Coche de Carrero Blanco

Sobre las víctimas secundarias del terrorismo

Cuando murió Carrero, yo era jovencito. Escuché la noticia en la radio. Lo recuerdo vagamente, porque contaban que había muerto el Presidente del Gobierno.  Cómo sería la cosa, que yo ni siquiera sabía que tuviésemos un Presidente del Gobierno. Pensaba que Franco era el que mandaba o algo así, y resultaba que no, que había más fachas aparte del Caudillo. Total, que puede decirse que montones de españoles nos enteramos de que Carrero existía, gracias a la ETA. Es más, la fama de ese señor, la consiguió gracias a la bomba que le pusieron. De lo contrario, a día de hoy casi nadie sabría de su existencia. Es un hecho a tener en cuenta, porque no sabemos qué habría decidido Don Luis de habérsele preguntado: si la gloria y la fama del politraumatizado al servicio de su Patria, o una vida anodina y arrastrada como pensionista del Estado. Es un misterio.

Total, que me enteré por la radio de la muerte del almirante ese, no sé si por Radio Moscú, la Pirenaica o cuál de las emisoras de onda corta, chiuuuuiú chirrriiiichichichí y se lo fui a comentar a mi abuela. Le dije que unos patriotas le habían puesto una bomba a un facha muy señalado (más el chófer y el escolta)… Ella no tenía ni puta idea de quién era ese tío. Pero, ¿qué se podía esperar de una mujer que estaba convencida de que Granada, su tierra natal, era más extensa que Andalucía? Una obrera agrícola, que no sabía ni leer ni escribir –por más señas–, no podía estar a tanto de la política nacional leyendo la prensa. No. Ella analfabeta y yo tan leído, estábamos en Babia.

Y así se sucedieron los meses, hasta que por medios indeterminados llegó a casa el libro de Eva Forest, de «Operación Ogro». De algún modo alguien lo consiguió traer de Francia para mi madre, junto con el diario de Bolivia del Ché. Y dado que la abuela, como ya he dicho, no sabía leer, yo me encargué de ponerla al día. En su cuarto, a puerta cerrada, tras comprobar que no había secretas bajo la cama, antes de dormirnos, le leía unas páginas en voz grave, como el que le relata a un niño un cuento de hadas. Y la vieja escuchaba atentamente las maquinaciones de cómo los gudaris alquilaban la casa, hacían los preparativos, cavaban el túnel, y finalmente, un artillero detonaba la mina.

Cuando llegamos a esa parte, mi abuela, de nombre Elena, me hizo repetir una y otra vez el capítulo, hasta que casi puede decirse que nos lo aprendimos de memoria. Sí. Noche tras noche, yo leía con voz tremebunda, mientras la mujer se partía de risa, en sordina, cómo el almirante subió hacia las estrellas. Una actitud la nuestra algo morbosa, cierto, pero tiene su explicación.

La vieja las había pasado canutas durante la guerra civil y en la posguerra, tanto ella como sus hermanos y hermanas. Les ocurrieron cosas que no se pueden contar, lo menos malo, ir a la cárcel por años y años. Y cuando digo que no se pueden contar, es porque ella me las fue soltando poco a poco, con una especie de miedo mezclado con pudor, haciéndome jurar que jamás, nunca, hablaría a nadie de –básicamente– de secuestros, asesinatos y esclavitud familiares. Y cuando digo «esclavitud», no me refiero a una metáfora, sino a trabajar de forma no remunerada al servicio de un amo como Kunta Kinte en la plantación. Pues sí, así fue. La buena mujer, tenía a partes iguales una mezcla de miedo, angustia y rencor…

Todas estas cosas, me hacen pensar.

Se ha hablado estos días, de la humillación de las víctimas de un tipo de terrorismo (del terrorismo que padeció mi abuela no se dice ni pío en las leyes) y todo eso. Lo que pasa es que me quedo sorprendido con la sensibilidad de esa gente. Las víctimas de derechas, fueron todas reconocidas tras la guerra civil. El Régimen hizo una Memoria, las contabilizó de una en una, y las indemnizó de forma generosa. Y las pocas que fenecieron a manos de grupos armados durante la Dictadura y la Transición, pues lo mismo. Al propio Carrero, sin ir más lejos, aparte de la fama obtenida, le dieron un ascenso y el título de Duque, que pudo disfrutar su viuda junto con una pensión…

Claro, ahora mismo me entran unas ganas locas de hablar de las similitudes entre enaltecer, ascender, glorificar y volar por los aires subiendo al cielo, en plan guasón. Pero es que se han hecho ya tantos chistes del tema, que me parece hasta pesado. Y es que quienes más han hecho para difundir esas sátiras, han sido precisamente los jueces de la Audiencia Nacional, con la complicidad del Fiscal del Estado… ¿Alguien conocía a Cassandra (1) antes de que la procesasen? Por supuesto era conocidísima en su ambiente. En el resto del país, era incluso menos conocida que Carrero en una guardería de parvulitos. En cambio ahora son conocidos todos los pormenores de su vida privada, y sus chistes sobre la carrera espacial circulan por la red a todo pasto, provocando la hilaridad y rechifla del personal.

Se ha hablado también de la libertad de expresión. ¿Alguien puede poner en duda de que en España, disfrutamos de una libertad de expresión envidiable? La derecha y la extrema derecha, posee una libertad de la hostia. Y el resto, disfrutamos de formas de expresión cada vez más creativas y rebuscadas, dado el panorama. ¿No es eso genial? Yo lo veo hasta positivo. Podemos decir lo que pensamos, siempre de forma que no se entienda, o que sea tan interpretable que en base a la razón, sea imposible demostrar la mala hostia que lleva un comentario. En fin, yo creo que la libertad de expresión no ha de tener otro castigo que el rechazo de la opinión pública. Diariamente escucho cosas espantosas, y leo cosas horribles en cualquier periódico, que hieren profundamente mi sensibilidad, y que me fastidian más allá de lo concebible. Y me aguanto, o respondo en plan borde. Y no me dan una paga, aunque sea también una víctima. Qué cojones voy a hacer si no.

En cambio a los franquistas les puede dar por denunciar al ciento y la madre con la sentencia de Cassandra. Los jueces de la Audiencia Nacional consideran que una víctima del terrorismo no es solo alguien que haya sido asesinado. Si por donde pusieron una bomba pasaba un perro y quedó sordo con la explosión, ese chucho es también una víctima del terrorismo, y ha sido humillado por los chistes de Cassandra. La ley habla también de quienes hayan sufrido no solo daños físicos, si no también síquicos, como víctimas del terrorismo. Y no de ese atentado concreto, si no de cualquiera. El primo de alguien que muriese en la Estación de Atocha cuando lo de los yihadistas, y que esté sufriendo síquicamente, y que es víctima del terrorismo, puede sentirse humillado por los chistes de Carrero, y ser defendido por la Audiencia condenando a quien sea a prisión. Es muy racional, pero así son las leyes.

Pues bien, estudiado en la Wikipedia –ese pozo de sabiduría–, sobre el atentado a Carrero, relatan que Franco se sintió sumamente dolido, y que lloró en el Consejo de Ministros. Ese asesinato fue algo así como la puntilla, y el Dictador nunca se recuperó, ni siquiera con las condenas a muerte que firmó antes de diñarla. Eso le convierte a él, al Caudillo, en una víctima del terrorismo etarra…, más aún que por las maldiciones amenazantes que le lanzaba mi señora abuela, que también tenían algo de terrorismo mental.

Y digo yo, que ya puestos, sus descendientes deberían solicitar alguna paga, pensión, finiquito, ayuda sicológica, como víctimas secundarias. Porque si cuela, cuela, que aquí el que no corre… Vuela.

Acratosaurio rex

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NOTA

(1) Casandra, en la mitología griega, gozaba de un don y de una maldición. El don era la profecía. Todo cuanto predecía se cumplía. La maldición de Apolo, que escupió en sus labios, es que nadie la creía y la consideraban una loca. Un desastre. Para que veáis lo culto que soy, y la curiosa paradoja.

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