Según datos de los últimos años, España está a la cabeza en cuanto a abandono del cristianismo. Ese abandono de la religión en la edad adulta, no es un caso raro en la Europa Occidental, aunque más bien se produce el caso inverso en los países del este. Si echamos un vistazo a la convulsa historia contemporánea de este país, si en un momento pareció apartarse el cristianismo y la religión en general, luego llegó lo que llegó, cuatro décadas de dictadura en la que se primó el catolicismo como impuesta identidad nacional. Hoy, aunque en claro retroceso, todavía existe esa identificación, por parte de una número considerable de gente, de la nacionalidad española con la religión católica. Los fundamentalistas, y empleo esta palabra en sentido lato como algo inherente de forma obvia a la identidad religiosa, consideran esta situación de abandono de la creencia como un síntoma de la falta de valores, seguramente también como falta de unidad de la patria fundamentanda en esa dogmática identidad nacional e, incluso, con tono ya irrisoriamente apocalípticio con el desmoronamiento de la civilización. Unas líneas más abajo, entraremos en esa controversia entre esa supuesta falta de valores y, tal y como también puede entenderse, una lógica concepción del progreso en el que se deja atrás el dogma religioso. Primero, habría que señalar lo que parece una evidente correlación entre la creencia religiosa y ciertos regímenes autoritarios en los que se impone o se reprime.
Así, en España, donde una dictadura impuso el catolicismo, el cristianismo en general se encuentra en franco retroceso. Muy al contrario, en países del este donde el comunismo se impuso con mano de hierro y reprimió la creencia religiosa, las personas se refugian de nuevo en la fe. Podemos concluir que ambos fenómenos tienen su origen en el poder político, el Estado-nación, bien en un sentido o en su contrario y no es casualidad que el nacionalismo se haya visto como una nueva religión. En cualquier caso, hay que dejar bien claro que el factor de la libertad es primordial para que la gente profese las ideas y creencias que desee. Una libertad a la que aluden unos y otros, autoritarios y dogmáticos de distintio pelaje, pero que no deja de encubrir manipulaciones ideológicas y espirituales de diverso calibre. Por supuesto, hablamos de un concepto de la libertad amplio en el que la educación, el conocimiento y, sí, el cultivo de los valores, resulta primordial. El contenido que otorgamos a esos valores sería el protagonista de un texto más amplio, aunque insistiremos en el respeto y la dignidad, que no son patrimonio de religión alguna. Por supuesto, obtusos tradicionalistas y feroces guardianes de la identidad nacional considerarán que esos valores son los heredados de la civlización cristiana, por lo que nos encontramos de nuevo ante el dogma y cierta forma de imposición, aunque adornada con una visión reduccionista: una determinada creencia religiosa, en este caso el cristianismo, con afán universal (catolicismo), es la única que garantiza el desarrollo de la civilización. Expresado así, suena terriblemente carca, y es muy posible que el actual y aparentemente progre Papa se negara a suscribirlo, pero en mi opinión es lo que mejor define al catolicismo, no tanto al cristianismo en un sentido cultural amplio (aunque, fundamentado igualmente en dogmas y en una tradición cuestionable), y en la sociedad española todavía estamos algo determinados por ello (la herencia franquista, que aunque quiera verse de otra manera, todavía pesa a muchos niveles).
Dejando a un lado la herencia cultural en un país muy concreto, que pesa sobre demasiadas personas, el cristianismo debería ser objeto de un firme examen crítico desde diversos puntos de vista. Desde un perspectiva epistemológica, es decir, en lo que atañe al conocimiento, podemos cuestionar la propia existencia del mito fundacional: Jesucristo. Si la principal fuente son los textos sagrados, existen numerosas incoherencias, tanto sobre el propio Jesús como sobre el tiempo que vivió. No obstante, a pesar de esto, sobre lo que no se insiste demasiado, podemos aceptar que existió un lider religioso llamado Jesús. Sin embargo, mostrando rigor sobre supuestos hechos de la fe, como la resurrección, tampoco existen prueba disponibles para creer dicha afirmación. Recordaremos otra cuestión bastante ignorada para defender la veracidad de una religión y es el hecho de que todas están basadas, en mayor medida, en creencias míticas previas. Así, el cristianismo tiene numerosas similitudes con el culto mitraico del mundo antiguo: también Mitra nación con forma humana y terminó ascendiendo a los cielos. Otras creencias cristianas, como son el nacimiento de una virgen o la realización de supuestos milagros, no resisten tampoco un examen riguroso y sería motivo firme para rechazar igualmente la doctrina. Vamos a abordar, de forma esta vez muy somera, lo que a mí particularmente más me interesa: la ética crístiana, tanta veces ensalzada. Si el modelo es el propio líder, hay rasgos en el comportamiento del propio Jesucristo, no solo cuestionables, dignos de reprobación: severidad, exigencia de obediencia ciega o actitud vengativa, si nos ponemos demasiado moralistas, pero incluso su concepción dogmatíca de la pureza y la humildad resulta criticable. El mentado hasta la saciedad «amor al prójimo» es algo demasiado ambiguo y tampoco elimina los excesivos rasgos negativos del personaje modelo para la doctrina cristiana. También está otro factor primordial en el cristianismo, que es el concepto de la salvación, algo tan descabellado desde un punto de vista racional e incluso moral, que tampoco resiste mucho análisis. Todos estos rasgos son, o deberían ser, indisociables de la fe cristiana, por lo que invitamos una vez más al pensamiento crítico sobre las propias creencias. La mera aceptación acrítica de una herencia religiosa, aunque solo sea en el plano cultural, desde nuestro punto de vista, es precisamente un obstáculo para una concepción amplia de los valores humanos.