La izquierda (parlamentaria, se entiende) está exultante, con la victoria de Gustavo Petro en Colombia, un país donde se está repitiendo que ha gobernado la derecha toda la vida de Dios. Incluso, el triunfo de Petro ha servido de severo paliátivo al disgusto de las también recientes elecciones andaluzas, donde el Partido Popular ha barrido a la izquierda con el único pírrico consuelo para la progresía de no entrar en el gobierno los abiertamente ultraderechistas de Vox. Pero, centrémonos en el panorama latinoamericano, donde el panorama izquierdista es alentador como demuestran los éxitos de Boric en Chile y de un tal Castro en Honduras o los gobiernos consolidados de López Obrador en México o de Alberto Fernández en Argentina, entre otros. Entre esos otros, por cierto, hay que señalar a Maduro en Venezuela o Daniel Órtega en Nicaragua, de tendencia algo más autoritaria de lo habitual. De entrada, habría que definir con detalle qué diablos queremos decir en esta ocasión y en estos tiemops con «gobiernos de izquierda», y como se traduce en sus políticas de supuesto cambio social, pero bueno. Vamos a congratularnos de que en tantos países hermanos no haya administraciones abiertamente reaccionarias e incluso pueda acabar desbancándose a engendros como Bolsonaro en Brasil.
Sin embargo, una vez recuperado de la euforia inicial, uno no puede evitar una escalofriante sensación de déjà vu (que me disculpen, si no se escribe así). Yo, que tengo algo de memoria histórica, creo recordar que hace cosa de un par de décadas ya se advino una oleada de gobiernos progresistas; léase gente como Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa o un Lula da Silva, que por cierto, me parece es el mismo que ahora va a desbancar al facha ese en Brasil. Se dijo que aquellos gobiernos representaban a una «nueva izquierda» alejada del marxismo, aunque luego, y no quiero decir nada con ello, se podía ver compradeando a alguno con el dinosaurio autoritario de Fidel Castro. La cuestión es preguntarse qué fue de aquella pléyade de gobernantes, que iban a cambiar el panorama latinoamérica, y qué queda de su legado a nivel social y político; ya digo yo que no debe ser demasiado, si se menciona ahora a una nueva e ilusionante generación, incluso con rasgos diferenciados, la cual inevitablemente tendrá que recibir el nombre de «nueva nueva izquierda», digo yo.
No, no tengo excesivamente estudiados los programas de todos y cada uno de estos nuevos gobernantes progresistas; desconozco si son tibios socialdemócratas, liberales de tintes progres, pero sujetos al mercado global, o incluso adalides del «socialismo real», ya sin ningún referente político. Solo sé que después de infinidad de crisis, de gobiernos de unos o de otros, de los sumisos a las élites económicas y de los que supuestamente no lo son tanto, la región latinoamericana sigue siendo uno de los peores castigados del planeta (que no es decir poco). Y es que uno, es tan sumamente pragmático, que solo concibe el cambio social si esas maravillosas administraciones gubernamentales van erosionando, aunque sea paulatinamente, el poder del Estado; es decir, que inicien un programa educativo amplio, que no convierta al común de los mortales en un papanatas sin remedio y aprenda a pensar por sí mismo, que transformen la sanidad de arriba abajo para ponerla de verdad al servicio de la gente, que socialicen la riqueza para devolvésela a los que producen y, en definitiva, restituyan la potestad a la sociedad para que sean los ciudadanos de a pie los que gestionen sobre los asuntos que les atañen. No, no conozco hasta ahora que algún gobierno haya hecho algo de esto, por muy revolucionario que se presente. Permitidme, por lo tanto, que siga siendo sumamente escéptico acerca de estas vías electorales sujetas a tanto vaivén, tal vez teñidas con una fina capa de ideología, pero que suelen acabar en lugares muy parecidos.