Recientemente, asistí a una acalorada discusión en una barra de un bar entre dos parroquianos, que no estoy seguro, pero creo que versaba sobre eternas rivalidades balompédicas. El caso es que, en pleno combate dialéctico, uno de ellos le espetó al otro: ¡eres un sofista! Un instante de tenso silencio parecía la antesala de una ensalada de bofetadas, cuando decidí intervenir raudo y veloz. Con una amplia sonrisa, les dije que, tal vez sin pretenderlo, habían tocado uno de mis temas favoritos. La palabra «sofista», en su sentido negativo, que alude a una persona que emplea un razonamiento falso con apariencia de verdad (es decir, un «sofisma»), llega a nuestro días. En mi opinión, continué alegremente mi discurso, esa mala prensa de los sofistas, filósofos de la Antigüedad, se debe a la imagen que de ellos quisieron dar autores como Platón o Jenofonte, pero también a la mala interpretación de sus frases. Como, entre palabra y palabra, puede ver que aquellos dos tipos adoptaban un ambiguo gesto, entre la perplejidad y el interés, me animé a continuar. Los sofistas, al contrario de lo que se ha sostenido de manera simplista y reduccionista, no representan un cambio de interés en la filosofía respecto a sus precedentes.