El anarquismo no es un sistema que se pueda considerar, nunca, periclitado. Me explico. Trazar sus perfiles no es tarea fácil, la mayoría de los grandes pensadores no poseen una obra sistematizada y caemos ya en un cliché si señalamos que no hablamos de un sistema cerrado de ideas, que su fuerza reside precisamente en la búsqueda continua de nuevos horizontes. Hay que hablar de «anarquismos» en plural, e incluso de corrientes diferentes que no deberían entrar nunca en la paradoja y sí en la riqueza, la pluralidad y en la heterodoxia. Naturalmente, hablamos de unas ideas todo lo abiertas posibles, pero con una serie de rasgos inequívocos, que Daniel Guérin (en El anarquismo, publicada en París en 1965) señala en primer lugar como rechazo a la autoridad y, consecuentemente, otorgar absoluta prioridad al juicio individual (por lo que hablamos así de antidogmatismo, tal y como escribió Proudhon a Marx, «no nos transformaremos en jefes de una nueva religión, aunque esta religión sea la de la lógica y la razón»). Naturalmente, y me parece importante recordarlo continuamente, el término «autoridad» requiere una serie de matizaciones, que se resuelve en un primer momento colocándole el calificativo «coerctitiva»). Como resulta lógico, los puntos de vista de los anarquistas son más diversos, más fluidos y difíciles de comprender que los de cualquier pensamiento autoritario (incluidas las corrientes socialistas), siempre deseoso de imponer preceptos a los demás. No obstante, Guérin quería observar homogeneidad en el pensamiento anarquista, por encima de tanta variedad y riqueza. En un primer vistazo, parece mediar un abismo entre el individualismo estirneriano y el anarquismo societario, pero podemos acercar orillas si evidenciamos que el anarquista societario es también individualista, y que el anarquista individualista, a pesar de su desconfianza sobre todo lo que implique organización social, podría muy bien ser societario.
El anarquismo, como corriente socialista o colectivista, se elabora casi al mismo tiempo por dos grandes autores como Proudhon y Bakunin, aunque puede considerarse al segundo continuador de la obra del primero siguiendo un proceso de radizalicación en muchos aspectos. En espera de la visión de otros autores, Guerin establece la continuidad de las ideas con Kropotkin, con el que nace el comunismo libertario y la sociedad anarquista alcanza aspiraciones científicas, Malatesta y su activismo incansable, e incluso atribuye a Volin, con la experiencia de la Revolución Rusa, una de las obras más notables del anarquismo. Me gusta la obra de Guerin, lejos de la idolatría a los grandes pensadores, se muestra crítico y no elude los aspectos más polémicos aportando elementos valiosos siempre desde un punto de vista libertario. Una vez más, quiero indagar en la historia del anarquismo con el fin de otorgar linealidad a la continuidad histórica y, modestamente, establecer puentes con el movimiento libertario del siglo XXI. Mi intención es profundizar en las ideas, no aportar datos históricos que para mí no son tan importantes, de clarificar unas ideas que deben aportar mucho a los males que siguen aquejando a la humanidad. En esta labor, daré con una terminología que no será del gusto de todos, con palabras tales como «filosofía», «doctrina», «creencia» o «fe»; trataré de respetar los vocablos utilizados por los distintos autores, apelando siempre a la amplitud de significado, a no encorsetar el lenguaje (ni, por supuesto, la propia existencia humana).
Luigi Fabbri , en su folleto ¿Qué es la anarquía?, en el que considera que las palabra «anarquía» y «anarquismo» no eran ya ninguna novedad como sí lo fueron varias décadas atrás. Los que consideren al anarquismo propio de criminales o de extravagantes ingenuos, es que viven aislados de la vida moderna de pensamiento y acción. Esto lo escribió Fabbri en 1925. Tal y como lo definió el italiano, el anarquismo es una «doctrina social» y una «fe de combate», tan digna de respeto como cualquier otra profesada con sinceridad. Anarquía tiene una acepción, mucho más antigua, sinónimo de caos o desorden. Hasta la segunda mitad del siglo XIX, no resultaba concebible una sociedad sin gobierno, y de ahí ese uso negativo figurado que llega hasta nuestros días. Tal y como recuerda Fabbri, en la Antigüedad se consideraban «anárquicos» esos intervalos de tiempo comprendidos entre el fin de un poder y el comienzo de otro.
No obstante, a lo largo de la historia se han dado intuiciones esporádicas en las diferentes culturas sobre lo ideal de una sociedad sin gobierno con personas libres e iguales. Poco antes de la Revolución Francesa, empieza a determinarse una idea original según la cual el progreso consiste en la permanente eliminación de la autoridad en las relaciones humanas. Con Godwin, a finales del siglo XVIII, se establece esta idea de manera más clara y el anarquismo empezará a fortalecerse en las décadas siguientes, aunque no tenga ese nombre en los primeros años, sí empieza a estar presente en su espíritu. Fabbri menciona a Fourier, dentro del llamado socialismo utópico, como el autor que expuso la concepción de que el hombre no podría perfeccionarse nada más que en el pleno y completo goce de sus facultades sin ninguna instancia coercitiva externa. A pesar de ello, solo puede calificarse como padre de la anarquía a Proudhon, a pesar de la evolución que sufrirá hacia el conservadurismo, con el que el pensamiento anarquista alcanza su madurez y sus aspiraciones de programa revolucionario. De esta forma, en la Primera Internacional de los trabajadores el anarquismo pasó de ser una concepción abstracta (y polémica) a convertirse en un programa de acción, de reivindicación y de revolución social de gran parte de la clase trabajadora. Fabbri quiere ver en las experiencias revolucionarias de 1848 y 1871 un ejemplo de que el autoritarismo aleja a los trabajadores de sus aspiraciones de libertad e igualdad. Es con Bakunin con quien nace el anarquismo como método de lucha, como un movimiento que supone la concepción libertaria de la revolución y del socialismo. Tras la muerte del ruso, y con la desaparición pocos años después de las últimas secciones libertarias en la Primera Internacional (con una fractura ya irreconciliable entre autoritarios y antiautoritarios), el movimiento anarquista obtendrá su autonomía y proseguirá su desenvolvimiento libre e independiente de cualquier otro corriente partidista.
Para Fabbri, la anarquía debe ser considerada en dos aspectos inseparables: como tendencia y movimiento, y como programa de acción futura. En el primer caso, sería «una tendencia espiritual a la libertad del individuo y de los pueblos por la liberación progresiva de los lazos exteriores y de las coerciones violentas patronales y estatales». Por lo tanto, la anarquía consiste en un progreso constante hacia la perfección moral y material de los seres humanos, una tendencia que se daría siempre (de alguna forma) en todas las culturas y contextos (aunque no adquiera el apelativo de anarquista). Si hablamos del terreno religioso, se trata de una rebelión contra las tradiciones y los prejuicios, un intento de substituir la creencia sobrenatural en otro mundo por la fe en la voluntad humana y en un mundo justo. En el campo político, los individuos y los grupos organizan su propia vida al margen del Estado, eliminado su injerencia y combatiendo sus pretensiones. En el ámbito económico, el fin es que los trabajadores se emancipen de toda explotación, del trabajo asalariado que les obliga a someterse o a pasar necesidad. Esta lucha en pos de la libertad en todos los ámbitos de la actividad humana se da de múltiples formas, aunque es incondicional en sus convicciones libertarias, no está sometida a fines ni intereses determinados. Lo que quiere decir Fabbri es que el anarquismo no subordina su actividad revolucionaria a ninguna condición ni a dogmatismo alguno, resulta incansable en su tarea diaria de propulsar y educar sin renunciar nunca a los pequeños detalles. No hay sometimiento ni espera a unos tiempos adecuados para la transformación social, ya que se conoce que solo la acción posibilita la evolución y la llegada de tiempos mejores. Por supuesto, existe una adecuación entre medios y fines, solo mediante la libertad puede educarse los hombres.
No obstante, no ha existido en el anarquismo ninguna renuncia al maximalismo, en el sentido de comprender que solo acabando a nivel social con el privilegio político y económico es posible caminar verdaderamente hacia una sociedad libertaria. Estamos aquí en la vieja polémica sobre la revolución, sobre cómo desprender a todo proyecto socialista de cualquier intención autoritaria. Insistiremos en que es consustancial al movimiento anarquista el no imponer sistema alguno a los demás, para más adelante ocuparnos de algunas visiones que, en su noble intención antiautoritaria, tal vez se pierdan en disquisiciones excesivamente especulativas. El movimiento libertario convivirá por largo tiempo con todo tipo de fuerzas autoritarias, y su fuerza reside precisamente en su coherencia transformadora entre medios y fines. La vieja concepción anarquista no dista mucho de la solución actual: utilizar la propaganda, el movimiento y la acción para estimular el desenvolvimiento de las tendencias humanas a la libertad y la igualdad (que Fabbri quería ver como «naturales», y yo he substituido por «humanas»). El objetivo es combatir todas las corrientes, fuerzas e instituciones autoritarias con el fin de establecer una sociedad en la que toda coerción violenta y toda explotación se hayan desterrado. Una organización social basada en el consentimiento voluntario, el apoyo mutuo y la cooperación libre, es la diáfana descripción de Fabbri para la palabra «anarquía».
Un siglo antes de que el anarquismo se identificara con el «hombre rebelde» de Albert Camus, el sociólogo y militante libertario Augustin Hamon ya llegó a la conclusión de que el anarquista es, en primer lugar, un individuo que se ha rebelado. Si atendemos a Stirner, aunque este autor no empleara nunca la palabra anarquismo, estamos hablando de un hombre que se ha emancipado de todo cuanto se considera sagrado. Una persona que no busca verdades irrefutables, que huye de la tranquilidad existencial que parece otorgar consuelo a tantos otros, que se eleva por encima de todo tradicionalismo y que es capaz de derribar todos los ídolos (algo que sería del agrado de Erich Fromm). Entre aquellos prejuicios que ciegan al ser humano, el anarquista menciona en primer lugar al Estado. Proudhon llegó a definirlo como «fantasmagoría de nuestro espíritu», incluso mencionó que la base de esta creencia estaba en que todo gobierno se ha presentado siempre como garante de justicia y protector de los débiles. Incluso, Malatesta es sorprendente que se adelantara al análisis de Fromm y otros sicoanalistas cuando habla del miedo a la libertad que se esconde en el subconsciente de los autoritarios. El Estado es el enemigo originario de los anarquistas, no puede decirse otra cosa y no vamos a insistir en la abundante literatura al respecto, lo dejaremos en estas palabras de Bakunin, «el Estado es una abstracción que devora a la vida popular», o de Malatesta, «el gobierno, con sus métodos de acción, lejos de crear energía, dilapida, paraliza y destruye enormes fuerzas». Los anarquistas del siglo XIX supieron ver el peligro de aumentar las atribuciones del Estado y de su burocracia, como demostrarían los totalitarismos del siglo XX.
No obstante, el anarquista denuncia igualmente el engaño de la democracia burguesa. Stirner consideraba que el Estado burgués, a pesar de haber acabado con viejos privilegios, lo había realizado en nombre de su propio provecho y no del individuo. Proudhon señala la democracia como una «arbitrariedad constitucional» y pensaba que la noción de «soberanía popular» no era más que una artimaña creada por la generación anterior a él. Si las personas delegan su soberanía cada cierto tiempo, lo que hacen verdaderamente es renovar su abdicación, la renuncia a su propio poder. El razonamiento es sencillo, si el pueblo fuera verdaderamente soberano no habría gobierno ni gobernados, ya que el Estado quedaría diluido en la sociedad y no tendría ninguna razón de ser en la organización política y económica. Esta denuncia de la democracia representativa, como encubridora del poder económico y político, al margen de las ideas que tenga cada uno y siendo sinceros, no puede decirse que haya envejecido lo más mínimo. Como resulta lógico, el anarquista no puede tener la más mínima fe en la emancipación gracias al voto, ni piensa que el parlamento pueda conllevar una auténtica transformación social. No obstante, insistiremos en que asociar anarquismo con antipoliticismo no parece a estas alturas lo más adecuado, ya que hay en ella la vieja idea de la política como gestión de un Estado. La permanente crítica del anarquismo es hacia el parlamentarismo, y al margen de la actitud individual que tenga cada persona, no creo que sea algo negociable. Deberíamos estar lejos del fanatismo y de hacer abstracción de la realidad política, pero ello no elimina la constante tensión hacia la nación/Estado y la apelación a un ideal más elevado.
Si hablamos de emancipación social, no puede haber cabido para idolatrar todo lo que tiene de accidental la existencia humana y que determina al individuo a entregar su libertad, no puede existir ninguna clave liberadora en dejarse llevar por algún papanatismo, en terminar sometiéndose a alguna abstracción. Este análisis libertario no es óbice para tener una nítida concepción del progreso, por luchar por ejemplo por los derechos civiles o los derechos humanos, sea cual fuere el contexto en que nos encontremos. Esta es, al menos, mi postura al respecto, que puede decirse que es incondicional. Es terrible la tendencia del ser humano a justificar ciertas cosas cuando son los «suyos» lo que están en el poder. Es el caso de la pena de muerte o cualquier otro tipo de represión jurídica, observar cómo miran hacia otro lado personas presuntamente progresistas cuando hablamos de ciertos Estados. No puede ser el caso de los anarquistas, y a eso me refiero cuando hablo de defensa incondicional de los derechos humanos, nuestras ideas obligan a una ética muy elevada.
Dentro de la aparente tensión entre individuo y sociedad, el anarquismo trata de resolverla de forma íntegra. No podemos dejar de considerar al anarquismo como una corriente socialista, y sin embargo el libertario es también ferozmente individualista. Daniel Guérin, en El anarquismo, realiza un importante análisis, cuando recuerda que Stirner es el autor que rehabilita al individuo dentro de la izquierda hegeliana. Aunque la palabra «socialismo» nació tal vez con intenciones trasnformadoras para oponerse al egoísmo burgués, el anarquismo acabó reivindicando a Stirner y su concepción de cada individuo como «unico». El tiempo, y la ciencia, creo que ha dado la razón al autor de El único y su propiedad. La liberación del individuo es una aspiración que, desde hace tiempo, tienen multitud de doctrinas, y tantas veces se han realizado las mayores aberraciones en su nombre. Sin embargo, la lectura del viejo Stirner nos da muchas de las claves que se han fortalecido con el tiempo, la ingente tarea desacralizadora que debe realizar el individuo en primer lugar. Es un llamamiento al reforzamiento del ego y al juicio individual que forma parte del anarquismo, aunque siempre completado con la idea de la solidaridad, algo que no se atrevía a mencionar Stirner, aunque atribuyera todo el potencial posible a cada ser humano.
Otro autor adelantado a su tiempo es el propio Stirner, y la devastadora crítica que realiza a toda internalización de prejuicios morales desde la infancia. Para ello, señala como culpable a toda clase mediadora, como son los sacerdotes o los mismos padres. Esa reivindicación de todo el potencial del yo no implica individuos aislados e introvertidos; en una lógica que agradaría a sicólogos posteriores, solo el hombre que haya comprendido su auténtica «unicidad» está capacitado para relacionarse con sus semejantes. A diferencia de otros autores, Stirner solo concibe la necesaria relación social en aras del propio interés individual, la fuente de energía es el individuo a toda costa. El anarquismo considera, expresado de otra forma sin estar lejos de la postura de Stirner, que la asociación humana solo resulta provechosa si no destruye al individuo y fomenta su energía creadora, por lo que resulta también útil para la colectividad. Toda la obra anarquista es una constante búsqueda del equilibrio entre el individuo y la sociedad, no podemos dejar de considerar a los libertarios siempre como societarios e individualistas a la vez. La sicología social nos demuestra hoy que el individualismo como hecho aíslado es una fantasía, que nuestros condicionantes son continuos, la interrelación permanente entre el individuo y la sociedad es un hecho. De esta manera, el análisis libertario de moralizar la sociedad y al individuo, el individuo y la sociedad, es correcto. Represión y falta de libertades, o un sistema basado en la explotación y la enajenación, solo puede tener como consecuencia un desbordamiento de la inmoralidad. Somos «animales sociales», en cualquier caso, creo que es una concepción válida que se remonta a Aristóteles, y que está lejos de ser resuelta como sostienen todo tipo de conservadores.
Si hemos insistido en la importancia que el individuo tiene para el anarquismo, vamos a repasar ahora someramente la otra fuente de energía: las masas. Tanto Proudhon, como Bakunin, considerarán que ninguna revolución puede ser decretada ni organizada desde arriba, solo es posible gracias a la acción espontánea y continua de las personas. Kropotkin abundará también en esta confianza en el pueblo y en su espíritu de organización espontánea, el cual en raras ocasiones se le ha permitido llevar a la práctica. Naturalmente, la visión anarquista no ha sido una creencia ciega en una especie de optimismo antropológico, la misma praxis libertaria ha comprendido la gran cantidad de prejuicios que subordina un pueblo a un gobierno y al principio de autoridad, y la gran cantidad de obstáculos que impiden el desarrollo de la energía popular. Desgraciadamente, tantas veces una mayoría es la que sustenta un régimen de injusticia social, por lo que los anarquistas han defendido primordialmente la pluralidad y el derecho de disidencia, confiando al mismo tiempo en expandir las ideas y el conocimiento como motor revolucionario. Tal vez una minoría, consciente y preparada, puede servir de ejemplo para el resto de la sociedad, pero dejando bien claro la adecuación de medios a fines en el anarquismo; es decir, no hay ningún tipo de dirigismo en la acción anarquista. Hay personas que abominan de los términos propaganda y militancia, pero esa repulsa solo parece una pose, ya que si confiamos en la posibilidad de una sociedad libertaria, participamos en proyectos que la reproducen y que favorecen su conocimiento (y su expansión).
Por lo tanto, se abomina de cualquier jefatura coercitiva y de toda imposición; a pesar de ello, existe en el anarquismo una concepción muy clara sobre lo que es verdaderamente la emancipación social y la libertad individual, por lo que se trabaja en ese sentido. No obstante, Bakunin sería consciente de esta contradicción entre la confianza en la espontaneidad de las masas, que tiene el anarquismo, y la necesidad de intervención de vanguardias conscientes. El anarquista ruso creía que solo se solucionaría cuando el conocimiento se expandiera entre las personas y fueran así conscientes de que no necesitan jefes. Su deseo era que la Internacional hiciera penetrar en la conciencia de cada uno de sus miembros la ciencia, la filosofía y la política del socialismo. Desgraciadamente, es un propósito que parecía posponerse para una evolución futura, y el tiempo lo ha convertido en todavía más dificultoso, aunque las intenciones libertarias continúen siendo similares en sus convicciones. En mayor o en menor medida, en todas las revoluciones socialistas se ha producido esa tensión entre la acción espontánea de las masas y el dirigismo de una minoría. Cuando los anarquistas han tenido fuerza suficiente, como es lógico, trataron de que predominase la primera cuestión y, en definitiva, de que no se fundara ningún poder que comandara la sociedad.
Tal y como expuso Volin, tras la experiencia de la Revolución Rusa, la emancipación efectiva que propugna el anarquismo solo se logrará mediante la actividad directa de los trabajadores, no por el papel dirigente de ningún partido. La transformación social la llevará a cabo el conjunto de la sociedad y si los anarquistas creyeran que pueden «guíar» a las masas, caerían en una pretensión tan ilusoria como la de los bolcheviques en Rusia y tantas otras «revoluciones» socialistas. Tal y como lo expresa bellamente Daniel Guérin, en El anarquismo, el papel que una minoría anarquista puede tener es siempre tratar de esclarecer, nunca dirigir. Insistiremos en la necesidad de seguir debatiendo sobre esta tensión existente entre el papel de las «masas» y la actividad de una minoría «consciente», en aras precisamente de aclarar perspectivas. También, una vez más, me gusta matizar los términos usados, que estoy seguro se antoja caduco a más de uno (aunque eso mismo me parezca tantas veces una falacia impuesta para no reflexionar demasiado). «Masas» es uno que a mí mismo no me gusta demasiado, por lo que he tratado de cambiarlo en ciertas ocasiones por «personas» o por «conjunto de la sociedad». Del mismo modo, no hablo continuamente de «clase trabajadora» y uso en su lugar «personas», ya que el anarquismo aspira a la emancipación de todos los estratos sociales (naturalmente, a la sociedad de clases). La cuestión de «propagar», ya lo he mencionado antes, es fundamental, aunque sea solo la capacidad de pensar, de generar conciencia y solidaridad. Incluso, aunque en este texto no los haya usado, los términos «fe» y «creencia» puede que nos caractericen, pero si ningún sentido religioso ni doctrinario, confiando en potenciar los mejores valores de la humanidad.
José María Fernández Paniagua