En los años 80, década en la que el que suscribe era un tierno adolestente, proliferaron las películas grotescamente anticomunistas. Entre ellas, estaba la trilogía de un excombatiente en la Guerra de Vietnam llamado Rambo, que si bien no empezó mal, de modo aparantemente antimilitarista, la cosa acabó en una esperpento de proporciones cósmicas. Así, agotada ya la venganza sobre el mal rojo en el sudeste asiático, el último film versaba sobre la invasión soviética de Afganistán. Lo habéis adivinado, el borrico de Rambo se aliaba nada menos que con los rebeldes muyahidines afganos, precedentes de lo que luego serían los talibanes, para contrarrestar al ejército comunista. Y esto lo hacía, lo más gracioso, a escasos meses de que cayera la URSS y Rusia se convirtiera en un aliado de los Estados Unidos. Afganistán, después de la retirada soviética, se vio inmersa en una cruenta guerra civil durante años. Se dice que el final de Rambo 3, donde el personaje vuelve a su patria, iba a ser otro; decidía quedarse a combatir con los muyahidines. Lo que no sabemos es qué hubiera sido de este fulano invencible de escasas luces, después del final del comunismo y de verse al lado de grupos islámicos, que a la postre serían los responsables del atentado contra las Torres Gemelas, de Nueva York, en 2001. La realidad, cruel y grotesta, supera a la ficción.
Aquel atentado en el corazón del imperio dio carta blanca a los Estados Unidos, junto a sus aliados de la OTAN, incluido por supuesto España gobierne quien gobierne, para iniciar una guerra contra el terrorismo, que inició como sumo mandatario el inefable Bush hijo, pero continuaron Barack Obama, que cuando llegó a la presidencia parecía que iba ser la llegada de un mundo feliz, y el esperpéntico Donald Trump hasta llegar a 2021, con un nuevo presidente «progresista», Joe Biden. Cuando, a finales de 2001, los Estados Unidos iniciaron la guerra contra el país afgano, ya gobernado por un Emirato islámico, muy orgullosos se congratularon de haber provocado la huida de los talibanes. Por supuesto, como dudo mucho que se pueda combatir el fuego con fuego, lo que provocó aquelllo fueron años de cruentos enfrentamientos armados; Oriente Medio se convirtió en un hervidero y el muy progresista Obama inició ataques contra Yemen, Somalia y Pakistán amparado en la lucha contra supuestos grupos yihadistas. Además, proliferaron los atentados islámicos en Europa y Estados Unidos, por lo que podríamos hablar prácticamente de una Tercera Guerra Mundial si no fuera porque la realidad posmoderna nos empuja a vivir con un horror de carácter más bien enmascaradamente líquido.
Volviendo a Afganistán, a finales 2014, gobernando Obama la primera potencia mundial, usó el subterfugio del final de la guerra en el país, pero en realidad se mantuvieron activas tropas de la OTAN, incluso, habiéndose aumentado antes de que Trump llegara a la presidencia en 2016. En febrero de 2020, hubo al parecer cierto acuerdo de paz, firmado incluso con los talibanes, pero poco después se desató la violencia en el país y se dice que este primer semestre de 2021, donde Biden anunció la retirada de las tropas estadounidenses (una vez más) ha sido el año más sangriento con innumerables víctimas civiles. Todo esto resulta muy familiar, si tenemos en cuenta otra agresión militar amparada en la guerra contra el terrorismo y en el peligro de supuestas armas de destrucción masiva, inexistentes, que es la invasión de Irak en 2003; el rápido derrocamiento del dictador Sadam Hussein, junto a su ejecución, dio paso al crecimiento de diversos grupos islámicos que mantuvieron el conflicto durante años con infinidad de muertes. Desastres provocados por el miltarismo, con el subterfugio de la defensa de la «democracia» y al guerra contra el terrorismo, que provoca mayores males. Me pregunto cómo es posible que, en pleno siglo XXI, se mantengan las guerras, la opresión y tanto sufrimiento en el mundo. La respuesta, a pesar de lo que nos vendan a diario, pasa por los numerosos intereses económicos y geopolíticos al respecto para mantener las cosas como están.
Juan Cáspar