Antes del viernes, tiene que ingresar en prisión el rapero Pablo Hasél por varios delitos de apología del terrorismo e injurias a la corona. Diré, antes de nada, como no puede ser de otra manera, que considero que cada uno puede expresar lo que le venga en gana. Sí, es cierto que a alguno se le puede ir la olla y soltar barbaridades (falsas) sobre cualquiera, pero eso tiene sus cauces y, no obstante, no entremos en un debate trillado y propio de un determinado tipo de sociedad mediática. Reitero lo de la absoluta libertad de expresión, máxime en el terreno artístico, que creo que tantas veces se realiza con una intención transgresora. De hecho, no entiendo mucho de rap o cultura hip hop, pero me da que el tono agresivo es habitual en las letras. Por ejemplo, hay un grupo, no mencionaré el nombre, que dentro de una verborrea interminable les he escuchado pedir zulos para algún político e incitar a la violencia de diversas maneras. Para ellos, la lucha contra el fascimo lo justifica todo. Lo grave, en este caso, es que llaman fascismo a casi cualquier cosa. Pero, no quiero desviar la atención sobre el tema central, que es la total libertad de expresión.
El supuesto delito de injurias a la corona atribuido a Hasél, es obvio, es algo creado ad hoc para blindar a una institución anacrónica. Precisamente, es necesario un campo amplio para la crítica, algo que resulta extremadamente molesto a algunos, precisamente para plantear debates sobre las instituciones y no caer en el estatismo (nunca mejor dicho, en este caso). Recomiendo la película del gran Milos Forman, El escándalo Larry Flint, en la que un personaje con cierto poder mediático, con el que no tenemos que simpatizar lo más mínimo, acaba siendo molesto a los estamentos más repulsivamente reaccionarios. Es cierto que el film, y el caso real, plantea el derecho a la libertad de expresión desde el punto de vista extrictamente jurídico, pero también es la sociedad que de momento tenemos. Sobre Hasél, al que pido como tantos su inmediata libertad sin cargo alguno, puede que simpatice poco con sus formas e incluso con su fondo. No obstante, parafraseando al clásico, su libertad en este caso extiende el campo para que yo ejerza la mía y pueda decir lo que estoy diciendo.
Criticar a estamentos sagrados, sea el rey o sea el mismo Dios, como también hemos visto en los últimos años, no puede formar parte de legislación alguna. Sobre apología del terrorismo, otra de las acusaciones, estamos en un terreno ambiguo y delicado. Particularmente, no entiendo las simpatías a grupos como ETA o GRAPO, cuyos actos sangrientos les definen, pero allá cada cuál cómo quiera ver las cosas y cómo quiera expresarlas. El delito es la acción, no las meras palabras, aunque sean de apoyo o simpatía. Del mismo modo, siguiendo la misma lógica de procesar a alguien que supuestamente ha hecho enaltecimiento de un acto terrorista, resulta incomprensible que no lo hagan con los hijos de puta militares que afirmaron recientemente querer fusilar a millones de españoles. Perdón por las palabras gruesas, pero es para que se me entienda bien y estoy ejerciendo, además, mi derecho a la libertad de expresión. Pasa algo similar con querer llevar al código penal la apología de la dictadura franquista. Regímenes autoritarios, y abiertamente sangrientos como el del genocida Franco, ha habido muchas y de diversos pelajes. Sobre eso otro llamado «delito de odio», supuestamente creado para defender a las minorías y asegurar la pluralidad, creo que también abre la puerta a un campo represivo más amplio. De momento, nos reafirmaremos en que la libertad de expresión debe ser lo más amplia posible. Al fin y al cabo, máxime en este inefable país donde triunfó el fascismo, mejor saber abiertamente, sin subterfugios, lo que piensan los malnacidos.