Estamos viviendo años complejos. Mientras escribo son muchas las guerras y los enfrentamientos que se están consumando, y la mayor parte de ellos son dictados por un “delirio” identitario. Estoy cada vez más convencido de que en la sociedad contemporánea hay un exceso de identidad, que hay una manipulación, una instrumentalización del factor cultura, como dice Anselle: la adoración de una perspectiva cultural, encaminada a legitimar la realidad social naciente.
Asistimos cada vez más a fantasmales llamamientos a los orígenes y a la pureza (fundamentalismos religiosos o políticos) que son en realidad proyecciones hacia atrás de necesidades actuales; el pasado utilizado, manipulado en función de las necesidades actuales.
A menudo, a través de la violencia se inventa la identidad, violencia entendida no solo como acto de fuerza física sino también como imposición o clasificación a través de la acción política basada en una relación asimétrica de fuerzas.
Las élites dominantes crean, modelan y utilizan categorías como tradición, etnicidad y cultura para perseguir determinados objetivos políticos. Existen formas de identidad inducidas desde arriba y otras que nacen desde abajo, pero mucho más frecuentemente son inducidas por las clases dominantes. La recuperación de las tradiciones o su invención por parte de las élites sirven para justificar su liderazgo; deben crear su campo de dominio, ya sea una etnia, un pueblo o una nación. Las identidades colectivas no se crean con un acto administrativo, por lo que es preciso establecer una zona de influencia cultural que haga partícipes a las comunidades implicadas.
En el mundo de la globalización parece que el miedo a ser iguales a los demás nos crea muchas identidades cerradas, culturas encerradas en recintos impenetrables. Este tipo de sociedad se convierte en un único y gran gueto social en el que las diversas comunidades étnicas que lo habitan, independientemente de su riqueza, son hostiles entre sí, por lo que se generan conflictos internos.
Todo esto parecerá en contradicción con un análisis adecuado del mundo contemporáneo, donde los universos locales se articulan con referencia a estructuras abiertas a la realidad global, producen formas de imaginación que se fundan en la relación entre contextos diversos y no solo en referencia al contexto ligado a una única dimensión territorial. Y es también en los mundos “nuevos” creados por la imaginación donde los individuos reformulan su propia identidad y su propia cultura. La imaginación consiste en representar realidades que son experimentadas no solo personalmente, sino también por los demás; cotidianamente esto consiste en pensarse en conjunción con otros sujetos poseedores del mismo tipo de imaginario. De este contexto nacen entidades nuevas, comunidades imaginadas. El hecho de que debamos tener en consideración la dimensión del imaginario significa que no podemos limitarnos más a análisis que tienen como referencia territorios bien definidos.
La creación de identidades culturales ya no se construye solamente con personas que habitan el mismo territorio; la gente circula cada vez más en el mundo globalizado con sus propios significados, los significados con el tiempo encuentran la manera de circular incluso sin quien les había hecho emigrar, y los territorios dejan de ser los contadores privilegiados de las culturas. Se crea una imagen de cultura que no proporciona por descontado un vínculo con territorios y poblaciones particulares, sino que prevé como punto de partida un mundo más abierto, interconectado. La desterritorialización constituye una de las fuerzas más potentes del mundo contemporáneo, en cuanto que coincide con la expulsión y la dispersión de masas de individuos que elaboran concepciones particulares de su existencia y sentimientos de pertenencia y de exclusión tanto ante la nueva vivienda como ante la patria originaria, por lo que el imaginario de individuos y grupos ya no hace referencia a un lugar, a un territorio como punto de anclaje de la propia experiencia e identidad.
Por otro lado, el nacimiento en estos últimos años de grupos identitarios variados, fundamentalistas, cerrados y fuertemente ligados al vínculo territorial, parecería una respuesta al fenómeno del mestizaje cultural, en cuanto que estos grupos viven un desarraigo, asisten a una pérdida de identidad y por ello agudizan su deseo de identificarse.
Se convierte en una auténtica obsesión: encontrar el origen puro del grupo de pertenencia, una lucha de territorio e identidad contra lo inevitable, la compleja y maravillosa hibridación cultural y el mestizaje.
Andrea Staid
Publicado en el periódico Tierra y libertad núm.323 (junio 2015).