Un examen cuidadoso de lo que Proudhon, Bakunin, Kropotkin, y otros fundadores del anarquismo escribieron acerca de la naturaleza humana, presenta el innegable interés de informarnos sobre algunos de los supuestos que guiaban su pensamiento, al mismo tiempo que evidencia la falacia de ese manido tópico que atribuye al anarquismo una visión excesivamente optimista de la naturaleza humana.
El interés que prestaron al tema de la naturaleza humana provenía, probablemente, de la necesidad de reflexionar sobre las condiciones de posibilidad de la anarquía y, también, sobre la manera en la que esta podría afectar el desarrollo de los individuos. De hecho, era necesario examinar detenidamente el argumento según el cual determinadas características del ser humano hacían inviables los modos de vida colectiva propugnados por los anarquistas y, recíprocamente, había que reflexionar sobre las características que debía presentar el ser humano para que una sociedad sin coacción institucional fuese realmente posible. Asimismo, también había que preguntarse si la arquitectura social propugnada por los anarquistas favorecería, o no, el desarrollo de las potencialidades positivas del ser humano y si se necesitaría algún mecanismo de contención para neutralizar sus eventuales componentes negativos.
En lo que sigue, tras repasar brevemente los diversos enfoques de la naturaleza humana y lo que los anarquistas han dicho históricamente sobre ella, me detendré sobre el papel que debería ocupar en el anarquismo. Sin embargo, partiré del anarquismo como criterio para evaluar la relevancia de ese concepto, en lugar de evaluar el anarquismo a partir de determinados presupuestos sobre la naturaleza humana. A continuación, intentaré esbozar una posición anarquista en relación con dos grandes debates contemporáneos: el que versa sobre los fundamentos del respeto de los derechos humanos y el que trata de la eugenesia y del transhumanismo(1). En ambos debates la naturaleza humana se perfila, a menudo, como una última línea de defensa frente a la arbitrariedad, a las violaciones de la dignidad humana, o a los peligros de las biotecnologías.
¿A qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de la naturaleza humana?
Para saber cómo se sitúa el anarquismo en relación a las diversas posturas sobre la naturaleza humana puede ser útil empezar por cartografiarlas a grandes rasgos. Si bien es cierto que se distribuyen en un continuo que se extiende desde la afirmación dogmática de su existencia hasta su más completa negación podemos, sin embargo, dividirlo en dos grandes conjuntos. Uno, incluye a todos aquellos que defienden la realidad de la naturaleza humana y el otro a quienes niegan la existencia de cualquier referente material de este concepto.
Antes de repasar las diversas concepciones que coexisten –no sin tensiones– en el primer conjunto, debemos precisar, para evitar un mal entendido que suele originar falsos debates, que nadie, ni siquiera los que rechazan la realidad de la naturaleza humana, absolutamente nadie duda de la existencia de un sustrato común para toda la especie humana. Esa unidad de la humanidad se manifiesta, como explica por ejemplo Edgard Morin(2), en una variedad de planos que van desde las características morfológicas, anatómicas o fisiológicas hasta el plano genético, donde esa unidad hace que sea posible la fertilización cruzada entre todos los hombres y mujeres, independientemente de su origen étnico. Ocurre lo mismo en el plano cognitivo, puesto que la capacidad innata para adquirir el lenguaje y para desarrollar actividades simbólicas es común a todos los miembros de la especie humana. Nadie duda de que todos los seres humanos poseemos una arquitectura neural común y que seamos seres sintientes, capaces de sufrir y de experimentar placer al igual que otros muchos seres vivos. Esa unanimidad indica claramente que es sobre un registro conceptual distinto al de la existencia de una amplia gama de rasgos comunes a toda la humanidad que se sitúa la división entre partidarios y detractores de la naturaleza humana.
Dicho sea de paso, el reconocimiento de la unidad fundamental de la especie humana tiende a descuidar con bastante frecuencia el margen de variabilidad que se manifiesta dentro de estos rasgos comunes y tiende, por lo tanto, a instituir como patrones normativos las tendencias dominantes, con los múltiples efectos de discriminación y de normalización que se derivan de ello, como queda de manifiesto, por ejemplo, en los que padecen los transexuales, entre muchas otras figuras de la estigmatización.
Volviendo al primero de los dos grandes conjuntos que he señalado, el formado por quienes defienden la existencia de la naturaleza humana, resulta muy habitual diferenciar en su seno a los universalistas y a los contextualistas. Sin embargo, me parece más clarificador distinguir las diferentes concepciones de acuerdo con dos criterios que hacen referencia, respectivamente, al modo de constitución de la naturaleza humana y a su modo de expresión.
El primero de estos criterios enfrenta radicalmente a los defensores del creacionismo y del naturalismo. Como es bien sabido, los primeros afirman que la naturaleza humana vino de la mano de Dios y constituye, por lo tanto, una realidad inmutable que impone un respeto absoluto por el hecho mismo de su origen. Por el contrario, sus oponentes sostienen que el ser humano es integralmente un ser natural cuyas características se derivan de la evolución de la especie humana.
El modo de expresión de la naturaleza humana enfrenta a quienes consideran que sus componentes se manifiestan de forma contextualista y a los defensores de una expresión incondicionada. Los primeros sostienen que las características constitutivas de la naturaleza humana existen bajo la forma de unas potencialidades que solo se manifestarán y se desarrollarán si el contexto en el que transcurre la vida del individuo las selecciona y las favorece. Los segundos creen que esos rasgos constituyen realidades preformadas que determinan el comportamiento de los seres humanos con independencia de las circunstancias.
Se impone aquí una digresión acerca de la controversia en torno a lo innato y lo adquirido, o a la naturaleza y la cultura porque, aunque esta polémica que agitó durante un tiempo la cuestión de la naturaleza humana resulta hoy muy anticuada, el hecho de que un anarquista tan renombrado como Noam Chomsky defienda las tesis del innatismo nos obliga a recordar brevemente su contenido. Frente a las concepciones del innatismo, según las cuales los rasgos fundamentales de la naturaleza humana –vengan de la mano de Dios o se hayan construido durante la evolución– están inscritos en nuestro patrimonio genético, los culturalistas argumentan, por su parte, que esos rasgos se forman en el medio cultural en el que el individuo se desarrolla. Así, por ejemplo, un defensor del origen social y cultural del ser humano, como el antropólogo Marshall Sahlins(3), dice: la cultura «es» la naturaleza humana y añade que, paralelamente a la selección natural, es la larga historia de la «selección cultural» la que ha conducido al Homo sapiens.
En realidad, lo innato y lo adquirido están tan estrechamente entrelazados y reaccionan entre sí de tal manera que se extiende la duda sobre la pertinencia de esa distinción con respecto a muchas de las características humanas. Por un lado, la plasticidad neuronal hace que la cultura y las experiencias prácticas –en particular las relacionadas con el uso de herramientas– modifiquen nuestra arquitectura neuronal durante la evolución lo cual evoca, por cierto, una especie de neo-lamarckismo. Por otro lado, resulta que la expresión de un gen no da lugar de forma automática a un determinado rasgo fenotípico, sino que esa expresión depende de la interacción del gen con el medio ambiente por lo que, en última instancia, no hay nada que sea enteramente innato o totalmente adquirido. Fin de la digresión.
En el segundo gran conjunto, el que está formado por quienes niegan la existencia de la naturaleza humana, encontramos una serie de orientaciones filosóficas que se inscriben globalmente en una opción antinaturalista(4). Esta opción es entendida, no como negación de la inserción de los seres humanos en el reino animal, o como una contestación del evolucionismo, sino en el sentido de remitir la construcción del ser humano a sus propias prácticas en lugar de atribuirla a fenómenos naturales ajenos a sus actividades idiosincrásicas. La corriente antinaturalista tiene profundas raíces en la concepción historicista proveniente de los románticos alemanes del siglo XVIII y considera que, lejos de tener una esencia constitutiva, el ser humano es el resultado de las circunstancias históricas y sociales en las que está inmerso. También encuentra puntos de unión con Marx y con las reflexiones de Nietzsche sobre la auto-creación del hombre y, más recientemente, con José Ortega y Gasset, para quien el hombre no tiene naturaleza, tiene… historia; o con el existencialismo de Jean-Paul Sartre(5). Señalemos también que la importante influencia durante las últimas décadas del postestructuralismo y del pensamiento de Foucault ha hecho crecer las filas de quienes niegan cualquier realidad a la naturaleza humana y se inclinan claramente hacia posiciones construccionistas.
El anarquismo y la naturaleza humana
Como se quejaba Foucault, existe a menudo una distancia considerable entre lo que alguien dice y lo que dicen que dijo pero, tratándose de lo que dicen los anarquistas sobre la naturaleza humana, esa distancia resulta propiamente abismal. Cabría esperar que las críticas dirigidas al anarquismo, en base a su supuesta concepción de la naturaleza humana, partiesen realmente de esa presunta concepción. Sin embargo, es el camino inverso el que se suele seguir habitualmente, ya que es a partir de las características que se atribuyen al anarquismo cómo se le asigna una determinada concepción de la naturaleza humana; sin molestarse en averiguar qué dice realmente al respeto.
En efecto, es bastante común atribuir al anarquismo la idea de que es posible y deseable construir un tipo de sociedad donde reinarían la justicia social y la libertad entre iguales en ausencia de dispositivos de sujeción, o reduciéndolos a su más simple expresión. Sin embargo, a partir de esa caracterización, que es sin duda bastante acertada, el peso de las creencias dominantes acerca de la naturaleza humana induce un razonamiento en cascada totalmente falaz.
El primer paso de ese razonamiento consiste en postular que, para que ese tipo de sociedad fuese posible, se necesitaría como requisito previo que la naturaleza humana presente unas características muy particulares. Se precisa inmediatamente que la naturaleza humana requerida por ese tipo de sociedad debe ser muy similar a la descrita por Rousseau bajo la forma del buen salvaje –posteriormente corrompido por la sociedad existente–. Por último, se suscribe la idea de que la naturaleza humana, lejos de corresponder a la concepción de Rousseau estaría mucho más cerca de la de Hobbes –homo homini lupus–, para quien el egoísmo forma parte, de manera indeleble, de la naturaleza humana.
Una vez que estas premisas se han establecido, de forma totalmente gratuita, es fácil extraer una doble conclusión carente de cualquier validez lógica: en primer lugar, los anarquistas se adhieren a una visión optimista de la naturaleza humana y, en segundo lugar, ya que esta concepción obviamente falsa es necesaria para la aceptación de las tesis anarquistas, se deduce que estas también son falsas. En suma, la anarquía es muy bella, pero como no se puede cambiar la naturaleza humana y como esta la contradice, resulta que la anarquía es imposible. Como dice Dupuis-Déri(6), esto equivale a afirmar que la dominación y la jerarquía están inscritas en nuestros genes.
En realidad, lo que resulta totalmente falso en cuanto nos tomamos la molestia de examinar el discurso anarquista(7), es que se caracterice por asumir una concepción de la naturaleza humana cercana a la de Rousseau. En general, las figuras clásicas del anarquismo se inclinan, más bien, por enfatizar la plasticidad del ser humano, destacando que se compone tanto de rasgos positivos como negativos. De hecho, consideran que estos rasgos entran a menudo en conflicto y, por eso, debemos estar siempre en alerta y reconstruir constantemente las condiciones de la libertad para que una vida colectiva sin coerción sea posible. Lejos de ser ingenuamente optimista, Proudhon señaló, por ejemplo, que en la medida en que la naturaleza humana no puede separarse del contexto social en el que se forja, sólo puede ser agresiva, egoísta, dominante, ya que la vida social implica siempre conflictos de intereses que solo se resuelven mediante sucesivos contratos.
En cuanto a Kropotkin –como lo muestra, en particular, Renaud Garcia en su Tesis–, lejos de constituir un darwinismo a la inversa, su postura no se reduce a sustituir el egoísmo por la solidaridad. De hecho, no tiene ninguna necesidad de postular una visión optimista de la naturaleza humana como condición para la viabilidad del anarquismo ya que su concepción contextualista implica que, para que la sociedad anarquista sea posible, basta con que la naturaleza humana presente potencialidades que sean compatibles con ella. Es la propia sociedad libertaria la que favorecerá la manifestación de aquellos aspectos de la naturaleza humana que permitan su adecuado funcionamiento.
Volviendo a la tipología de las concepciones de la naturaleza humana descritas anteriormente, podemos ver que la mayoría de los pensadores anarquistas, independientemente de los matices que les separan y, a veces, de las fluctuaciones que experimenta su propio pensamiento, comparten una concepción muy distante de la versión metafísica de la naturaleza humana y participan de una concepción naturalista de corte contextualista. Además, la mayoría de los teóricos anarquistas retoman la definición del ser humano como un animal social: es el caso de Proudhon, como ya hemos visto; asimismo el de Kropotkin, para quien la sociedad existe antes que el hombre; y también de Bakunin, quien no concibe el ser humano fuera de la sociedad.
En este sentido, se entiende perfectamente que el anarquismo, como acertadamente señala Dupuis-Déri, no tiene ninguna necesidad de asumir una visión optimista de la naturaleza humana, ya que es el entorno social el que promueve o inhibe la expresión de las distintas posibilidades que esta ofrece. Un entorno libertario favorecería, por así decirlo, la eclosión de seres humanos capaces de adaptarse fácilmente a las condiciones no coercitivas de ese entorno. Es decir, capaces de vivir libremente en armonía.
Es cierto, sin embargo, que frente a la idea de cierta maleabilidad social o, incluso, de una producción social del ser humano, Chomsky hizo oír su voz discordante, claramente alineada con las concepciones de la naturaleza humana propias del innatismo.
En su debate con Chomsky(8) –que, sea dicho de paso, no se centra en la cuestión de la naturaleza humana, contrariamente a lo que sugiere el título del libro que lo recoge–, Foucault le rebate la idea según la cual se puede fundamentar la justicia y otros valores similares en las características de la naturaleza humana, y declara: «No podéis impedir que crea que esas nociones de naturaleza humana, de justicia, de realización de la esencia humana, son nociones y conceptos que se formaron dentro de nuestra civilización, dentro de nuestro tipo de conocimiento, en nuestra forma de filosofía y que, por lo tanto, forman parte de nuestro sistema de clases, y no podemos, por muy lamentable que resulte, recurrir a esas nociones para describir o justificar una lucha que debería –que debe en principio perturbar los cimientos mismos de nuestra sociedad». De hecho, Foucault considera el concepto de naturaleza humana como un simple «indicador epistemológico para designar ciertos tipos de discurso», mientras que para Chomsky la naturaleza humana hace referencia a una realidad sustancial, ya que se compone de «…una masa de esquematismos, de principios organizadores innatos que guían nuestro comportamiento social, intelectual e individual…».
En una entrevista más reciente, Chomsky(9) reitera firmemente su creencia en la existencia de una naturaleza humana fija y relativamente bien definida: «Hay, sin duda, una naturaleza humana muy específica y, con respecto a los problemas humanos, no hay pruebas de que haya cambiado por lo menos en los últimos 50.000 años… No puede albergarse ninguna duda seria sobre el hecho de que existe una naturaleza humana intrínseca… […] No hay duda de que la naturaleza humana, creada de una vez por todas, impone límites a las posibilidades que tienen las sociedades de funcionar de forma satisfactoria…».
Las reticencias de Chomsky frente a la idea de la maleabilidad del ser humano son perfectamente comprensibles cuando se piensa que lo que se desprende de esa idea es que podemos hacer lo que queramos del ser humano, lo cual es efectivamente peligroso, especialmente si se tiene en cuenta que el verbo podemos se refiere aquí, en principio, a los sectores socialmente dominantes. Sin embargo, no es menos peligroso confiar, para contrarrestar ese peligro, en una naturaleza humana innata, fija, determinada, dada de una vez por todas. Lo que Chomsky no parece ver es que tiene que elegir entre la afirmación de una naturaleza humana ya dada en el momento de nacer y el anarquismo en tanto que exigencia de libertad, porque los dos son incompatibles(10). De hecho, si como dice Charles Larmore(11), una parte importante de la herencia de la Ilustración consiste en situar la fuente de las normas morales, ya no en Dios, sino en la naturaleza del hombre, se ve con claridad cuánto debe Chomsky a las tesis de la ideología de la Ilustración, para bien y para mal.
La naturaleza humana parasita la problemática del anarquismo
Aunque la naturaleza humana tal y como la concebía Kropotkin se alejaba considerablemente de las concepciones metafísicas dominantes en su tiempo y todavía influyentes hoy en día, este se equivocaba cuando la interrogaba en busca argumentos que justificasen la posibilidad de una sociedad anarquista. De hecho, es en otros registros –de tipo político, social, ético, etc.– donde esta posibilidad debe basarse, suponiendo que tal tipo de sociedad pueda efectivamente existir. El anarquismo no puede justificarse por ser lo que mejor que se adaptaría a la naturaleza humana, o porque permitiría su expresión más lograda. Recurrir a ese tipo de argumento es entrar exactamente en el juego de quienes niegan la posibilidad de la anarquía alegando su incompatibilidad con la naturaleza humana y es caer en la trampa de utilizar la misma lógica argumentativa que inspira su discurso.
Tratándose de anarquismo no hay ninguna naturaleza humana a respetar o a realizar en su plenitud. Lo primero es la decisión de desarrollar cierta forma de vida, es la elección del tipo de seres humanos que queremos ser y es el esfuerzo por hacer avanzar las condiciones sociales que nos parezcan más deseables y, todo esto, enmarcado, por supuesto, en el campo de los valores. Esto significa que el anarquismo no es una cuestión que se dilucida en el campo de lo que es sino en el campo del deber ser. Es decir, en el ámbito de lo normativo y es, en ese marco, donde debe situarse su discusión. Esto coloca fuera de juego la cuestión de la naturaleza humana porque no podemos naturalizar lo normativo. No es en nuestra naturaleza humana donde residen los valores, es en el ámbito social donde se forjan y es la historia la que marca su constitución; lo que significa, en particular, que los valores son enteramente contingentes. Esta contingencia de los valores, junto con el hecho de que el ámbito normativo solo tiene sentido si hay posibilidad de elección, explica que la noción de naturaleza humana conlleve unas implicaciones que son, sencillamente, contradictorias con el anarquismo.
Es cierto que uno no se involucra en la lucha en pro de ciertas condiciones de vida y en contra de otras si no tiene una idea de lo que es deseable y positivo para el ser humano, pero esto no remite a una determinada concepción de la naturaleza humana y, ni siquiera, a la idea de la existencia de una naturaleza humana. Así, por ejemplo, está claro que el respeto para con todos los seres humanos constituye una exigencia fundamental, pero no hay ninguna necesidad de postular que son ciertas características de la naturaleza humana las que impelen a ese respeto, basta con adoptar y defender los valores que lo propugnan. Del mismo modo, la dignidad humana no es una propiedad que poseeríamos naturalmente por el mero hecho de ser humanos, es un concepto elaborado históricamente y que tan solo nos obliga porque ha sedimentado en nuestra cultura, pero que también podemos instituir mediante una decisión normativa explícita.
No nos equivoquemos, la cuestión de la naturaleza humana es totalmente ajena a la problemática del anarquismo y la única relación que mantiene con él es la de servir como señuelo para enzarzarlo en unos debates absurdos. Dicho esto, en la medida en que la idea de que existe una naturaleza humana tiene efectos de poder, el anarquismo no puede limitarse a ignorarla, sino que debe mostrarse beligerante en contra de su influencia.
Derechos Humanos y naturaleza humana
La intrincación de los dominios constituidos por los «valores humanos», por un lado, y por los «derechos humanos», por otro, aconseja que separemos los planos normativos y jurídicos para delinear una posición anarquista sobre la relación entre la naturaleza humana y los derechos humanos. De hecho, en la medida en que en el ámbito de los llamados derechos naturales la declaración de un derecho es, al mismo tiempo, una afirmación de valor, se puede abordar, en un primer momento, la cuestión de los derechos humanos desde un ángulo puramente normativo.
En tanto que se encuentran dentro del espacio normativo, está claro que, pese a lo que digan los defensores de la primacía de los derechos, los derechos humanos no remiten necesariamente al concepto de la naturaleza humana. Sin embargo, es a menudo en términos de una obligación moral exigida por las características fundamentales de la naturaleza humana como se intenta fundamentarlos, aunque esto puede resultar de una mera preocupación por ampliar su margen de seguridad. Por ejemplo, puede corresponder a la idea de que es la mejor forma de ponerlos a resguardo de las fluctuaciones contextuales de tipo político, cultural o de otra índole, que puedan afectar a las decisiones normativas, mientras que la naturaleza humana permanecería, por definición, impermeable a esas fluctuaciones, excepto tal vez en el muy largo plazo.
Esta apelación a la naturaleza humana como la base sobre la cual fundamentar los derechos humanos debería despertar, en principio, escasas reticencias porque es cierto, como afirma Charles Taylor(12), que «atribuimos derechos en función de nuestra concepción de lo qué es el ser humano» y que es nuestra representación de lo que define al ser humano la que, en última instancia, guía la elección de nuestros valores. Excepto que reconocer la importancia decisiva del papel desempeñado por la idea que nos hacemos del ser humano no nos obliga a aceptar la existencia de una naturaleza humana. De hecho, nuestra concepción de lo que es un ser humano se construye a partir de elementos socio-históricos, culturales, ideológicos y políticos que son completamente independientes de cualquier referencia a una supuesta naturaleza humana.
Atribuir a los seres humanos unos derechos provistos de un valor incondicional –es decir, válidos para todos sin la menor distinción–, afirmar la inviolabilidad de los derechos individuales, declarar que hay cosas de las que no podemos privar a ningún ser humano. Todo esto merece, sin duda, que lo defendamos con toda nuestra energía. Pero, ¿por qué? ¿Debido a que el respeto de la naturaleza humana nos lo exige o porque decidimos que así debe ser? Ciertamente, la universalidad, entendida como aquello que es válido para todos los seres humanos sin excepción puede ser requerida por el reconocimiento de una naturaleza común, pero también puede provenir simplemente de nuestra decisión de hacer de la igualdad entre todos los seres humanos un requisito moral. Si nos decantamos por la tesis de la naturaleza común, es esa naturaleza común la que nos impone la incondicionalidad de los derechos y no tenemos, entonces, más opción que someternos y aceptar. Si, por lo contrario, la incondicionalidad proviene tan solo de nuestra decisión, es de nuestra autonomía de donde surge. Entre la sumisión y la autonomía la elección anarquista no debería dar lugar a dudas.
Por supuesto, la cuestión de los derechos humanos no se agota en el ámbito normativo, la dimensión jurídica constituye un aspecto esencial. En efecto, en la medida en que la afirmación de un valor no equivale a afirmar un derecho, no bastaría con proclamar un valor para asegurar su respeto, ya que es sólo instituyéndolo explícitamente como un derecho que se establece la posibilidad de apelar a una sanción social formal en caso de una vulneración. Como nos lo recuerda Bernard Williams(13): «Una cosa es saber si algo es bueno y deseable, y otra saber si se trata de un derecho». Para entender cabalmente esa distinción basta con pensar por un instante en la enorme diferencia que media en el plano psicológico entre impedir a alguien hacer algo que quiere hacer, o impedirle hacer algo que tiene el derecho de hacer. Los derechos remiten no sólo a lo que debería ser, sino que implican que quien los viola es merecedor de una condena formal, ya que no comete sólo un acto moralmente reprobable, sino también un acto ilegal. La asignación de derechos otorga, por lo tanto, la posibilidad de emprender acciones ante la justicia, con independencia de la naturaleza del órgano encargado de impartirla, para garantizar su respeto. Intuyo que, en la medida en que los derechos implican sanciones formales, eso puede representar un problema para el anarquismo. Sin embargo, si he tratado de esbozar algunas reflexiones sobre la relación entre el anarquismo y los derechos humanos desde el punto de vista normativo, mis lagunas en la problemática de la relación entre el anarquismo y el derecho me aconsejan no aventurarme en ese campo.
El anarquismo y la eugenesia positiva
Con el desarrollo de las biotecnologías la posibilidad de producir seres humanos genéticamente modificados ha dejado de ser un mero producto de la imaginación, lo cual no podía sino reavivar los debates sobre la naturaleza humana. Si la eugenesia negativa –es decir, la intervención genética con fines puramente terapéuticos– no suscita demasiadas objeciones, no ocurre lo mismo con la eugenesia positiva. De hecho, las fuertes controversias sobre el uso eventual de la ingeniería genética para «mejorar» el patrimonio genético de la especie humana, dibujan dos campos radicalmente opuestos.
Pensadores como Peter Sloterdijk(14), por ejemplo, y la corriente transhumanista –de la que existe también una variante supuestamente anarquista(15)– apoyan esa modalidad de eugenesia, mientras que un importante sector se muestra radicalmente hostil partiendo de un conjunto de consideraciones que tienen poco más en común que ese común desacuerdo.
¿Se puede esbozar una posición anarquista en ese debate? Creo que sí, pero antes puede ser útil repasar brevemente las diversas posturas que están en conflicto y, para ello, me apoyaré ampliamente en la obra de Stéphane Haber(16).
Según Sloterdijk, las biotecnologías no hacen otra cosa que proseguir las viejas prácticas que han dado forma al ser humano a través del uso que éste ha hecho de las técnicas y herramientas que nunca ha dejado de inventar. En lugar de escandalizarnos, más valdría abandonar conceptos trasnochados, tales como la ilusoria intangibilidad del ser humano y aceptar la posibilidad de establecer una relación instrumental con sus genes. Parafraseando a Stéphane Haber, lo que está en juego según Sloterdijk es «poner a disposición de las generaciones futuras un equipamiento genético que permita a sus miembros alcanzar un nivel de desarrollo ético y de plena realización de las mejores posibilidades que el hombre lleva en sí». Desde ese punto de vista, lo que está en juego es de tal magnitud para el futuro de los seres humanos que no debemos tener miedo de zarandear algunos tabúes ancestrales y discutir la posibilidad de una reprogramación mundial de la especie tan pronto como podamos llevarla a cabo.
En el otro campo encontramos, por un lado, los que santifican la naturaleza humana y fetichizan el genoma humano de tal forma que, intervenir sobre nuestro patrimonio genético, sería cometer un crimen imperdonable contra la especie humana. El embrión humano debe ser absolutamente preservado, por principio, de cualquier intento de intervención genética.
Hay, por otro lado, quienes apelan, simplemente, al principio de precaución ante nuestra ignorancia del conjunto de efectos que las manipulaciones genéticas pueden producir a más o menos largo plazo. Argumentan que, dada la magnitud de los posibles peligros para la vida humana, el principio de precaución debería bastar para condenar cualquier intento de jugar al aprendiz de brujo.
Encontramos, por último, un argumento más filosófico desarrollado por Habermas(17) cuando examina el efecto de las manipulaciones genéticas sobre la condición del ser humano como agente moral. La intervención genética en el embrión hace que el ser al que éste dará finalmente lugar, habrá sido determinado intencionalmente por un tercero; es decir, por la voluntad de otro ser humano. Esto marca una diferencia fundamental con las múltiples determinaciones impersonales que intervienen en cualquier ontogenia. Sin embargo, la idea de que somos agentes capaces de actuar por nosotros mismos es incompatible con la idea de que somos seres que han sido programados y fabricados intencionalmente, y esta incompatibilidad bastaría para descalificar cualquier tentación eugenésica.
Lo que está en el centro de las consideraciones de Habermas es, por lo tanto, la naturaleza de las determinaciones que se ejercen sobre el ser humano y su tesis es que, la suplantación humana de unas determinaciones que deberían conservar un origen natural, excluye la posibilidad misma de la autonomía del ser humano. Desde el punto de vista anarquista se podría añadir que, en la medida en que favorecer la autonomía consiste en reducir las determinaciones que se ejercen sobre el ser humano, el hecho de intervenir sobre su patrimonio genético añade nuevas determinaciones que provienen, esta vez, de la voluntad de los demás, y eso sería suficiente para justificar la oposición anarquista a esas intervenciones.
Sin embargo, me parece que la posición anarquista en este debate no puede ser la de una oposición por principio y definitiva frente a las intervenciones genéticas sino, más bien, la de una simple no admisión coyuntural y provisional. Esa inadmisibilidad provisional debería apoyarse en el principio de precaución, por un lado, pero en un sentido diferente del que se invoca por regla general y, por otro lado, podría apoyarse sobre la línea argumentativa de Habermas acerca de las condiciones de posibilidad de la autonomía, pero eliminando sus presuposiciones naturalistas.
En primer lugar, el tipo de principio de precaución que el anarquismo está legitimado a invocar contra la intervención genética se basa en el hecho de que las condiciones de esa intervención no se formulen en abstracto, sino en el contexto social específico que, por ahora, es el nuestro. Esto significa que los dispositivos de dominación y las formas capitalistas que caracterizan nuestra sociedad, orientarán inevitablemente las intervenciones genéticas hacia la formación de un biopoder cada vez más avasallador, y hacia la subordinación de los cambios genéticos a los beneficios económicos que puedan producir.
Asimismo, las actuales condiciones en las que funciona la ciencia no garantizan que la abstención de experimentar con seres humanos, o la obligación de no asumir el riesgo de producir en ellos unos cambios irreversibles que no desearían, sean escrupulosamente respetadas. Dicho esto, si las condiciones sociales cambian radicalmente en un sentido libertario, esta oposición debería, obviamente, ser reconsiderada a la luz de las nuevas coordenadas políticas, económicas, científicas y éticas, allanando así el camino para un nuevo debate cuyo desenlace no se puede predecir.
En segundo lugar, sobre la cuestión de la autonomía del ser humano, el anarquismo sólo puede aprobar el enfoque que sitúa la autonomía como uno de los principales valores de los que hay que partir para enjuiciar la eugenesia. Cosa distinta, es suscribir también la tesis de que el hecho mismo de que se realice una intervención genética para lograr un resultado perseguido por una voluntad exterior al sujeto signifique que este ya no puede constituirse como un agente autónomo. También resulta difícil seguir a Habermas cuando extrae de esta tesis una especie de mandamiento moral que excluye, por principio, la intervención sobre el genoma y que podría formularse de la siguiente manera: no toquéis los genes, dejad que la naturaleza siga su curso si queréis mantener la posibilidad de la autonomía.
No puedo evitar retomar aquí la línea argumentativa sobre la que se basa este artículo. En efecto, si el anarquismo no puede asumir la idea de dejar actuar a la naturaleza, para que la naturaleza humana tenga las características que posibiliten la autonomía del sujeto, es en parte debido a que no es en la naturaleza humana donde está inscrita la autonomía del sujeto. No se trata de una disposición que los seres humanos llevaríamos en nuestros genes, sino que se inscribe en una serie de valores y de prácticas que han sido construidas en el curso de la historia humana y que, hoy, forman parte de ciertas ideologías políticas, entre ellas el anarquismo. Es, por lo tanto, en ciertas corrientes políticas, tales como el anarquismo donde radica la posibilidad conceptual y práctica de la autonomía, y es del vigor de esas corrientes que depende su desarrollo más que de dejar, o no, en manos de la naturaleza la exclusividad de nuestra construcción genética.
Además, dejando de lado el hecho de que resulta difícil imaginar una relación directa entre los genes y las capacidades morales, hay una amplia gama de intervenciones genéticas que no se traducen, en absoluto, en una especie de «programación» de la capacidad de autodeterminación del individuo en tanto que agente moral. Así que, manteniendo firmemente el principio de precaución en los términos formulados más arriba, no habría nada en el anarquismo que se opusiese por razones de principio a las intervenciones genéticas.
En última instancia, por lo tanto, es en el nombre de ciertos valores que son cruciales para el anarquismo como éste debe valorar la conveniencia o no de la eugenesia, y no en nombre de una naturaleza humana intangible, impregnada de una sacralidad que la sitúa fuera del alcance de las decisiones humanas y que obligaría a su absoluto respeto por el simple hecho de su supuesta existencia.
Tomás Ibáñez
Publicado en la revista Réfractions, nº 33, Noviembre 2014.
Traducción del autor para la revista Erosión núm.5 (segundo semestre de 2015).
Notas
1.- Véase, a propósito del transhumanismo, el artículo de Pierre Sommermeyer (2014). «L’avenir radieux de la technologie». Réfractions, 32, 7-22.
2.- Edgard Morin (2001). La méthode 5. L’identité humaine. París: Seuil.
3.- Marshall Sahlins (2008). La Nature humaine: une illusion occidentale. París: Éditions de l’Éclat, 2009.
4.- Véase sobre esta cuestión Stéphane Haber (2006). Critique de l’antinaturalisme. Études sur Foucault, Butler, Habermas. París: PUF.
5.- Jean-Paul Sartre (1946). L’existentialisme est un humanisme. París: Nagel.
6.- Véase Francis Dupuis-Déri (2014). «Anarchisme et nature humaine: domination contre autonomie». Cahiers de Psychologie Politique, 24. Disponible en: http://lodel.irevues.inist.fr/cahierspsychologiepolitique/index.php?id=2733″http://lodel.irevues.inist.fr/cahierspsychologiepolitique/index.php?id=2733
7.- Véanse, entre otros, los excelentes trabajos de David Morland.(1997). Demanding the impossible? Human Nature and Politics in Nineteenth-Century Social Anarchism. Londres: Cassell y de Renaud Garcia (2012). Nature humaine et anarchie: la pensée de Pierre Kropotkine. Thèse de Doctorat. Lyon: École Normale Supérieure de Lyon.
8.- Noam Chomsky y Michel Foucault (1974). Sur la Nature Humaine. Bruselas: Éditions Aden, 2006.
9.- Noam Chomsky y Jean Bricmont (2009). Raison contre pouvoir, le pari de Pascal. París: L’Herne.
10.- Véase al respecto el texto de la anarquista feminista L. Susan Brown (1993). «Anarchism, existentialism and human nature». En L.S.Brown: The Politics of Individualism: Liberalism, Liberal Feminism and Anarchism. Montreal: Black Rose Books.
11.- Charles Larmore (1993). Modernité et morale. París: PUF.
12.- Charles Taylor (1997). La liberté des Modernes. París: PUF.
13.- Bernard Williams (2005). In the Beginning Was the Deed. Realism and Moralism in Political Argument. Princeton: Princeton University Press.
14.- Peter Sloterdijk (1999). Règles pour le Parc Humain. París: Mille et Une Nuits, 2000.
15.- Véase anarcho-transhumanism.net
16.- Véase el excelente libro de Stéphane Haber (2006). Op.cit.
17.- Jürgen Habermas (2001). L’avenir de la Nature Humaine. Vers un eugénisme libéral? París: Gallimard, 2002.
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