Hace no demasiados días, ya con el maldito Estado de Alarma en vigor, crucé una plaza de mi barrio y, con sorpresa, vi a una persona conocida, al lado de una boca de Metro, aparentemente, esperando algo. Digo con sorpresa, ya que a esas alturas el país estaba prácticamente paralizado y la gente empujada al confinamiento. Excepto esa persona, una mujer de cierta edad, y yo, obligado por las circunstancias, no había nadie más en la plaza a una hora ya tardía del día. La soledad de aquel lugar, ya oscurecido por la caída del sol, era lúgubre y desesperanzadora, ya que habitualmente rebosaba actividad humana. El asombro era quizá mayor cuando observaba que, además de la diversidad usual de familias con críos descubriendo el mundo, bandas de adolescentes con exceso de adrenalina y ancianos circunspectos, además de rebaños de turistas, también se echaba en falta otra comunidad humana. Esta era la de los numerosos indigentes que tenían allí su hogar con sus escasas pertenencias, por lo que me preguntaba dónde diablos habían sido confinadas personas sin lugar propio para encerrarse. Con todo aquello en mi cabeza, y antes de saludar a aquella mujer, entendí por qué se encontraba esperando en aquel lugar.
En ese punto exacto, todos los jueves de la semana, y aquel día lo era, aunque pasando ya bastantes minutos de la hora usual, se repartía comida entre la gente más necesitada. Yo sabía que a esa conocida mía del barrio, que durante un tiempo considerable estuvo también en la calle, le iban mejor las cosas e incluso había logrado hacerse con un techo. Tras saludarme con efusividad, no tardó en aclararme que, efectivamente, estaba esperando que llegara ese reparto de escaso avituallamiento, pero no para ella, sino para entregarlo a otras personas necesitadas. Le hice ver que, ante la situación de alarma, dudaba mucho que hubiera el reparto habitual, además de que los indigentes no estaban ya allí, los cuales solían guardar una llamativa cola todos los jueves de la semana. A pesar de mis necias aclaraciones, insistió en seguir esperando, «por si acaso», y aclaró que mucha gente se encontraba todavía en la calle esperando alguna ayuda. No puede evitar estremecerme ante la actitud noblemente ingenua de aquella persona sin que reserve ninguna duda sobre una sinceridad sin doblez alguna.
Con frecuencia, se destacan los rasgos más mezquinos e insolidarios de la actitud humana, y no seré yo quien niegue que una cierta masa gris se ocupa poco más que de sus pobres asuntos, por no mencionar actitudes abiertamente inicuas, justificando de una u otra manera las penurias ajenas. Sin embargo, la diversidad de la con frecuencia inaprehensible condición humana, tal vez sin rasgos innatos que la determinen, genera también casos como aquel, personas obligadas a sobrevivir que sacan todavía tiempo para ocuparse de otros más necesitados. Algunos, no menos ingenuos, guardamos todavía una esperanza para la construcción de una sociedad, aun aceptando lo impredecible del comportamiento humano, donde predomine el paradigma de la solidaridad y el apoyo mutuo. Esta situación alarmante provocada por un virus, y fuertemente marcada por las restricciones estatales, evidencia las graves diferencias de clase dentro de nuestro sistema. No debería hacer faltar recordar que el confinamiento no es el mismo para todos, ni lo es el lugar ni las circunstancias donde se produce. Tal vez, solo tal vez, esta crisis, que una vez más pagarán sobre todo los más humildes, sea una oportunidad para que despertemos de una maldita vez y fundemos un mundo más humano.
Ojalá, Juan. Decía Machado que entre el vivir y el soñar hay una tercera cosa. Era una adivinanza. Yo creo que la respuesta es exactamente lo que mencionas al final de tu artículo: despertar. Gracias