Sébastian Faure fue un destacado anarquista francés, que puede ser incluido en esa segunda generación de libertarios que se inició en la militancia a finales del siglo XIX y vivió la Revolución soviética de octubre y el difícil período de entreguerras. Fueron Faure y sus compañeros los que tuvieron que desarrollar y aplicar en las más difíciles condiciones los postulados teóricos que, de la mano de Proudhon o Bakunin y Kropotkin, habían sentado las bases del anarquismo. Deslindar teoría y práctica con el marxismo, resistir la embestida comunista y fascista, afrontar las contradicciones de la dos Guerras Mundiales, sufrir la amarga derrota de Flores Magón, de Majno y de la revolución en España… Quizás por eso mismo, sus escritos no han perdido actualidad y siguen marcando, hoy como ayer, el camino correcto hacia la verdadera revolución.
Quienes somos
Ante todo: ¿quiénes somos?
Se tiene de los anarquistas, como individuos, una idea muy falsa.
Unos nos consideran como inofensivos utopistas, dulces soñadores; nos tratan de espíritus quiméricos, de imaginación extravagante, como si dijeran semi-locos. Estos, dígnanse considerarnos como enfermos que las circunstancias pueden convertir en peligrosos, pero no como malhechores sistemáticos y conscientes.
Otros nos juzgan de muy diferente manera: piensan que los anarquistas son brutos ignaros, plenos de odio, violentos y dementes, contra los cuales no se sabría preservarse demasiado ni ejercer una represión bastante implacable.
Unos y otros están equivocados.
Si somos utopistas, lo somos a la manera de nuestros predecesores que osaron proyectar en la pantalla del porvenir imágenes en contradicción con las de su época. Somos, en efecto, los descendientes y los continuadores de esos hombres que, dotados de percepción y sensibilidad más vivas que sus contemporáneos, presintieron la aurora aunque estaban sumergidos en las tinieblas. Somos los herederos de esos hombres que, viviendo en una época de ignorancia, de miseria, de opresión, de fealdad, de hipocresía, de iniquidad y de odio, entrevieron una ciudad de saber, de bienestar, de libertad, de belleza, de sinceridad, de justicia y de fraternidad, y que con todas sus energías laboraron para la edificación de esta ciudad maravillosa.
Que los privilegiados, los satisfechos, y toda la secuela de mercenarios y de esclavos interesados en la conservación y la defensa del régimen del cual son o creen ser los aprovechadores, dejen desdeñosamente caer el epíteto despectivo de utopistas, soñadores, espíritus extravagantes, sobre los animosos artesanos y los clarividentes constructores .de un porvenir mejor; es su misión. Están en la lógica de las cosas.
Hay que reconocer, por otra parte, que sin estos soñadores, cuya herencia hacemos fructificar, sin estos constructores quiméricos y esas imaginaciones enfermizas -en todas las épocas se ha calificado así a los innovadores y sus discípulos- estaríamos todavía en las edades ha tiempo desaparecidas, las cuales nos cuesta trabajo creer hayan existido, ¡tan ignorante, salvaje y miserable era el hombre con ellas!
¿Utópicos porque deseamos que la evolución, siguiendo su curso, nos aleje más y más de la esclavitud moderna: el salario, y haga del productor de todas las riquezas un ser libre, dichoso y fraternal?
¿Soñadores, porque prevemos y anunciamos ,la desaparición del Estado, cuya función es explotar el trabajo, quebrantar las iniciativas, avasallar el pensamiento, ahogar el espíritu de rebeldía, poner un dique a los impulsos hacia lo mejor, perseguir a los sinceros, engordar a los intrigantes, robar a los contribuyentes, mantener a los parásitos, favorecer la mentira y la intriga, estimular las funestas rivalidades, y cuando se siente su poder amenazado, lanzar sobre los campos de carnicería, todo lo que el pueblo posee de más sano, de más vigoroso, de más hermoso?
¿Espíritus quiméricos, imaginaciones extravagantes, semi-locos, porque comprobando las transformaciones lentas, demasiado lentes para nuestro deseo, pero innegable, que impulsan las sociedades humanas hacia nuevas estructuras, edificadas sobre renovadas bases, consagramos nuestras energías en debilitar, para finalmente destruir la estructura de la sociedad capitalista y autoritaria?
Desafiamos a los informados y atentos de nuestra época a acusar seriamente de desequilibrio a los hombres que proyectan y preparan tales transformaciones sociales.
Insensatos, por el contrario, y no a medias, sino totalmente, los que se imaginan interceptar el camino a las generaciones contemporáneas que corren hacia la Revolución Social, como el río que se dirige hacia el océano: puede ser que con la ayuda de poderosos diques y hábiles desvíos, estos dementes moderen más o menos el curso del río, pero es fatal que éste, tarde o temprano, se precipite hacia el mar.
¡No! Los anarquistas no son ni utópicos, ni soñadores, ni locos, y lo prueba el hecho de que en todas partes los gobiernos los persiguen y encarcelan con el fin de impedir que la palabra de la verdad vaya libremente al oído de los desheredados, cuando, si la enseñanza libertaria expresase la demencia o la quimera, les sería muy fácil poner de manifiesto su sinrazón y absurdo.
Algunos pretenden que los anarquistas son brutos ignorantes.
Es cierto que no todos los libertarios poseen la vasta cultura ni la superior inteligencia de los Proudhon, de los Bakunin, de los Eliseo Reclus, de los Kropotkin.
Es exacto que muchos anarquistas, heridos por el pecado original de los tiempos modernos: la pobreza, debieron desde la edad de doce años abandonar la escuela y trabajar para vivir: pero, el sólo hecho de haberse elevado hasta la concepción anarquista denota una viva comprensión y manifiesta un esfuerzo intelectual del que sería incapaz un bruto.
EI anarquista lee, estudia, medita, se instruye cada día.
Experimenta la necesidad de ensanchar sin cesar el círculo de sus conocimientos, de enriquecer constantemente su documentación. Se interesa por las cosas serias; se apasiona por la belleza que lo atrae, por la ciencia que le seduce, por la filosofía de la cual está sediento. Su esfuerzo hacia una cultura más profunda y más vasta no se detiene. Cree que nunca será bastante. Cuanto más aprende, más se complace en educarse.
Por instinto se da cuenta que, -si quiere alumbrar a los otros-, es menester, ante todo, hacer provisión de luz.
Todo anarquista es un propagandista; sufriría si callara las convicciones que le animan, y su mayor alegría consiste en ejercer a su alrededor, en cualquier circunstancia, el apostolado de sus ideas. Estima que ha perdido su día si nada aprendió o enseñó, y lleva tan alto el culto de su ideal que observa, compara, reflexiona, estudia siempre, ya para acercarse a este ideal y ser digno de él, ya para ponerse en condiciones de exponerlo y hacerlo amar.
¿Y este hombre sería un bruto grosero?
¿Y un individuo de tal naturaleza sería de una crasa ignorancia?
¡Mentira! ¡Calumnia!
Es opinión extendida que los anarquistas son rencorosos, violentos.
Sí y no.
Los anarquistas tienen odios: éstos son vivaces, múltiples; pero, sus odios son la consecuencia lógica, necesaria, fatal de sus amores. Odian la servidumbre, porque aman la independencia; detestan el trabajo explotado porque aman el trabajo libre; combaten violentamente la mentira porque defienden ardientemente la verdad; execran la iniquidad porque tienen el culto de la justicia; odian la guerra porque luchan apasionadamente por la paz.
Podríamos prolongar esta enumeración y mostrar que todos los odios que llenan el corazón de los anarquistas tienen por causa el inquebrantable apego a sus convicciones, que estos odios son legítimos y fecundos, virtuosos y sagrados.
No somos rencorosos por naturaleza. Somos, por el contrario, de corazón afectuoso y sensible, de temperamento accesible a la amistad, al amor, a la solidaridad, a todo aquello que acerque a los individuos.
No podría ser de otro modo, ya que lo más caro a nuestros sueños y nuestro fin es suprimir entre los hombres todo lo que se levanta para originar luchas de los unos contra los otros: Propiedad, Gobierno, Iglesia, Militarismo, Policía, Magistratura.
Nuestro corazón sangra y nuestra conciencia se rebela ante el contraste de la miseria y la opulencia. Nuestros nervios vibran y nuestros cerebros se sublevan a la sola evocación de las torturas que sufren los hombres y las mujeres que en todos los países y por millones agonizan en las prisiones y las ergástulas. Nuestra sensibilidad se estremece y todo nuestro ser llenase de indignación y de piedad, al pensar en las salvajadas, en las atrocidades que, con la sangre de los combatientes, empapan los campos de batalla.
Los rencorosos son los ricos, que cierran los ojos al cuadro de la indigencia que los rodea y de la cual son causa directa; son los gobernantes, que decretan la guerra a sangre fría, son los execrables aprovechadores, que amasan fortunas con sangre y lodo; son los perros de la policía, que hunden sus colmillos en la carne de los pobres; son los magistrados, que sin pestañear condenan, en nombre de la ley y de la sociedad, a los infortunados, sabiendo que son víctimas de esta ley y de esta sociedad.
En cuanto a la acusación de violencia, con la cual se pretende aplastarnos, basta, para hacer justicia, abrir los ojos y comprobar que en el mundo actual, así como en los siglos pasados, la violencia gobierna, domina, tritura y asesina. Es la regla y está hipócritamente organizada y sistematizada. Se afirma todos los días, bajo las formas y apariencias del recaudador, del propietario, del patrono, del gendarme, del carcelero, del verdugo, del oficial, todos profesionales, bajo múltiples formas, de la Violencia, de la Fuerza, de la Brutalidad.
Los anarquistas quieren establecer la armonía libre, la ayuda fraternal, el acuerdo armonioso. Pero saben –por la razón, por la historia, por la experiencia- que sólo podrán edificar su voluntad de bienestar y de libertad para todos, sobre las ruinas de las instituciones establecidas. Tienen conciencia de que solamente una revolución violenta se hará dueña de la resistencia de los amos y sus mercenarios. La violencia se transforma así para ellos en una fatalidad: la sufren, pero no la consideran sino como una reacción necesaria por el estado permanente de legítima defensa en que se encuentran, a toda hora, los desheredados.
Lo que queremos
El anarquismo no es una de esas doctrinas que emparedan el pensamiento y excomulgan brutalmente a cualquiera que no se someta a ellas en todo y para todo.
El anarquista es, por temperamento y por definición, refractario a todo espíritu de reclutamiento que trace al espíritu límites y restrinja la vida.
No hay, no puede haber, ni credo, ni catecismo libertario.
Lo que existe y que se puede denominar la doctrina anarquista, es un conjunto de principios generales, de concepciones fundamentales y de aplicaciones prácticas sobre las cuales se ha establecido el acuerdo entre individuos que son enemigos de la autoridad y luchan, aislados o colectivamente, contra todas las disciplinas y trabas políticas, económicas, intelectuales y morales que derivan de ella.
Puede, pues, haber, y en efecto hay, muchas variedades de anarquistas: pero todas tienen un rasgo común que las separa de todas las otras variedades humanas.
Ese punto común, es la negación del principio de autoridad en la organización social y el odio de todas las trabas que tienen origen en las instituciones basadas sobre este principio.
Entonces, pues, cualquiera que niegue la autoridad y la combata, es anarquista. Se conoce poco la concepción libertaria; se la conoce mal. Es menester precisar y desarrollar un poco lo que precede.
Voy a intentarlo.
En las sociedades contemporáneas, llamadas equivocadamente civilizadas, la autoridad reviste tres formas principales que engendran tres grupos de obligaciones:
1° La forma política: el Estado;
2° La forma económica: la Propiedad;
3° La forma moral: la Religión.
La primera: el Estado, dispone soberanamente de las personas; la segunda: la Propiedad, reina despóticamente sobre los objetos; la tercera: la Religión, pesa sobre las conciencias y tiraniza las voluntades.
El Estado toma al hombre en la cuna, lo matricula en los registros del estado civil, lo aprisiona en la familia si la tiene, lo entrega a la asistencia pública si es abandonado por los suyos, lo encierra en la red de las leyes, reglamentos, prohibiciones y obligaciones, lo convierte en un súbdito, un contribuyente, en soldado, a veces, en detenido o forzado; en fin, en caso de guerra, en un asesino o un asesinado.
La Propiedad reina sobre los objetos: suelo, subsuelo, medios de producción, de transporte, de cambio: todos los valores de destino común hanse, paulatinamente, convertido, por la rapiña, la conquista, el latrocinio, el fraude, la astucia o la explotación, en la cosa de una minoría. Es la autoridad sobre las cosas, consagrada por la legislación y sancionada por la fuerza, para el propietario, el derecho de usar y abusar (ius utendi et abutendi), y para los no poseedores, la obligación, si quieren vivir, de trabajar por cuenta y provecho de los que han robado todo (“La propiedad, dice Proudhon, es un robo”). Establecida por los espoliadores y apoyada sobre un mecanismo de violencia extremadamente poderoso, la Ley consagra y conserva la riqueza de los unos y la indigencia de los otros. La autoridad sobre los objetos; la propiedad es hasta tal punto criminal e intangible, que donde es impulsada hasta los límites extremos de su desarrollo, los ricos pueden a su gusto e impunemente reventar de indigestión, mientras que, faltos de trabajo, los pobres mueren de hambre (“La riqueza de los unos, dice J.B. Say, el economista liberal, está amasada con la miseria de los otros”).
La Religión -tomo este término en su sentido más extendido y lo aplico a todo lo que es dogma-, es la tercera forma de la autoridad. Pesa sobre el espíritu y la voluntad: entenebrece el pensamiento, desconcierta el juicio, arruina la razón, avasalla la conciencia. Toda la parte intelectual y moral del ser humano es su esclavo y su víctima.
EI dogma -religioso o laico- resuelve desde lo alto, decreta brutalmente, aprueba o condena, ordena o prohíbe sin apelación: “¡Dios quiere o no! – ¡la Patria lo exige o lo prohíbe! – ¡el Derecho Io ordena o lo condena! – ¡la Moral y la Justicia la mandan o lo prescriben!”
Prolongándose en el dominio moral, la Religión enseña e impone una moral en perfecto acuerdo con la moral codificada, guardiana y protectora de la Propiedad y del Estado, de la cual se hace cómplice convirtiéndose en lo que en ciertos medios impregnados de superstición, de chauvinismo, de legalidad y de autoridad, se denomina con buena voluntad “la gendarmería suplementaria”.
No pretendo, de ninguna manera, agotar aquí la enumeración de todas las formas de la autoridad y de la obligación. Señalo las esenciales, y para distinguirlas más fácilmente las clasifico. Esto es todo.
Negadores y adversarios implacables del principio de autoridad que, en el plano social, representa un puñado de privilegiados de todo el poder y pone al servicio de este puñado la Ley y la Fuerza, los anarquistas libran un combate encarnizado contra todas las instituciones que proceden de este principio, e invocan para participar en esta batalla necesaria a la masa prodigiosamente numerosa, a la cual estas instituciones aplastan, condenan al hambre, envilecen y matan.
Queremos anonadar al Estado, suprimir la Propiedad y eliminar de la vida la impostura religiosa, a fin de que, desembarazados de las cadenas cuyo aplastante peso paraliza su marcha, todos los hombres puedan por fin -sin Dios ni Amo y en la independencia de sus movimientos- dirigirse, con paso acelerado y seguro, hacia los destinos del Bienestar y de la Libertad que convertirán al infierno terrestre en un lugar de felicidad.
Tenemos la inquebrantable certeza que cuando el Estado, que nutre todas las ambiciones y rivalidades, cuando la Propiedad, que fomenta la concupiscencia y el odio, cuando la Religión, que mantiene la ignorancia y suscita la hipocresía, hayan sido heridas de muerte, los vicios que estas tres autoridades fusionadas lanzan al corazón de los hombres desaparecerán a su turno.
Muerto el perro, se acabó la rabia.
Entonces, nadie querrá mandar, puesto que, por una parte, nadie consentirá en obedecer, y que, por otra, toda veleidad de opresión habrá sido quebrantada; nadie podrá enriquecerse a expensas de otro puesto que la fortuna particular habrá sido abolida: sacerdotes mentirosos y moralistas tartufos, perderán todo su ascendiente, puesto que la naturaleza y la verdad habrán recobrado sus derechos.
Tal es, a grandes rasgos, la doctrina libertaria. He aquí lo que quieren los anarquistas.
La tesis anarquista impone, en la práctica, algunas consecuencias que es menester señalar.
La rápida exposición de estos corolarios, bastará para situar a los anarquistas frente a todas las otras tesis y también a precisar los rasgos por los cuales nosotros nos diferenciamos de todas las otras escuelas filosófico-sociales.
Primera consecuencia. – El que niega y combate la autoridad moral: la Religión, sin negar y combatir las otras dos, no es un verdadero anarquista, y si se me permite decir, un anarquista integral, puesto que, siendo enemigo de la autoridad moral y de las obligaciones que implica queda partidario de la autoridad política: el Estado, y de la autoridad económica: la Propiedad.
Pasa lo mismo y por el mismo motivo con aquél que niega y combate la Propiedad, pero admite y sostiene la legitimidad y la beneficencia del Estado y la Religión, y ocurre también lo mismo con aquél que niega y combate el Estado, pero admite y sostiene la Religión y la Propiedad.
El anarquista integral condena con la misma convicción y ataca con igual ardor todas las formas y manifestaciones de la Autoridad y se yergue con igual vigor contra todas las obligaciones que comportan ésta o aquéllas.
Pues de hecho y de derecho, el anarquismo es antirreligioso, anticapitalista (el capitalismo es la base históricamente contemporánea de la propiedad) y antiestatista. Afronta el triple combate contra la Autoridad. No ahorra sus golpes ni al Estado, ni a la Propiedad, ni a la Religión. Quiere suprimir a los tres juntos.
Segunda consecuencia. Los anarquistas no creen en la eficacia de un simple cambio en el personal que ejerce la Autoridad. Consideran que los gobernantes y los poseedores, los sacerdotes y los moralistas, son hombres como los otros, que no son por naturaleza, ni peores ni mejores que el común de los mortales, y que, si encarcelan, si matan, si viven del trabajo ajeno, si mienten, si enseñan una moral falsa y convencional, es porque están funcionalmente en la necesidad de oprimir, de explotar y de mentir.
En la tragedia que se representa es el papel del gobierno, cualquiera que sea, hacer la guerra, recaudar los impuestos, golpear a los que infringen la Ley y masacrar a los que se rebelan; es el papel del capitalismo, cualquiera que sea, explotar el trabajo y vivir como parásito: es el fin del sacerdote y del profesor de moral, cualesquiera que sean, ahogar el Pensamiento, obscurecer la conciencia y encadenar la voluntad. He ahí por qué combatimos a los malabaristas, cualesquiera que sean, de todos los partidos; cualesquiera que sean. Su único esfuerzo tiende a persuadir a las masas cuyos sufragios mendigan, que todo marcha de mal en peor porque ellos no gobiernan y que todo marcharía bien si ellos gobernaran.
Tercera consecuencia. Se infiere de todo lo dicho que, siempre lógicos, somos adversarios de· la autoridad que se ejerce, con la misma razón y en el mismo grado que de la autoridad que se sufre.
No querer obedecer, pero querer mandar, no es ser anarquista. No permitir explotar su trabajo, pero consentir en explotar el trabajo ajeno, no es ser anarquista.
El libertario rehúsa dar órdenes, así como rehúsa recibirlas. Experimenta por la condición de jefe tanta repugnancia como por la de subalterno. No da su consentimiento para constreñir o explotar a los otros ni ser él mismo explotado u obligado. Está a igual distancia del amo que del esclavo. Puedo declarar que, en último término, concedemos a los que se resignan a la sumisión circunstancias atenuantes que rehusamos formalmente a los que consienten en mandar: pues los primeros se encuentran a veces en la necesidad -es para ellos, en ciertos casos, cuestión de vida o muerte- de renunciar a la rebeldía, mientras que nadie es constreñido a mandar, ejercer función de jefe o de amo.
Aquí se pone de manifiesto la profunda oposición, la distancia infranqueable que separa las agrupaciones anarquistas de todos los partidos políticos que se dicen revolucionarios o pasan por tales. Pues, del primero al último, del más blanco al más rojo, todos los partidos políticos luchan por desplazar del poder al partido que lo ejerce y convertirse en amos a su vez. Todos son partidarios de la Autoridad, a condición de que ellos la ejerzan.
Cuarta consecuencia. No queremos solamente abolir todas las formas de la autoridad; queremos destruirlas todas simultáneamente, y proclamamos que esta destrucción total y simultánea es indispensable.
¿Por qué?
Porque todas las formas de la autoridad se apoyan, están indisolublemente ligadas las unas a las otras. Son cómplices y solidarias. Dejar subsistir una sala es favorecer la resurrección de todas. ¡Maldición a las generaciones que no tengan el valor de ir hasta la total extirpación del germen morboso, del foco de infección!
Verán pronto reaparecer la podredumbre. Inofensivo al principio, imperceptible y como sin fuerza, el germen se desarrollará, se fortificará, y cuando el mal, habiendo pérfidamente crecido en la sombra, estalle en plena luz, será menester recomenzar la lucha para derribarlo definitivamente.
¡No! ¡No! Nada de formas vagas, nada de medias tintas, nada de confusiones. Todo o nada.
La guerra está declarada entre los dos principios que SE; disputan el imperio del mundo: Autoridad o Libertad. El democratismo sueña con una conciliación imposible: la experiencia ha demostrado el absurdo de una asociación entre estos principios que se excluyen.
Es menester elegir.
Únicamente los anarquistas se pronuncian en favor de la libertad. Tienen en contra el mundo entero.
¡No importa! Vencerán.
Nuestra revolución
«Los anarquistas quieren instaurar un medio social que asegure a cada individuo el máximo de bienestar y de libertad adecuados a cada época».
Impregnad bien vuestro cerebro con esta declaración; pasad sucesivamente y sin apresuraros cada término; seguid el encadenamiento riguroso del pensamiento expresado y comprenderéis todo el programa libertario.
Hace ya muchos años (en 1894), que he escrito estas líneas en mi ensayo de filosofía libertaria “EI Dolor Universal: ¡Bienestar y Libertad!».
Tal ha sido, ayer, la divisa de los anarquistas: tal es la de los libertarios de hoy y se puede, atrevidamente, decir que será la de los anarquistas del futuro.
“Bienestar y libertad” asegurados lo más ampliamente posible a cada individuo, he aquí el fin constante hacia el cual han tendido y tenderán con toda su voluntad, los anarquistas de todos los tiempos.
Una vez abierto ante cada individuo, es decir, ante todos los seres humanos sin ninguna excepción, el camino que conduce a un bienestar sin cesar creciente, y a una libertad siempre más completa, el avance se producirá, la marcha hacia adelante seguirá su curso tan rápidamente y tan lejos -sin detenerse jamás- como el progreso infinito.
Pero es indispensable que, ante todo, la ruta sea abierta, y para que lo sea es necesario destrozar los obstáculos que la obstruyen.
Hemos visto ya que estos obstáculos son: el Estado, la Propiedad y la Religión.
Este triple obstáculo sólo puede ser aplastado por el esfuerzo violento y victorioso de las masas oprimidas, explotadas y engañadas.
He ahí en primer término una obra revolucionaria o, mejor aún, la Revolución misma.
Han comprendido esta verdad, los adeptos del sindicalismo antipolítico, del sindicalismo que, rechazando la tutela y la subordinación a todos los partidos políticos, confían en sí mismos, en sus efectivos, en su organización y en su propia acción, todas las fuerzas de las cuales tienen necesidad para libertar el trabajo y realizar sus fines de emancipación integral.
Lo han comprendido de esta manera todos los que trabajan sinceramente y de todo corazón por la Revolución social.
Se abusa de este mágico vocablo: «¡revolución!” Se le deshonra en tal forma que si los anarquistas no estuviesen para conservarle su pura, elevada, clara y exacta significación, terminaría por ser despojado de su sentido positivo, como la palabra «República” o el vocablo “Democracia”.
El advenimiento al poder del Partido Socialista nada tiene de común con la Revolución, cuyo objeto es y cuyo resultado debe ser la desaparición de las clases antagónicas y la instauración en común de todas las riquezas y de todos los medios de producción.
La conquista del poder por el Partido Comunista, la torna de posesión del Estado por los campesinos y los obreros y la organización de la dictadura denominada del proletariado sólo son la máscara y la negación de la Revolución social en lugar de su verdadera faz y afirmación.
Nadie, ciertamente, puede impedir a los partidos socialistas y comunistas pretender ser revolucionarios: pero es evidente que no lo son.
La exactitud de esta aserción ha sido demostrada teóricamente muchas veces; en el terreno práctico los hechos lo han atestiguado tan reciamente y tan francamente que es obvio presentar la prueba.
En verdad, sólo son revolucionarios verdaderos, positivos, los anarquistas, puesto que únicamente ellos no se proponen modificar más o menos profundamente el estado de cosas actual, y, sobre todo, el Estado y la Propiedad, sino que están resueltos a suprimir totalmente el Estado y abolir definitivamente el derecho de Propiedad.
Salta a la vista: entre nuestra revolución que tiende a no dejar subsistir ninguna de las instituciones presentes de tiranía, de represión, de explotación, de mentira y de odio, y la revolución preconizada por los partidos socialistas y comunistas, pseudo-revolución que se limita a enmendar más o menos estas instituciones y transformarlas en apariencia y superficie más que en realidad y en profundidad, hay todo un mundo de diferencias, de oposiciones.
Nos queda señalar nuestros métodos revolucionarios y establecer su valor.
Tal como nosotros la concebimos, la Revolución Social abarca e implica necesariamente tres períodos que se suceden metódicamente y se encadenan cronológicamente:
Primer período: Antes de la Revolución.
Segundo período: Durante la Revolución.
Tercer período: Después de la Revolución.
Es como un drama fabuloso cuya acción comienza en el primer acto, alcanza en el segundo su punto culminante y decisivo, y en el tercero, su desenlace.
En materia de Revolución, se atribuye a los anarquistas -¡es menester, si el proverbio es verdadero, que seamos ricos para que se nos atribuyan tantas cosas!- yo no sé qué concepción romántica, anticuada y absurda.
He encontrado por centenas, -¡y quién sabe cuántas encontraré todavía!- gentes que me han dirigido esta pregunta: “Si la Revolución estallase inesperadamente, ¿qué haríais?” ¡Y era menester ver con que satisfacción me era espetada esta difícil pregunta!
Y bien, yo no respondo a una pregunta tan absurda. Sí, absurda es esta pregunta, cuando ella se dirige a los anarquistas. ¡Ah! Yo no concibo que se la dirijan a los socialistas o a los comunistas. Para ellos, basta que se apoderen del Poder, que en él permanezcan y la Revolución es un hecho realizado: sólo hay que establecer la dictadura para defender y estabilizar el flamante Estado.
AI día siguiente, aparecen como en el pasado, gobernantes y gobernados; dictadores en ejercicio y una masa de esclavos, altos y bajos, funcionarios en multitud, burócratas en cantidad, una muchedumbre de interesados que cuanto menos producen más zumban y se agitan; otra vez aparece el Estado con sus Leyes, sus tribunales y sus prisiones, con sus jueces, sus gendarmes, sus diplomáticos, sus políticos y sus soldados.
En realidad, nada han cambiado excepto la etiqueta y el color: testigos, Rusia, donde el zar se llama X, Y o Z y los ministros comisarios del pueblo; donde los espías y los soldados son rojos, donde los agiotistas hacen su agosto, donde algunos yantan más de lo que han menester, mientras que la mayoría se ciñe la cintura.
No hay duda que una revolución de este calibre puede estallar Inesperadamente, por un simple golpe de fuerza diestramente preparado y felizmente ejecutado.
Pero que se nos diga qué hay de común entre este cambio de etiqueta y la Revolución Social. Sobre la etiqueta que lleva el frasco leo claramente: “Estado Obrero y Campesino, dictadura proletaria; gobierno de los soviets”. Veo claramente todavía que la etiqueta y el frasco son de color rojo, pero el líquido en el contenido es siempre el brebaje de servidumbre, de miseria y de mentira.
Nuestra revolución trastocará de abajo a arriba toda la estructura política, económica y moral, y sobre este derrumbe instaurará un medio social que asegure a cada individuo el máximo de bienestar y libertad.
Tal resultado -imbécil el que así no lo concibe- presupone un período preparatorio cuya duración nadie puede fijar, pero del cual es razonable prever que abarcará cierto tiempo.
Cuando, por una parte, el atolladero político, la incoherencia económica y los abusos escandalosos de las clases dirigentes hayan llegado al colmo de la indignación popular; cuando por otra parte la educación de los trabajadores haya llevado su comprensión al punto de que se harán conscientes de la incapacidad de la clase burguesa y de la capacidad de la clase obrera; cuando el proletariado haya reforzado su organización, multiplicado y fortificado sus agrupaciones de combate; cuando -en fin-, se haya preparado para, la acción por una serie de luchas: huelgas, motines, agitaciones de toda naturaleza que alcancen, en ciertos casos, hasta la insurrección; entonces bastará la gota de agua que hace desbordar la copa para que la Revolución estalle.
a) Una ruptura cada vez más evidente en el equilibrio político, económico y .moral del régimen capitalista;
b) Una propaganda activa y perseverante, que estimule la educación revolucionaria de los trabajadores:
c) Una organización sólida, poderosa, capaz de reunir en el momento señalado por la gravedad de las circunstancias, todas las tuerzas de rebelión, constituidas por numerosas y enérgicas agrupaciones:
d) Un proletariado llevado a la acción decisiva por una serie de desórdenes, de agitaciones, de huelgas, de motines, de insurrecciones;
Reunidas estas condiciones se puede tener la certeza de que una revolución estallando bajo la influencia de uno de estos acontecimientos que levantan, arrastran y apasionan a las masas populares y las precipitan instintivamente, con avasallador empuje contra el régimen que quieren derribar, no se detendrá a medio camino.
Este movimiento, en el cual los anarquistas se lanzarían los primeros, con la rapidez, el impulso, la resolución y la valentía que los caracteriza, y del cual continuarán siendo los animadores, iría hasta el fin, es decir, hasta la victoria.
Esta fase más o menos larga del drama revolucionario constituiría el segundo acto; el punto culminante y decisivo.
Sólo finalizará cuando el soplo puro y regenerador de la revolución libertaria haya destruido todas las instituciones del despotismo, del robo, de la decadencia intelectual y de la podredumbre moral que se encuentran en la base de todo régimen social inspirado en el principio de autoridad.
Esta revolución llevará en sus flancos todos los gérmenes en desarrollo del nuevo mundo que dará a luz, entre el pánico angustioso de los amos y la alegría y el entusiasmo de los parias.
Los anarquistas velarán para que no se produzca un aborto: sabrán sacar provecho de las rudas enseñanzas que implican los movimientos revolucionarios registrados por la historia.
Permanecerán tanto tiempo como sea menester en estado de permanente insurrección contra las tentativas de restauración autoritaria: política, económica o moral. No confiarán a ningún poder la salvaguardia de las conquistas revolucionarias. Llamarán para defender estas conquistas contra cualquier dictadura a la multitud -¡por fin!- libertada de la esclavitud.
Permaneciendo siempre, después de la tormenta revolucionaria, como antes y durante ella, los enemigos irreductibles del principio de autoridad y de sus nefastas consecuencias, se limitarán a ser los consejeros, los animadores y los guías de la masa obrera. Orientarán y sostendrán los primeros pasos de esta multitud en la vía, definitivamente abierta de la organización libre de la vida social.
Y, estremecida y agitada aún por la batalla apenas terminada y coronada por la victoria, esta multitud no regateará su confianza a los anarquistas que, por la audacia en las iniciativas, la intrepidez en la acción y el ejemplo de su desinterés habrán sido los mejores obreros de esta victoria.
Sabiendo claramente lo que se quiere a todo precio, y mejor aun, lo que no se quiere a ninguno, los anarquistas beneficiarán de esta confianza, de la cual sabrán hacerse dignos, para oponer a toda tentativa de dominación política o de explotación económica, un frente de batalla sólido e invencible.
La tarea no se limitará, pues, a la victoria. Consistirá en evitar las desviaciones y falsas maniobras; se dedicará sobre todo a hacer inmediatamente posibles y tangibles las ventajas que una verdadera revolución debe poner a disposición de todos.
Los anarquistas se consagrarán con ardor a inspirar y secundar vigorosamente los esfuerzos de las masas trabajadoras, buscando en ellas mismas y encontrando en sus aptitudes naturales, unidas a la experiencia, las formas superiores de producción fraternal y de reparto equitativo de las riquezas, cuya única fuente es el trabajo.
La vigilancia de los compañeros no cesará sino cuando todas las instituciones del autoritarismo hayan definitivamente desaparecido; sino cuando el amor y la práctica de una vida libre hayan saturado tan fuertemente al hombre nuevo, que todo retorno ofensivo s las conspiraciones autoritarias no sea de temer, por su impotencia.
Cuando las masas obreras y campesinas hayan tomado en sus manos sus propios destinos; cuando, en posesión de su auto-dirección ejerzan el dominio de sus movimientos, pensamientos y propios sentimientos, no tardarán en depositar en ellas mismas esta confianza, que en todo tiempo, los jefes se han esforzado en arrebatarles con la finalidad de explotar en su provecho la creencia de las multitudes alucinadas y equivocadas, en la necesidad de la Providencia y los Salvadores.
Entonces, gracias al libre acuerdo y gracias a la convivencia fraternal que los gobernantes no podrán ya turbar, gracias, en fin, al espíritu de solidaridad que surgirá naturalmente de la desaparición de las clases y de la reconciliación de los intereses individuales, se edificará una estructura social cada vez más bella, más espaciosa, más ventilada, más luminosa, donde cada uno se instalará según sus deseos y conveniencias, en la cual todos los humanos gustarán los encantos de la paz, la dulzura del bienestar, las alegrías o más bien recreos de la cultura y los beneficios incomparables de la Libertad.
Tomado de: http://laalcarriaobrera.blogspot.com.es/2011/12/los-anarquistas-de-sebastian-faure.html