Para poder elaborar una discusión útil en torno a la cárcel (y, en definitiva, los presos), es apropiado hacerlo en base a quienes realmente componen la realidad carcelaria. Sin restar ni un ápice de la importancia simbólica y del impacto personal o familiar que tienen los delitos violentos, es necesario debatir sobre la cárcel con la consciencia de que la gran mayoría de los presos no responden al perfil de asesino-terrorista-violador. Si se acepta la cárcel por la existencia de estas personas, hay cerca de 60.000 presos y presas que no responden en absoluto a este perfil, y para las que se podrían buscar alternativas.
Los datos que siguen a continuación son fundamentalmente de 2009. No es de gran importancia porque las características de la población carcelaria apenas han variado en las últimas décadas, y así podemos usar los datos oficiales del mismo año que la encuesta existente para completar la escasa información disponible. En todo caso, en referencia a qué gente está encerrada en prisión, el 92% eran hombres, y el 8%, mujeres. Por edades, los grupos más numerosos son los que comprenden los tramos de edad entre los 25 y los 40 años, que agrupan al 56% de los presos. En cuanto a la nacionalidad, cabe destacar que el 35’71% eran extranjeros (este dato sí se ha reducido en los últimos años, a raíz de un cambio en la política de expulsiones).
El conjunto de delitos más numeroso es el de delitos contra la propiedad y delitos contra la salud pública. Los delitos graves son muy minoritarios, y se puede afirmar que en torno al 70% de los delitos que llevan a prisión están relacionados directa o indirectamente con las drogas ilegales (robos para pagarla, venta, ajustes de cuentas, etc.). Por otro lado, en torno al 60% de los presos tienen un nivel educativo reglado bajo (educación primaria completa o incompleta).
Ante la limitada existencia de datos oficiales, hay que recurrir a otras fuentes para tener un perfil más completo, como encuestas a los propios presos. De una encuesta publicada en 2010, se desprende que en la muestra hay una sobrerrepresentación (respecto de la población general) de trabajadores no cualificados (casi el doble) y de trabajadores vinculados al mundo de la hostelería (sector que no destaca por sus buenas condiciones laborales). En total, el 56% de los presos de la muestra se agrupaban en estas dos categorías, mientras que en la población general suponía un 30’5%.
En términos de familia, la mayoría de los presos encuestados tenían padres y madres con trabajos poco cualificados y niveles muy bajos de estudios (entre otros, el 10% de los padres y el 15% de las madres son analfabetas). El 80% proviene de familia numerosa y uno de cada tres tiene, o ha tenido, algún familiar preso. Casi el 30% no tenía vivienda propia (en propiedad o alquiler) en el momento de ingresar en prisión, y dependían de otras personas para tener un techo (familiares, amigos, instituciones). Casi el 4% vivía en la calle.
En conclusión, el perfil de las personas encerradas en la cárcel se corresponde con el de los sectores de la población que se encuentran en un mayor riesgo de exclusión social, si no se encuentran ya en esa situación: personas jóvenes, con escasa cualificación –trabajos precarios- y bajo nivel educativo, con situaciones familiares poco estables y con delitos relacionados con las drogas, y una importante proporción de extranjeros. Aquí surgen muchas cuestiones interesantes, de las cuales me gustaría dejar señaladas un par, a modo también de propiciar discusión.
Por un lado, la variable más compartida por los presos sigue siendo el hecho de haber delinquido. Más exactamente, haber delinquido, haber sido descubierto y condenado. En los orígenes de la Criminología –y, desafortunadamente, aún hoy a veces- se estudiaban las características de los delincuentes a través de las características de los presos. Habitualmente concluían que los delincuentes eran personas menos inteligentes que los no delincuentes –y, casi todos, pobres, lo que justificaba una persecución aún más dura contra ellos-. Más allá de lo inapropiado de distinguir entre “personas delincuentes” y “personas no delincuentes”, les llevó bastante tiempo darse cuenta de que sólo estaban estudiando a aquellos delincuentes que habían sido descubiertos, y que aquellos con mucha inteligencia se las ingeniaban para no ser pillados. Con el tiempo se vio que esta “inteligencia” muchas veces tenía que ver, en realidad, con la clase social y los recursos de quien delinquía, así como con el tipo de delitos que el sistema penal perseguía (i.e. robo de gallinas vs fraude fiscal corporativo). Así, en el funcionamiento normal del sistema penal, se ha ido demostrando cómo las variables que hacen que una persona acabe en prisión tienen que ver más con su posición social que con sus características personales. El delito está repartido más aleatoriamente –y no lo está- que la pena de prisión.
Si uno es capaz de olvidarse de toda la teoría jurídica que explica y justifica el encierro debido a haber delinquido (en cuyo caso se echaría de menos a muchos más presos en la cárcel -ejemplos “actuales”: alcaldes y concejales; policías y banqueros-), y es capaz de entrar en la cárcel, sin prejuicios, a observar a quién se encierra allí, la respuesta más probable será que a pobres o personas que no tienen nada. Si uno se olvida de la justificación actual de la cárcel (instrumento contra la delincuencia) y se va a sus orígenes históricos, relacionados abiertamente con el encierro de pobres que habían llegado a la ciudad con la revolución industrial (sin necesidad de que hubiesen delinquido), la sensación puede cobrar un poco de sentido. Que los orígenes históricos de la cárcel se encuentren en el encierro de pobres no quiere decir que hoy la cárcel exista para encerrar pobres, pero el origen del encierro es un tema que trataremos más adelante.
Ignacio González Sánchez
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