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Apocalipsis navideño en el centro de Madrid

Hoy, 22 de diciembre, en una mañana en la que el frío no acaba de llegar, me asalta un grupito en un céntrica plaza madrileña. Cordialmente, me desean feliz Navidad y devuelvo educadamente el parabién, aunque con una ligera adaptación al lenguaje laico. Un escalofrío me recorre la espalda cuando observo que, no muy lejos, hay un pequeño puesto con libros y folletos en los que se mencionan de forma pertinaz a Jesús y a la Biblia. Estoy a punto de una rápida frase para desembarazarme del corrillo, cuando uno de ellos, mucho más ágil que yo, impecablemente ataviado y de voz melosa, me espeta algo así como que tengo cara de necesitar al tal Jesús. La mayor parte de las veces, hago caso omiso, y pongo pies en polvorosa. Sin embargo, ese día me siento especialmente tocabemoles.

Miro fijamente a los ojos a mi empalagoso amigo y le suelto nada menos que quién es ese tal Jesús. Con gesto de sorpresa, sin atisbar ni un rasgo de ironía en mi actitud, se dibuja inmediatamente una gran sonrisa en su rostro. Acto seguido me explica, de forma inexplicablemente ingenua, que se trata del hijo de Dios y de nuestro redentor y salvador. Cuando le suelto, nada menos, que no creo en Dios y que soy un ateo alegre y combativo, el tipo apenas se inmuta. Como está deseando volver a la carga con el discurso habitual, contraataco de manera inmisericorde. Adopto un método deductivo de nivel preescolar y le suelto que Dios, en sus diferentes formas culturales, según nos dice la evidencia más elemental, es producto de los miedos, necesidades y deseos del ser humano.

Como la respuesta habitual religiosa es que no es cuestión de evidencia, sino de algo tan abstruso como la fe, no bajo la guardia. Sin embargo, mi interlocutor no pierde la compostura ni la sonrisa y, sin entrar en la menor disquisición, insiste en que algún día encontraré a Jesús, ya que él me ama profundamente. No puedo evitar un gesto hilarante al ver el hirsuto rostro, impecablemente ilustrado, de un individuo rubio, guapo y atlético en el folleto esgrimido como argumento. Cuando le digo que no deseo que un tipo tan atractivo exprese su amor hacia mí, casi siento lástima de la persona que tengo frente a mí cuando sus expresión de felicidad transmuta en perplejidad.

Lejos de apiadarme, aprovecho tan obvia debilidad y le digo que, al margen de que uno crea o no en fantasías religiosas, no creo que el Jesús del que habla la Biblia tenga mucho que ver con la realidad histórica. El tipo, al que se le ve muy ingenuo y buena gente, me dice muy serio que lo escrito en el libro sagrado es la verdad y que no se hable más. Por supuesto, respondo que ese es uno de los motivos por los que estoy en contra de la religión, por su fidelidad incondicional a tanto disparate del pasado. Acabáramos. Estoy dispuesto a aceptar que he empleado alguna palabra inadecuada, cuando un corrillo de personas de gesto algo amenazante se va formando a mi alrededor; no puedo evitar pensar en alguna película de terror tipo «La semilla del diablo».

Trato de aplacarles agitando las manos y les recuerdo eso del amor al prójimo, lo cual creo que causa el efecto contrario al pretendido. Una extraña energía parece invadir mi cuerpo y, precedido de una ligera disculpa, les suelto toda una aspiración a discurso. Les recuerdo que yo, no solo no creo en Dios, sino que pienso que no hay que fomentar en las personas una creencia que, de una manera u otra, acaba distorsionando el sentido de la realidad a muchos niveles, por no hablar de la actitud de conformismo y subordinación que supone. Cuando alguien menciona a los muchos necesitados del mundo, mi sistema nervioso toma nuevo bríos. Efectivamente, hay mucho gente que padece y donde tenemos que poner todos nuestros esfuerzos terrenales en evitar esa situación, muchas con causas sociales, económicas y políticas, pero no podemos quedarnos en un simple consuelo; mucho menos en nombre de verdades trascendentes de lo más cuestionables.

Como me da la impresión que me he puesto demasiado solemne, y que muy probablemente he clamado en el desierto, vuelvo la cabeza a mi alrededor dispuesto ya a pasar página. Somos un grupo más en la plaza de pleno centro de Madrid, en un barrio caro y plagado de comercios; no cabe un alfiler. Gran parte de estas personas, en lo que me parece un simulacro de felicidad, llevan alguna prenda navideña y portan voluminosas bolsas producto de ignotas activades de consumo. Lo más terrible es que, entre estos activos seres humanos, se encuentran muchos otros de aspecto degradado y derrotado; carecen de lo más elemental y, muy probablemente, pasan el invierno en plena calle. Pienso, una vez más, en los muchos necesitados del mundo. De repente, no me apetece seguir hablando ya de Dios, de la religión, ni Cristo que lo fundó.

http://libreexamen.blogspot.com.es/2015/12/apocalipsis-navideno-en-el-centro-de.html

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