La retórica ultraliberal, imperante antes pero sobre todo tras la crisis iniciada en los años 2007-2008, tiende a exaltar el papel del mercado y de la libre iniciativa privada, así como a infravalorar el del Estado y el de los entes públicos en general.
Durante varias décadas, en la onda de las privatizaciones, liberalizaciones y desregularizaciones, se ha creído que la intervención pública no era la solución sino el problema, y que el libre despliegue de las fuerzas del mercado, de la competencia y del beneficio estarían perfectamente preparadas para autorregularse y contribuir al óptimo equilibrio y a la plena y mejor asignación de la fuerza de trabajo y de los demás factores productivos disponibles.
Como poco, la gran crisis ha puesto en duda la validez de estos temas, pero sobre todo ha obligado a gran parte de los entusiastas del mercado y de la libre iniciativa privada a invocar el urgente socorro de gobiernos y autoridades monetarias, para conjurar el derrumbe total de los negocios y las actividades financieras a nivel planetario.
Pero el papel de las autoridades públicas y monetarias no se limita a las situaciones de crisis y de emergencia.
Solo de mala fe se puede negar la evidencia e ignorar la relación de cooperación continua y el constante apoyo a la iniciativa privada por parte de las autoridades gubernamentales y monetarias a cualquier nivel: local, nacional e internacional.
Se olvida cómo tal relación implica a menudo intercambio de directivos y administrativos en puestos clave de las empresas privadas al sector público y a las instituciones monetarias y crediticias, y viceversa.
Hay que subrayar cómo frecuentemente estos intercambios en un sentido o en otro comportan la creación de conflictos de intereses de cierta importancia.
Lo que resulta innegable es que la mezcla de público y privado constituye una negación patente de los principios de la soberanía del mercado y de la libre iniciativa privada, pero consiente aumentar el volumen de negocios, los beneficios y el valor de los paquetes de acciones, así que la función continúa.
Por otro lado, estas prácticas que frecuentemente traspasan los límites de la corrupción y la ilegalidad, son tan antiguas como el poder soberano y, desde que existen los Estados y la escritura, están documentadas en todos los tiempos.
De hecho, la oposición o desavenencia entre empresa privada e intervención pública es una ficción desde siempre, una enorme patraña.
Las cosas no funcionan de forma diferente en las relaciones entre Estados.
Un ejemplo significativo en esa línea es debido a la probada oposición insana e irreconciliable entre Estados considerados y autoproclamados democráticos y liberales y Estados considerados y autoproclamados socialistas o, incluso, comunistas.
Bien entendido, los conflictos y los enfrentamientos a nivel político y militar son reales y de envergadura, y comportan enormes inversiones en armas y también en conflictos bélicos, aparte de en actividades diplomáticas, de espionaje y de contraespionaje.
Al mismo tiempo, las buenas relaciones financieras y crediticias entre estos enemigos declarados presuntamente irreconciliables son estrechísimas y, las más de las veces, irrenunciables e indestructibles.
El caso indudablemente más significativo es el de las relaciones de Estados Unidos con la República Popular China, pero también con los países islámicos productores de petróleo.
En ambos casos son remarcadas y reivindicadas por los Estados Unidos innumerables diferencias de orden político, social, jurídico, económico, cultural y religioso.
De hecho, los Estados Unidos no podrían sobrevivir pasados unos meses si se tuvieran que reducir los créditos estratosféricos acordados a manos llenas por estos Estados, con lo que –se afirma- se produciría un auténtico choque de civilizaciones.
Por otro lado, no es imaginable ni por asomo que operaciones financieras de tan formidable magnitud se efectúen sin el acuerdo preventivo entre los respectivos Ministerios de Economía y sus Bancos Centrales.
Por lo demás, la existencia de un enemigo preferiblemente potente y amenazador, es desde siempre una exigencia vital, no solo para la adquisición y el mantenimiento de posiciones de poder sino también, pura y simplemente, para hacer dinero.
La contraposición de los bloques y la denominada guerra fría era un auténtico maná tanto para las industrias armamentísticas como para los políticos de ambos lados, que tenían mucho que ver con esas industrias.
La caída del bloque comunista ha sido por algún tiempo una verdadera desdicha para esos intereses, que veían reducirse progresivamente los presupuestos públicos para defensa y armamento, y consecuentemente también sus propias cifras de negocios y beneficios.
El atentado del 11 de septiembre, el terrorismo y las guerras que le han seguido han sido objetivamente una bendición para las empresas proveedoras de armamento y de otros bienes y servicios de carácter militar.
Digamos, a propósito, que el terrorismo funciona mucho mejor como enemigo y fuente de ganancias, porque está oculto y es susceptible de ser evocado y reproducido a voluntad, en cualquier Estado, calificándose de tanto en tanto como Estado-canalla.
Es una situación mucho más cómoda que oponerse a un Estado soberano, que en cualquier momento podría colapsarse y estallar o, peor aún, intentar convertirse en amigo.
Todavía más embarazoso, si no insostenible, sería, por parte del país líder mundial de las finanzas, de la economía y de los gastos militares, aplicar el calificativo de enemigo a quien garantiza efectivamente su supervivencia concediéndole créditos de importe desproporcionado.
Tal género de extravagante enemistad correría el grave riesgo de convertirse con el tiempo en poco creíble o, incluso, en del todo increíble.
Francesco Mancini
(Sicilia Libertaria)
Publicado en el número 302 del periódico anarquista Tierra y libertad (septiembre de 2013)