En estos días, durante una de las jornadas de la cansina y estéril moción de censura promovida por Podemos, se ha escuchado mencionar al inefable Mariano Rajoy, en reproche al líder de esa formación, la llamada «sociedad del espectáculo».
Es (muy) dudoso que el presidente del Gobierno haya leído la obra de Guy Debord, mucho menos que tenga la capacidad intelectual y el interés de profundizar en el concepto de la «sociedad del espectáculo». Recordemos que este autor es unos de los fundadores, y con seguridad el nombre más conocido, de la llamada Internacional Situacionista, es posible que uno de los últimos y más interesantes pensamientos críticos de la Modernidad. Este movimiento, uno de los impulsores junto al anarquismo del Mayo del 68, fue capaz de realizar una primordial crítica a las grandes ideologías modernas y observar la miseria de la vida cotidiana en las sociedades occidentales. Cuando, en 1967, Debord escribe el ensayo La sociedad del espectáculo en las sociedades modernas avanzadas existe un reinado de la economía de mercado, que empuja a la gente a establecer su vida social en base a representaciones. Es muy posible que, cuatro décadas después de aquel análisis de Debord, con la auténtica revolución informativa y tecnológica que se ha producido, el nuevo escenario no haya hecho más que exacerbar aquella situación. No nos enfrentamos a una realidad concreta, nuestra vida está mediatizada por las imágenes. Desgraciadamente, gran parte de los integrantes de las nuevas generaciones parecen totalmente determinados por esta sociedad del espectáculo.
La política, por poner el ejemplo más evidente, pero también el conjunto de la realidad, constituyen un espectáculo interminable, producido y transferido por una serie de códigos y formas. Así, los diferentes ámbitos de la vida serían una especie de escenario donde se nos convoca a todo para asistir como observadores; nuestra mirada se ve seducida y nuestro deseo colonizado, no por las experiencias de la vida real y concreta, sino por una interminable sucesión de representaciones. Por supuesto, Rajoy en su crítica a la estrategia de Pablo Iglesias, ambos importantes actores en este escenario al que pretenden que acudamos como meros espectadores, utiliza frívolamente el concepto de «sociedad del espectáculo», desprendido de su importante significado y hondura crítica. El capitalismo avanzado es tan poderoso, que es capaz de convertir en «espectáculo» incluso las propias teorías críticas. Es posible que Debord, con teoría espectacular, vaya incluso más lejos que el concepto de alienación, que elaboraron autores clásicos como Marx como inherente a la sociedad capitalista. Insistiremos en que el espectáculo no es un simple factor más, sino que se apropia del conjunto de la actividad social; desde la política, o cualquier otra disciplina artística o incluso científica, hasta la vida cotidiana de las personas con sus anhelos y relaciones afectivas. La realidad acaba siendo sustituida por su imagen, y en ese proceso la imagen termina por hacerse real provocando comportamientos reales.
Lo que Debord denominaba «poder espectacular» adoptaba en 1967 para él dos formas: la concentrada y la difusa. La primera, la concentrada, sería propia de los sistema totalitarios, fascistas o estalinistas, en los que se otorga prioridad a una ideología aglutinada en torno a una personalidad dictatorial de carácter espectacular. La segunda, la difusa, incitaba a los trabajadores a escoger libremente entre una gran variedad de las nuevas mercancías; sería propia de la democracias burguesas consolidadas y vendría a ser una muestra de la influencia estadounidense en el mundo. Dos décadas después, en Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, el propio Debord reconocía una nueva forma, consecuencia de la combinación de las otras dos, aunque con base en la que se había manifestado como la más fuerte, la difusa. Esta nueva forma es lo espectacular integrado y se impondría paulatinamente a nivel global. La forma de lo espectacular integrado ha sabido emplear una y otra cualidad de las dos anteriores de forma amplia. En el aspecto de la forma concentrada, su centro director permanece oculto, de forma que ya no hay un líder evidente y conocido o una ideología clara. En lo que respecta a la forma difusa, si anteriormente era incapaz de aglutinar el conjunto de las conductas y objetos producidos socialmente, ahora no es así. En las dos formas previas, al espectáculo se le escapaba parte de la sociedad, en mayor o en menor medida, hoy no se le escapa nada. La sociedad moderna de lo mercantil impregna prácticamente todo en la vida social, no se le escapa nada. Las personas acuden a este representación interminable como meros espectadores pasivos.
La producción de la sociedad del espectáculo se ve incrementada por los avances tecnológicos de las últimas décadas, constitutivos de la sociedad capitalista avanzada, ya que los escenarios para las imágenes son ahora múltiples y variados. Otro importante rasgo de la sociedad moderna espectacular es la fusión de la economía con el Estado, hasta el punto de que es uno de los auténticos motores de desarrollo, en la que ambos ámbitos logran un progresivo beneficio, que favorece además la sociedad del espectáculo. Hay otros tres mecanismos, que Debord observa como instalados y favorecedores igualmente de la producción espectacular. El llamado secreto generalizado, ya que la enorme cantidad de imágenes e información producen una falsa sensación de transparencia en la sociedad del espectáculo; consumimos imágenes sin cesar, pero las decisiones de poder se toman de forma discreta en algún lugar desconocido para el común de los mortales. La llamada falsedad sin réplica es otro de los factores, ya que el espectáculo no permite contestación alguna; no no es posible cambiar muchas veces de espectáculo, ya que estamos íntimamente comprometidos y no no es posible eliminarlos ni cambiar de canal. Un mecanismo, primordial y especialmente significativo en España, es el llamado presente perpetuo. La producción espectacular tiene el afán permanente de seducir el deseo presente, no existe el pasado: probablemente, uno de sus objetivos primordiales sea ese, acabar con el pasado. Tal vez, esto explique la absoluta falta de memoria histórica de este país: no ya sobre lo ocurrido en la Guerra Civil, que se observa como un difuso acontecimiento que acabó enfrentando a «hermanos» (desprendido del más minimo análisis histórico, político y social), también sobre los hechos de hace escasas décadas, alabando a políticos y políticas que, tan sencillo como eso, no han conducido al desastre en que nos encontramos en el presente si establecemos un hilo histórico. Un presente, ensanchado y repetido, que no por casualidad acaba seduciendo frívola y espectacularmente a nivel político a gran parte de la sociedad.