Anselmo Lorenzo es y ha sido una constante referencia para los anarquistas y anarcosindicalistas españoles. No sólo en la actualidad lleva su nombre la institución que recoge la mejor colección documental del proletariado hispano, la Fundación Anselmo Lorenzo de la CNT, sino que así se llamó en los años del tardofranquismo el colectivo que, bajo el impulso de Juan Gómez Casas, tanto hizo por la articulación y reconstrucción de la Confederación anarcosindicalista. También en los años de la Segunda República y la Guerra Civil era frecuente la reedición de alguno de sus textos o la celebración de actos y reuniones bajo su efigie.
Ese reconocimiento ya se manifestaba en los últimos años de su vida. Manuel Buenacasa, que llegó a ser secretario general de la CNT, nos dice en su Historia del Movimiento Obrero español, que “al llegar a Cataluña cualquier militante joven con ganas de seguir siéndolo, se veía atraído poderosamente por el deseo de conocer al más prestigioso de nuestros hombres de entonces y notabilísimo internacionalista Anselmo Lorenzo, a quien con cariño llamábamos todos el Abuelo”. Y, en un librito escrito en su homenaje con ocasión de un aniversario de su muerte, decía Higinio Noja: “Veneración nos inspiraba el Abuelo bondadoso, cuya cordialidad se traducía en frases amables y afloraba en su labios en una sonrisa. No sabemos qué sería para otros su modesta casita de la calle Casanova. Para nosotros, era un santuario. El santuario de la idea hecha carne en el simpático Abuelo”.
Pero, más allá de ditirambos, ¿quién era Anselmo Lorenzo? ¿A qué debía su indudable prestigio? Inútil será buscarle en las direcciones y secretariados de las distintas organizaciones del movimiento libertario en sus años de madurez; es cierto que durante su juventud tuvo un evidente protagonismo en el establecimiento de la sección española de la Primera Internacional, pero desde que en 1881 fue expulsado de esta agrupación, cuando acababa de cumplir cuarenta años, no volvió a ocupar cargos orgánicos de relevancia.
Es éste un fenómeno que se repitió en el movimiento libertario con personalidades como Buenventura Durruti o Federica Montseny y sobre el que se ha escrito poco. Pero no me resisto a establecer un fácil paralelismo entre Anselmo Lorenzo y Pablo Iglesias, otro tipógrafo del primer internacionalismo madrileño y también llamado por los suyos “el abuelo”, que desde el primer momento se encaramó a la dirección del partido obrero, y tempranamente a la del sindicato socialista, para no renunciar en toda su vida a un protagonismo personal que en ocasiones rozó el culto a la personalidad.
Tampoco sobresalió Lorenzo por su aportación teórica al corpus ideológico anarquista, que por entonces aún se estaba cimentando. Es fácil pensar, sobre todo hoy en día, que fue su condición de obrero autodidacta la causa de que su contribución al ideario anarquista resultase escasa, pero la abundancia y solvencia de su producción escrita y publicada es prueba suficiente de su sobresaliente capacidad intelectual. Con esto no quiero decir, ni mucho menos, que su obra carezca de valor, sino que se dedicó más a divulgar los principios e ideas de los clásicos del anarquismo, a los que trató y con los que se relacionó personalmente, que a realizar aportaciones novedosas.
Fue autor de docenas de folletos y de libros como Criterio libertario, quizás uno de los más conocidos; El banquete de la vida, subtitulado Concordancia entre la naturaleza, el hombre y la sociedad; el póstumo Evolución proletaria, que salió con un prólogo de su amigo Fernando Tarrida del Mármol, que además escribió el prefacio para otra de sus obras, titulada Vía libre. El trabajador. Su ideal emancipador. Desviaciones políticas y económicas. También publicó Hacia la emancipación y La anarquía triunfante, además de otros textos menos conocidos, a pesar de que fueron reeditados en Francia por el movimiento libertario español en el exilio, como los titulados El poseedor romano o El pueblo: estudio libertario.
Incluso dio a la imprenta en 1893 una novela, que él mismo calificó como “Episodio dramático social”, con el título de Justo Vives que fue editada en Barcelona por la revista L’Avenç, del también anarquista Celso Gomis. Y hasta tuvo tiempo para publicar un folleto de carácter profesional titulado Sinopsis ortográfica: A la Tipografía española. Reglas para el uno de las letras dudosas y de los acentos.
Pero, sin duda ninguna, su libro más conocido es El proletariado militante, una obra que recorre la trayectoria del núcleo fundacional de la Primera Internacional en España y, como consecuencia del forzado exilio, de Portugal. El texto tiene una evidente finalidad historiográfica que va más allá de la semblanza de recuerdos y personajes o la hagiografía personal; es un acta de acontecimientos y una recopilación de documentos que desvelan la modestia particular de Anselmo Lorenzo y su interés por dejar un testimonio veraz y acreditado de una historia que quiere que se recuerde como colectiva. Quizás como respuesta adelantada a su tiempo a las palabras que le dedicó a su muerte el poeta modernista Gabriel Alomar: “¡El anarquismo! ¿Cuándo se escribirá la impresumible historia de esta secta de proscriptos? El mundo vulgar no ha conocido, de todas estas abnegaciones, más que la violencia de algunos alocados, ebrios del vino generoso que no estaba preparado para ellos o la barroca desvirtuación de algunos indignos. Juzgar la escuela por la conducta de los fanáticos es una gran fuente de errores”.
Escribiendo El proletariado militante, cuyo primer volumen salió de imprenta en 1901, fue el pionero en España de la historia social, adelantándose al socialista Francisco Mora que publicó su Historia del socialismo obrero español: desde sus primeras manifestaciones hasta nuestros días en 1902. Detrás de él hubo una larga lista de trabajadores que escribieron la historia de su clase o dejaron testimonio de sus luchas, entre los que merecen ser citados los anarquistas Manuel Buenacasa, Juan Gómez Casas o José Peirats y los marxistas Juan José Morato o Amaro del Rosal.
Tradujo para editoriales comerciales, como Sempere o Maucci, obras de sus amigos y compañeros, como La Gran Revolución de Piotr Kropotkin; libros de filosofía, como Historia de las ideas morales de Paul Gille; novelas, como En anarquía escrito por Hortense Grille y publicado bajo el seudónimo de Camilla Pert; y colaboró con Odón de Buen, uno de los más destacados científicos españoles de su tiempo, en la traducción de la colosal El hombre y la tierra de Elisée Reclus. En el ámbito pedagógico tradujo, entre otros volúmenes, La escuela nueva. Bosquejo de una educación basada sobre las leyes de la evolución humana, un ensayo escrito por el pedagogo J. F. Elslander que se editó por las publicaciones de la Escuela Moderna.
Y a pesar de ser autor de una obra tan variada como copiosa, Anselmo Lorenzo, más que como ideólogo, debe ser considerado un publicista, pues fue, sin duda, uno de los más infatigables divulgadores del anarquismo en lengua castellana, con una labor que permite compararle a Federico Urales. Por ejemplo, en uno de los periodos más difíciles para el movimiento libertario, los primeros años de la década de 1880, animó Acracia, una de las más notables publicaciones del rico catálogo de revistas libertarias, que fue fundamental como guía teórica y como enlace con el anarquismo de más allá de nuestras fronteras.
Y aunque sólo por su colaboración en esa cabecera merecería ser recordado, su actividad periodística fue abrumadora, sobre todo para alguien que debía compaginar esta tarea con el ejercicio de una profesión manual que le permitía ganarse la vida y con una activa militancia en el anarquismo y el sindicalismo de su tiempo. Con menos de treinta años, fue el redactor de la declaración de principios que se publicó en el primer número de La Solidaridad, la publicación internacionalista pionera en lengua castellana, y participó activamente en la redacción de La Federación, que fue el portavoz de los antiautoritarios en España después de la quiebra irreversible de la Internacional.
Desde entonces no dejó de estar presente en numerosos proyectos periodísticos de carácter obrerista y libertario: Ciencia Social, que en buena parte nació por su impulso personal, La Huelga General, Tierra y Libertad, La Revista Blanca y sus Suplementos, La Idea Libre… La relación no puede ser exhaustiva porque con mucha frecuencia, y es otro ejemplo de lo consecuente que era con las ideas que profesaba, no firmaba los artículos o lo hacía con seudónimo o una simple L. Hasta llegó a publicar, con tanto humor como humildad, su trabajo Las olimpiadas de la paz y el trabajo de mujeres y niños, presentado al concurso para obreros organizado por el diario madrileño El Liberal en 1900 y que ganó el tipógrafo socialista Matías Gómez Latorre.
Buena parte de esa actividad de traductor y publicista la realizó en el entorno de la Escuela Moderna que, por iniciativa de Francisco Ferrer Guardia, abrió sus puertas en Barcelona en 1901. Ambos se conocieron en París, con motivo del exilio de Lorenzo tras ser liberado del castillo de Montjuich en 1897. Por entonces, Ferrer era un republicano avanzado interesado por la pedagogía y que estaba proyectando su renovadora escuela. Desde el primer momento, Anselmo Lorenzo fue el más constante y cercano colaborador de Ferrer y de su escuela; menos impartir clase, creo que se puede afirmar que el tipógrafo anarquista participó de cuantas iniciativas y actividades se desarrollaron en el entorno de la Escuela Moderna y sus publicaciones. No en vano fue Anselmo Lorenzo el redactor del prólogo del libro póstumo de Ferrer Guardia que, con el mismo título que su centro educativo, vio la luz después de que éste fuese injustamente condenado y fusilado en Barcelona y su escuela fuese arbitrariamente clausurada.
Pero, con ser importante esta faceta de constante publicista y propagandista del ideario anarquista, no basta para justificar su prestigio entre la clase trabajadora. El auténtico valor de Anselmo Lorenzo no lo podemos buscar en sus aportaciones teóricas al anarquismo, que ya hemos dicho que fueron escasas, o en la frecuencia con que las divulgaba, pues otros lo hicieron, si no con la misma, con parecida intensidad: fue su permanente fidelidad a los principios que inspiraron a la sección española de la Primera Internacional y de los que él no se apartó en ningún momento.
Anselmo Lorenzo fue durante casi medio siglo el defensor más constante del anarquismo obrerista, sin que ni la represión policial ni el éxito aparente de otras corrientes ideológicas o tendencias ácratas le apartasen de la adhesión al viejo lema internacionalista: “la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos” y de la defensa del modelo organizativo propuesto por la sección española y que él defendió personalmente en la Conferencia de Londres de 1871, aunque dicho canon fuese redactado por los jóvenes universitarios Trinidad Soriano y José García Viñas, quien tuvo un comportamiento personal con Lorenzo que puede calificarse con justicia de miserable.
Ni siquiera su activa participación en el proyecto pedagógico de la Escuela Moderna le alejó de la lucha sindical. Para él, la injusticia social se asentaba sobre dos pilares: el privilegio, contra el que luchaba el sindicalismo revolucionario, y el atavismo, que sólo podía ser superado por la escuela; así pues, en su opinión, ambos frentes de lucha se complementaban y su entrada en el círculo de Ferrer Guardia le permitió durante poco más de una década compatibilizar uno y otro.
No se dejó llevar por el marxismo, a pesar de que algunos de sus compañeros antiautoritarios más dogmáticos desconfiaron de él por su supuesta contaminación marxista, que sólo escondía una férrea voluntad de mantener a la clase obrera unida y alejada de rencillas más propias de la política burguesa. Difícilmente podía ser marxista quien, después de conocer personalmente a Carlos Marx y residir en su casa, había escrito “allí vi a aquel hombre descender del pedestal en que en mi admiración y respeto le había colocado hasta el nivel más vulgar, y después varios de sus partidarios se rebajaron mucho más aún, ejerciendo la adulación como si fueran viles cortesanos delante de un señor”.
También desconfió que la lucha partidaria encauzada hacia la ficción parlamentaria y la participación en las instituciones políticas democráticas ofreciesen la posibilidad de transformar el sistema económico; y por eso se manifestó públicamente en contra de la participación del sindicalismo anarquista en la Comisión de Reformas Sociales, a la que los socialistas enviaron a José Mesa, y del Instituto que con el mismo nombre la sucedió. No dejaba de reconocer las ventajas de un sistema democrático, pero consideraba que correspondía a la burguesía implantar ese régimen liberal, lamentándose de que la española no hubiese sido capaz de enterrar definitivamente el absolutismo tras la muerte de Fernando VII. La respuesta que dio en 1902 a una encuesta del diario El Liberal es contundente: “Que la burguesía, incapaz de progresar, por su disposición ante el privilegio y por su adhesión hipócrita a la idea debilitante de la religión, del derecho, de la política y de la economía que le sirve de fundamento, haga voluntariamente lo que deberá hacer un día por la fuerza revolucionaria: cesar su sistemática usurpación de la riqueza social”.
Porque para Anselmo Lorenzo la democracia parlamentaria no atajaba la raíz de la injusticia que padecían las clases populares; su amigo Tarrida del Mármol nos dice que “Pi y Margall despertó en su ánimo la duda sobre el valor del federalismo, en cuyo campo militaba, e hizo que el joven Lorenzo fijara, por primera vez, su atención en los problemas económicos. Comprendió que aquella igualdad política que él explicaba en sus artículos era una mentira manifiesta ante la desigualdad económica”.
Por esa rebelión casi innata ante la injusticia y por ese agudo sentido de pertenencia a una clase social, ni creyó en el regeneracionismo de Joaquín Costa, una corriente política que creció como fruto del Desastre colonial de 1898 y que tenía un sentido moralizador y colectivo que podrían haber sido de su gusto, ni apoyó el nacionalismo catalán, que conoció por haber vivido en Barcelona, y que consideró un señuelo de la burguesía para alejar a los trabajadores de su emancipación. En noviembre de 1901, mientras preparaba la huelga general del año siguiente, escribía: “He aquí por qué lo mejor que los trabajadores catalanes y vascos pueden hacer es ir directamente a la huelga general, a la revolución social, y dejar que catalanistas y bizkaytarras saquen las castañas del fuego con sus propias manos”.
Su propia biografía y la popularidad que disfrutaba en tierras catalanas eran, por sí mismas, una declaración de intenciones contra todo nacionalismo; lo explicaba Federica Montseny en una semblanza sobre él: “Mientras unos se han complacido en presentarlo [al anarquismo] como extraño a esta tierra, como importado de fuera, otros se han empeñado en darle un carácter nacionalista y específico regional igualmente falsos y dañinos”; y contraponía la figura de Anselmo Lorenzo, “toledano de vieja cepa [que] marcó con su sello inconfundible treinta años de movimiento obrero y anarquista catalán”, con la de su padre, Federico Urales, “hijo del corazón de Cataluña [que] ocupó, durante veinte años, el centro de las actividades anarquistas en la capital de España”.
Pero no por ser un conocido militante dejó de ser un agudo crítico con el movimiento libertario. Con la misma firmeza se mostró hostil a aquellas corrientes del anarquismo que no reconocían el valor central de la clase trabajadora. Por decirlo con palabras de alguien tan caracterizado como Federica Montseny: “Él fue, por así decirlo, el primero que valorizó la personalidad de las masas obreras, que reconoció inteligencia y sentido constructivo al pueblo trabajador, dándole la importancia decisiva, la acción determinante que hasta entonces no se le había reconocido”.
Ese reconocimiento del valor colectivo del proletariado le alejó del anarquismo individualista y espontaneísta. Para Anselmo Lorenzo, como por otro lado también lo fue para Mijaíl Bakunin, el individuo es parte de una colectividad de forma consustancial e ineludible: el Estado, artificial, debe de ser derribado; la Sociedad, que está en nuestra naturaleza humana, debe de ser reformada. Sólo la solidaridad entre los trabajadores y su acción mancomunada puede llevarles a la emancipación. Para él, no había espacio para la liberación individual ni para el escapismo; Federica Montseny nos dice: “Su concepto de las multitudes asalariadas como valor propio, como energía en potencia y como movimiento en marcha hacia la emancipación social, significa la antítesis del concepto desdeñoso y autoritario que de las masas obreras tuvieron y tienen otros sectores proletarios”.
Aún era más crítico con los que recurrían a una violencia que se proclamaba revolucionaria y que por entonces se resumía en “la propaganda por el hecho”. En noviembre de 1910, recién constituida la CNT, advertía desde las páginas de Tierra y Libertad: “Entre la masa informe de esos anarquistas, descuellan algunos sentimentales, impacientes y, al parecer, impulsivos, que ya saben todo, que cierran motu proprio el periodo de la propaganda y quieren abrir el de la acción: han oído hablar de “acción directa” y, como si todo el monte fuera orégano, quieren que se vaya contra los obstáculos como iba D. Quijote contra los molinos de viento […] Medítese bien el caso, y se comprenderá que la Revolución social no ha de ser obra de un talismán poseído por un ilusionado, ni por la de un heroico Sansón, sino “por los trabajadores mismos”, como enseñó la Internacional, y eso a costa de trabajo, de propaganda, de organización y de constancia, y estoy por decir, que el que no lo comprenda así, lejos de beneficiar, estorba”.
Pero, entonces, ¿quién era Anselmo Lorenzo? No fue un líder sindical, ni un importante teórico, ni un publicista especialmente destacado, ni un reputado pedagogo. ¿A qué debía, entonces, su indudable prestigio? La vida y la obra de Anselmo Lorenzo, que son consecuentemente indisolubles, son la guía y el ejemplo de una inquebrantable fidelidad al anarquismo obrerista. Él fue quien mantuvo vivos y firmes los valores primigenios de la Primera Internacional en España, y España fue el territorio en el que esos valores alcanzaron un eco mayor y se plasmaron en las más hermosas realidades.
Es en el análisis de la organización y de la estrategia a seguir por el movimiento sindical, especialmente el de orientación anarquista, donde su magisterio resulta evidente, fruto no sólo de su larga experiencia sino también de su aguda reflexión y de un carácter ecuánime y poco sectario. Podemos resumir su pensamiento sindical en tres máximas: en primer lugar, la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos y no resultado de la actuación de una vanguardia proletaria o de la acción política de unos burgueses bienintencionados. En segundo lugar, esa emancipación debe de conformar una nueva sociedad, en la que los privilegios de la burguesía no sean sustituidos por los privilegios de cualquier otra minoría: no más derechos sin deberes y no más deberes sin derechos. Y, por último, todos nosotros somos corresponsables de la marcha de la sociedad, no podemos quedarnos al margen de las injusticias sin actuar, no podemos quedarnos en la crítica sin proponer.
De ahí deriva su oposición a las cajas de resistencia, que daban un poder ilegítimo al organismo centralizado que las administraba; su antagonismo con la actuación de minorías autoerigidas en el seno de las organizaciones sindicales, como la Alianza bakuninista a la que perteneció; su desacuerdo con cualquier pretensión de dividir a la clase trabajadora, no sólo con cuestiones políticas que le son ajenas sino también con gremialismos o nacionalismos; su confianza en que la propaganda y la organización son el único camino hacia la Revolución Social, sin atajos ni componendas…
Su tozudez en la defensa de un movimiento obrero organizado, solidario y de orientación anarquista fue su principal mérito. Y no fue pequeño. Porque si el anarquismo obrerista en España se hubiese disuelto por el viento de la historia o si este sindicalismo revolucionario hubiese seguido otro camino, como sucedió en otros países, su labor hubiese sido estéril. Pero a partir de 1910, con la fundación de la CNT, y sobre todo a partir de 1936, con la Revolución Social, lo que en Anselmo Lorenzo fue teoría se convirtió en sólidas realidades. El 2 de septiembre de 1914, sintiendo cerca la muerte, escribió a Tarrida del Mármol: “deseo vivir, porque frente al impuso que ha producido a la humanidad la gente que manda, tengo la seguridad de que el proletariado emancipador, tal como yo lo entiendo, ha de hallar e imponer la solución radical y práctica, y deseo manifestar esa seguridad y sugerirla al mundo”.
Juan Pablo Calero
Publicado en Tierra y libertad núm. 316 (noviembre de 2014).
Un buen artículo sobre uno de los padres del anarquismo.
Gracias.
Juan