Cuando abrí el ordenador para empezar a escribir este texto me rondó la tentación de titularlo: «Encendido elogio de la negatividad del anarquismo», ya que mi propósito era precisamente el de reflexionar sobre esa ineludible, y a menudo infravalorada, dimensión del anarquismo. Sin embargo, pronto me di cuenta de que eso me obligaba a dejar de lado buena parte de lo que constituye el anarquismo. En concreto, quedaba marginada toda esa vertiente positiva que también lo define. Así que para remediar esa desafortunada amputación no me quedaba más remedio que emprender la elaboración de un segundo artículo que se titularía está vez: «Entusiasta apología del sueño anarquista y de sus intermitentes plasmaciones en la realidad».
Ahora bien, como mi compromiso consistía en entregar a Redes Libertarias un único artículo, opté finalmente por renunciar a ese primer título y por fundir ambas reflexiones en un único texto. No vendría al caso relatar aquí esa anécdota propia del ámbito privado de quien esto escribe, y carente del más mínimo interés sustancial, si no fuese porque la decisión de unir las dos reflexiones ha tenido para mí el benéfico efecto de poner el foco sobre el carácter intrínsecamente dilemático del propio anarquismo. En efecto, a partir de dicha decisión he pasado a percibirlo como una entidad cortada por el mismo patrón que la bifronte deidad denominada Janus en la antigua Roma, dotada de dos rostros diametralmente opuestos, pero inseparablemente unidos.
La radical negatividad anarquista
Para ilustrar la negatividad anarquista se puede recurrir a Mijaíl Bakunin quien veía en «la pasión por la destrucción una pasión creadora», o también a Max Stirner quien consideraba que «la erradicación de las ideas fijas» (sus famosos espectros), que impregnan nuestra mente, era la condición para lograr destruir nuestra dócil sumisión a la execrable autoridad de lo instituido. Ahora bien, al margen de dichas referencias históricas esa negatividad se sustenta a mi entender en dos de las diversas características básicas del anarquismo.
La primera consiste en su escrupuloso respeto por la autonomía de las personas y de los colectivos, así como por el irrenunciable principio de la autoorganización. Que nadie piense ni decida por ti, que nadie organice tu vida, ni la forma de tu lucha, son expresiones que resuenan con fuerza en el ámbito anarquista. Ese respeto le lleva a rechazar sin ambages cualquier tentación de inyectar desde fuera de las luchas tanto los principios que deben guiarlas, como las formas que estas deben tomar y las metas que deben perseguir. Todos esos elementos deben formarse en el seno de las propias luchas y ser directamente obra de sus protagonistas, sin que nada que provenga del exterior de estas las encauce (ni siquiera el propio anarquismo). Esa es la condición necesaria para no vulnerar la plena autonomía de quienes se sublevan contra los dispositivos de dominación, de opresión y de explotación que rigen nuestras sociedades.
Resulta, además, que, si se precia de verdad la autonomía, tal y como pretende hacerlo el anarquismo, no se puede obviar que solo se alcanza la autonomía practicándola, y que esa peculiaridad veda el paso a cualquier tipo de intervención externa al propio proceso autónomo. La autonomía forma integralmente parte de la acción que pugna por conseguirla, o dicho con otras palabras, no se puede conseguir la autonomía de otra forma que no sea mediante su propio ejercicio.
Respetar la autonomía de quienes protagonizan las luchas, implica, por lo tanto, rechazar cualquier vanguardismo y dirigismo, y requiere abstenerse de formular propuestas positivas (ya sea de tipo organizativo, de fijación de objetivos, o de definición de modos de actuar) que no surjan de la propia lucha.
Desde esas consideraciones básicas solo queda afanarse en contribuir a desmantelar los mecanismos y los instrumentos de opresión que impiden el ejercicio de la autonomía, sin introducir en ese ejercicio nuestros propios esquemas, nuestros principios y finalidades, ya que estos han sido predefinidos en otras lides y en otras circunstancias históricas.
El anarquismo se presenta así, como un instrumento de destrucción de lo instituido, dejando que sean las prácticas desarrolladas en las luchas las que vayan configurando alternativas, realizaciones materiales y principios generales
El anarquismo se presenta así, como un instrumento de destrucción de lo instituido, dejando que sean las prácticas desarrolladas en las luchas las que vayan configurando alternativas, realizaciones materiales y principios generales, trazando paulatinamente, mediante unas prácticas situadas, la trayectoria a seguir.
Esto no significa que cuando los y las anarquistas se involucran en una lucha deban dejar fuera del campo de batalla sus propias armas, sus ideas y sus propuestas, las llevan consigo y sería absurdo pedirles que se desprendan de su forma de pensar, de ser, y de actuar. Tan solo se trata de dejarse llevar, tanto como sea posible, por la dinámica dibujada por la lucha en lugar de pretender orientarla de manera decisiva, ya que siempre queda la posibilidad de salirse de ella sí, en algún momento, esta entra en contradicción con las propias convicciones y los propios esquemas.
La segunda característica básica del anarquismo, en relación con el tema que aquí se aborda, se establece en su radical negativa a reproducir lo que pretende combatir, es decir, a generar en su propia andadura efectos de dominación y mecanismos de opresión. Recurriendo a una expresión que debo al compañero Rafa Cid, se trata de que, para ser coherente con sus propios presupuestos, el anarquismo sea literalmente «indominante», es decir, desprovisto de efectos de dominación.
Ahora bien, en la medida en que estamos totalmente inmersos e inmersas en el sistema que combatimos, resulta inevitable que este deje en nuestra forma de ser y en nuestras propuestas determinadas huellas de aquello mismo que le caracteriza. Eso significa que difícilmente se puede evitar que la lógica de la dominación deje huellas en lo que pensamos y construimos porque siempre lo hacemos desde el seno del sistema en el que vivimos.
Las formulaciones y las realizaciones radicalmente ajenas al sistema existente, y contrarias a sus características, solo pueden surgir desde aquello que este no controla, ni contamina. En otras palabras, lo nuevo, la creación radical, surge en los espacios que escapan del sistema y eso significa que ese «mundo nuevo que llevamos en nuestros corazones» solo puede ser pensado y emerger desde fuera del sistema que combatimos, es decir, desde sus ruinas. En consecuencia, la tarea del anarquismo consiste en propiciar el derrumbe del sistema, reduciéndolo a simples ruinas sobre las cuales podrán brotar flores realmente otras, lo cual lo sitúa claramente en el ámbito de una negatividad radical.
Es, precisamente, porque consideraba que aquello que tenemos la capacidad de proyectar antes de haber destruido lo existente, puesto que se forma en lo que proyectamos, siempre llevará sus marcas. Ese es el motivo por el que Max Stirner abogaba por reemplazar el concepto de revolución, orientado a promover una forma social sustitutoria de la existente, por el concepto de una permanente insurrección contra lo instituido. Una insurrección que no busca derrocar la institución social vigente para reemplazarla por una nueva institución social surgida de una hipotética revolución, sino que se limita a atacar en todo momento la que está vigente y que resulta insoportable.
Tanto si consideramos la primera de las dos características del anarquismo que he mencionado, como si tomamos en cuenta la segunda, está claro que el anarquismo sitúa la resistencia contra el sistema vigente en el centro del tablero, dejando que sea dicha resistencia contra el poder establecido la que cree las condiciones para ir construyendo, sobre las ruinas de lo derrocado, los lineamentos de unos valores distintos de los existentes, y de unas formas sociales alternativas a las que están vigentes. Lo que compete al anarquismo en ese proceso es, básicamente, contribuir a la destrucción de lo instituido, y seguir practicando la resistencia tan pronto como hayan sido establecidas unas formas sociales alternativas que, por cierto, no están prefiguradas en el anarquismo, sino que serán eventualmente creadas por las propias luchas autónomas en el proceso de destrucción del capitalismo.
El imprescindible sueño anarquista. Frente a la tozuda negatividad del anarquismo, acorde con sus principios más definitorios, es, por supuesto, su segunda cara la que explica que este suscite tanto fervor entre quienes nos enmarcamos en sus coordenadas.
El goce que produce sentirnos parte de una extraordinaria tradición de lucha y de una magnífica experiencia histórica que ignora fronteras y atraviesa culturas, es tan importante para nuestra autodefinición en tanto que anarquistas como pueda serlo el corpus de escritos libertarios que forjan nuestra identidad y que conforman una cultura compartida o las prácticas de solidaridad y de apoyo mutuo que tejen el espacio libertario.
No importa si las trabas con las que se enfrenta la utopía que nos anima parecen insalvables, la esperanza de conseguir superarlas en algún momento resulta clave para alentar el ánimo de lucha, e incluso para mantener la intensidad de la resistencia. Aunque la negatividad se sitúe como la perspectiva más coherente del anarquismo, no deja de ser cierto que luchar por algo y no solo contra algo, así como perseguir unos objetivos e intentar que otras personas los compartan, imprime un fuerte impulso a las luchas y les confiere una tonalidad distinta, mucho más convivial y más optimista que la que emana de la pura negatividad.
Construir y vivir en el presente algunos de los aspectos del sueño anarquista, experimentar el compañerismo que se fragua en el calor de unas ideas compartidas y de unos anhelos comunes, sentir la unión en la elaboración de proyectos compartidos y el entusiasmo de participar en su realización, todo eso resulta insustituible en la configuración del anarquismo. Imaginar lo que no existe, pero que, sin embargo, podría llegar a ser, y acariciar las promesas que anidan en la utopía, son elementos que contribuyen a forjar una identidad que nos hace sentir participes de una entrañable comunidad en la cual nos sumergimos por elección y decisión propias, y no por obligaciones de orden jurídico, laboral, nacional, de género o familiar, entre otras muchas fuentes de determinaciones adscritas.
Ahora bien, ¿acaso pudiera ser que esos aspectos del anarquismo que son, en definitiva, los que motivan en buena medida nuestra sintonía con sus postulados y con su quehacer, resultasen ser contradictorios con la imprescindible negatividad del anarquismo?
¿Acaso pudiera ser que el establecimiento de principios, la definición de finalidades, la elaboración de modelos de sociedad, la constitución de una identidad específica, la formación de una cultura propia, con sus símbolos, su memoria, sus figuras emblemáticas etc. vulnerase su carácter indominante, propiciando que cuando el sueño anarquista se involucra en una lucha salte por los aires respecto a la plena autonomía de quienes la han emprendido?
A modo de incierta conclusión
Parece bastante claro que, la negativdad anarquista, por una parte, y el embriagador sueño anarquista, por otra, no representan aspectos simplemente diferentes de una misma entidad. No se trata de elementos distintos, pero complementarios, sino que son aspectos netamente antagónicos. De hecho, la negatividad y el sueño anarquista son sencillamente incompatibles. Dicho con otras palabras, el sueño anarquista se contrapone a aquello mismo que persigue la negatividad anarquista, y hace imposible que esta cumpla sus objetivos de preservar la autonomía de las luchas y de los colectivos que las protagonizan. Al penetrar en las luchas envuelto en sus valiosos y preciados atributos, es claro que el anarquismo inyecta en ellas unos principios elaborados fuera de las mismas.
El anarquismo es lo que vive y se mueve en el preciso punto donde se extrema la tensión entre esas dos facetas irremediablemente opuestas, pero íntimamente entrelazadas, del querer vivir colectivamente libres, a la vez que del querer vivir radicalmente indominantes.
En suma, el sueño anarquista pone en un aprieto el carácter indominante del anarquismo llevándole a contradecir sus propios principios antidirigistas y su radical compromiso con la autonomía. Por su parte, la negatividad anarquista margina por completo, y elimina prácticamente, todo lo que forma el atractivo y la riqueza del anarquismo al considerar que el sueño anarquista queda lejos de ser indominante, y es, por así decirlo, insuficientemente anarquista.
Así las cosas, parece que solo quepa reconocer el carácter intrínsecamente dilemático del anarquismo, y constatar que conviven en su seno dos entidades claramente antagónicas e innegablemente contradictorias.
Sin embargo, lo contradictorio no tiene por qué ser descalificado y rechazado por principio, ya que la lógica aristotélica no descansa sobre ningún mandato imperativo y absoluto. Además de la existencia de otros tipos de lógica (y haberlos haylos…) también conviene tener en cuenta que ciertas realidades pueden ser simultáneamente antagónicas y simbióticas (el poder y la libertad ilustran perfectamente esta figura).
Quizás, la riqueza del anarquismo radique precisamente en saber mantener la constante tensión entre sus dos facetas, asumiendo que es precisamente la contradicción que dibujan lo que le preserva de caer en el plácido inmovilismo de las cosas que son aproblemáticas o que se presentan como tales. El anarquismo es lo que vive y se mueve en el preciso punto donde se extrema la tensión entre esas dos facetas irremediablemente opuestas, pero íntimamente entrelazadas, del querer vivir colectivamente libres, a la vez que del querer vivir radicalmente indominantes.
Es precisamente su incapacidad de mantener viva esa tensión la que conduce a buena parte del anarquismo a subestimar la importancia de la negatividad que lo caracteriza y a privilegiar lo que aquí he denominado el sueño anarquista. Sin embargo, resulta que la focalización sobre el sueño anarquista conduce a experimentar cierta frustración ante la evidencia de que su realización solo consigue plasmarse, y además de forma parcial, en espacios relativamente reducidos y en escaso número. Esa frustración, que no tiene por qué llevar a refugiarse en la inacción, propicia a veces que se recurra a la búsqueda de chivos expiatorios en lugar de proceder al análisis sosegado de las razones de ese estancamiento, y al ejercicio de cierta autocrítica ante las propias insuficiencias.
En la medida en que el post‐estructuralismo, conceptualizado entre otros por los Michel Foucault, los Gilles Deleuze, o los Jacques Derrida (que no hay que confundir ni con el engendro estadunidense de la French Theory, ni con el saco roto del postmodernismo) ha puesto en un brete ciertos postulados que el anarquismo heredó de la Ilustración, tales como, entre muchos otros, y por mencionar aquí tan solo dos ejemplos, la creencia en los grandes relatos o la confianza en el progreso, ha resultado bastante fácil hacer del post‐estructuralismo y de sus pensadores el chivo expiatorio responsable de ese estancamiento y del debilitamiento del vigor de la lucha de clases y de la fragmentación de los frentes de lucha.
Lo preocupante es que esa focalización sobre la búsqueda de chivos expiatorios aparta la vista del hecho de que los drásticos cambios experimentados por el capitalismo y por las sociedades que este moldea, torna inoperantes, por desfasados, determinados modelos de confrontación con el sistema y hacen que se estanquen quienes se aferran a ellos.
Escudriñar cuidadosamente esos cambios es la primera condición para inventar y para articular unas nuevas formas de lucha que desmantelen el sistema establecido y abran caminos hacia otra forma de vida más cercana al sueño anarquista.