados pagados con salarios de hambre y atraídos por la esperanza de una vida mejor y por el ascenso social.
Resulta obvio destacar que los hombres de negocios oponen un ejército de pobres dispuestos a todo a cambio de trabajo, contra los trabajadores que en otras partes del planeta han conseguido, normalmente a través de duras luchas, obtener salarios y condiciones de vida mejores.
Las masas de desheredados que se agolpan a las puertas de las industrias en los países en vías de desarrollo causan paro, retrocesos y pérdida de perspectiva a gran parte de los trabajadores de los denominados países desarrollados, a sus hijos y a las generaciones futuras.
A despecho de la retórica neoliberal, las clases negociantes tienen evidente interés en la permanencia de elevados niveles de paro en la fuerza de trabajo y se afanan sistemáticamente para que se reproduzcan y se expandan constantemente.
Verdaderamente quedan pocas dudas de que estos factores se deriven en gran parte de los altos beneficios de las industrias globalizadas, no solo multinacionales y supranacionales, sino también las medias e incluso las pequeñas empresas.
De lo que, por el contrario, no hay huella es de la presunta convergencia o coincidencia de intereses entre trabajadores y empresarios.
Francesco Mancini
Publicado en el periódico Tierra y libertad núm.319 (febrero 2015).