Una amiga me advierte hoy sobre un artículo en el muy progresista diario El País con el peculiar titulo «La tentación libertaria en la sociedad digital». Por un momento, pienso que se trata de una nueva apropiación, por parte de esos ultraliberales, parte de la derecha más insolidaria, del término «libertario». No haría falta aclarar, para cualquiera con un poco de conocimiento, que en este bendito país «libertario» es y debe ser sinónimo de «anarquista». El caso es que los tiros no iban por donde yo pensaba. El texto de marras viene firmado por un tipo que fue ministro en algún gobierno de Felipe González con algún pomposo título en derecho administrativo (o algo así). Son varios los reproches que le haría, en fondo y forma, pero lo más cabreante es el uso abiertamente despectivo que se hace de un concepto, que quiere verse como una intolerable libertad absoluta. Debería darle vergüenza al firmante, en un país en el que el movimiento libertario fue una vez mayoría y pudo cambiar las cosas para siempre. Sobre otros aspectos del texto, vayamos por partes. El artículo viene a ser una justificación de por qué el rapero Pablo Hasél ha sido condenado y ha terminado por ingresar en prisión. No es casualidad que comience recordando las numerosas manifestaciones, «con frecuencia, violentas», que ha desencadenado la sentencia, tal vez con un deseo de vincular anarquismo con violencia. Todo un clásico.
Sin embargo, como no se aclara, tal vez el autor se refiera con violencia a la ejercida por la policía, según numerosos fuentes ejercida antes de que hubiera acción alguna por parte de los manifestantes como parte de una obvia estrategia para demonizar las protestas. No parece arbitrario que, con las hostias que reparte un cuerpo armado a diestro y siniestro, las imágenes más repetidas en los medios sean las de contenedores quemados y cristales rotos, y ahí queden para el imaginario popular. Volvamos al artículo en cuestión, que como he dicho no es más que una argumentación jurídica de por qué Hasél ha sido condenado, aunque exprese ciertas dudas sobre si tiene que estar o no en chirona. Para ello, el autor quiere ver las redes sociales como una amplificación de ciertos exabruptos, que van más allá de la barra del bar, y que en el caso que nos ocupan para él sí han supuesto enaltecimiento del terrorismo y humillación de las víctimas. Para reforzar su línea argumentativa, mete en el mismo saco los llamados «delitos de odio», un terreno incluso más amplio, ya que por ejemplo habría que procesar por ello a todo el facherío patrio con las animaladas que sostienen. Se deja claro, en suma, que ningún Estado debe despenalizar los delitos que tienen que ver con la libertad de expresión.
Y ahí es donde yo quería llegar. Yo, particularmente, me niego a entrar en un debate sobre la libertad de expresión sin antes aclarar quién monopoliza la fuerza, los medios y la sagrada legislación, por mucho que se llenen la boca de democracia. «El Estado es el monopolio de la violencia», dijo uno de los padres de la sociología, alguien nadie sospechoso de actitudes subversivas. El artículo, de manera esclarecedora, para querer justificar que los Estados tienen que ejercer su legislación represora (esto es, inhibidora, pero así se entiende mejor), viene a insinuar que de otra manera «se puede propiciar una improcedente deriva libertaria» y recalca que ciertos discursos son inservibles para el debate público. Como puede verse en el título, quiere referirse sobre todo a las redes sociales, donde cualquiera puede opinar, algo que no termina de convencer a nuestros expertos. Sin embargo, yo extendería la argumentación a cualquier medio en los que opinadores profesionales, no ya hagan «discursos inservibles», para el que suscribe abiertamente perniciosos. A mí, por lo pronto, me ofenden muchas cosas que leo y escucho a diario. Y me agreden, no por circunstancias personales, sino pensando en el conjunto de esta maltrecha humanidad. ¿Legislar al respecto? No, cambiar las cosas de raíz, lo primero, y luego que cada uno rebuzne lo que quiera.