En los últimos tiempos se ha dejado sentir la necesidad de un enfoque global de la crisis capitalista desde una perspectiva libertaria y antidesarrollista, o sea, contraria al productivismo y estatismo de los dirigentes, instalados o aspirantes, tanto en sus versiones duras como en las alternativas.
El nuevo planteamiento no consiste en un simple rechazo del neoliberalismo y del keynesianismo, del desarrollo “sustentable” y de la economía “social” integrada, distintas fórmulas politico-económicas de la implantación real y global del capitalismo. Más bien apunta contra el modo de vida industrial que éste impone (consumista y urbano), contra sus vías de penetración y expansión, contra la política institucional y contra el Estado.
La idea de desarrollo es un reflejo degradado de la idea burguesa de progreso. En el lenguaje político, su uso es relativamente reciente y a menudo lo ha sido en oposición a la de “subdesarrollo” o dificultad de engendrar “riqueza” y repartir “bienestar”, es decir, problemas a la hora de acumular capitales y generar una determinada capacidad adquisitiva. El desarrollo no se justificaba en sí mismo, sino por su contrario, supuestamente indeseable. Así pues, no ofrecía posibilidad alguna de elección: era como un “tren en marcha” al que obligatoriamente había que subir. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, el crecimiento económico –el desarrollo- pasó a ser no sólo el principal objetivo de la política, sino la solución capitalista a todos los problemas políticos y sociales. En la nueva etapa desarrollista, el proletariado dejaba de ser un obstáculo, pues a partir de un cierto grado de “bienestar” su potencial revolucionario desaparecía.
Es más, a medida que devenía una fuerza instruida y consumista, a medida que se alejaba de la penuria y devenía “capital humano”, contribuía a la estabilización del régimen. Gracias a una conjunción favorable de factores históricos de diversa índole, el capital había superado una etapa de dominio formal, estrictamente económico, y se estaba adueñando de cualquier actividad humana. En tanto que relación social mediatizada por mercancías absorbía cualquier aspecto de la vida íntima o pública. El sector terciario aumentó en detrimento de la industria y donde antes había clases luego hubo masas, suma de individuos aislados, sin memoria y sin vínculos, incapaces de relaciones intensas y compromisos duraderos, entregados a sus intereses particulares, fáciles de atemorizar y aptos para ser manipulados. Evidentemente, los cambios no ocurrieron sin contratiempos ni retrocesos, pues la resistencia obrera fue tenaz y la negativa de las nuevas generaciones a vivir sometidas a los imperativos del consumo dio lugar a episodios gloriosos de rebeldía como la revuelta americana de los sesenta, el Mayo francés del 68, la rebelión checoeslovaca de 1969, el Movimiento de la autonomía italiana del 77, el movimiento asambleario hispano o la irrupción de Solidarnosc en Polonia.
Por otra parte, la propia casta política vencedora era reacia a un uso moderado de sus privilegios y a sacrificar a su amplia clientela en aras de las exigencias de los mercados, por lo que a menudo trató de salvaguardar sus intereses corporativos recurriendo al nacionalismo y populismo en un afán de retardar la fusión del Estado y el Mercado. Sin embargo, la fusión era consecuencia lógica de un desarrollismo que unificaba la política con la economía, las finanzas con la vida y la urbe con el territorio. A partir de entonces, el anticapitalismo será también antidesarrollismo y antiestatismo, crítica de la política y de la industrialización del vivir, lucha antiurbanista y defensa del territorio. Las últimas crisis inmobiliarias, crediticias y financieras han puesto en entredicho la capacidad del sistema para aumentar la “demanda interna”, pero no han bloqueado su desarrollo. Simplemente han demostrado que las contradicciones que traban el crecimiento de la economía son cada vez mayores, pero de momento, posibles de superar por ejemplo con el empuje de los mercados “emergentes”, aunque al precio de reproducirlas a escala ampliada. Eso quiere decir que en la última etapa del capitalismo, el crecimiento global depende cada vez más de la demanda mundial de tecnología, materias primas y alimentos, es decir, de la logística, de las multinacionales y de las zonas donde, gracias a una reserva enorme de mano de obra, todavía es posible la expansión.
Sin embargo, la crisis interna, estructural, no es la única que amenaza con paralizar el funcionamiento del sistema. La privatización y explotación intensiva de recursos conduce rápidamente a su agotamiento, dando lugar a una deriva demencial, tal como ilustran los proyectos empresariales y las guerras surgidas tras despuntar la crisis energética. Así pues, la fase extractivista que caracteriza el actual momento económico, sumada a las consecuencias ambientales de dos siglos de actividad industrial y al extraordinario auge de las infraestructuras, sobre todo de transporte, incuba un nuevo tipo de crisis que actúa desde fuera y se manifiesta en forma de ruina ambiental, fealdad, contaminación, agujero en la capa de ozono, cambio climático, pandemias, urbanización generalizada, destrucción del territorio, etc. El sistema intenta reproducirse y desarrollarse convirtiendo, con la ayuda de la tecnología, esa crisis externa en mercado, de acuerdo con los postulados de la “sostenibilidad”, pero sin poder evitar que las condiciones de vida bajo el régimen capitalista sean cada vez más física y mentalmente insoportables. La crisis, aunque plantea la urgencia de una respuesta de masas, no desemboca necesariamente en una movilización general que reclame cambios drásticos y pugne por ellos. Predomina en las masas afectadas una actitud contraria, posibilista, ya que la sumisión es inevitable en sociedades anómicas. Fenómenos como la precarización de la mano de obra, el empobrecimiento y la exclusión no han provocado conflictos sociales de importancia, contrariamente a lo que hubiera pasado hace tan sólo unas décadas.
En el terreno laboral, la comunidad de intereses es extremadamente difícil. La naturaleza del trabajo asalariado ha llegado a ser tan antinatural que nadie en sus cabales puede considerar seriamente la autogestión. En cambio, dicha comunidad resulta fácil en las luchas en defensa del territorio. Éstas ha podido llevar más lejos la oposición al desarrollismo, puesto que el nivel de americanización y artificialización de la vida es menor que en los aglomerados urbanos. Además, el territorio es el eje sobre el cual pivota actualmente la producción y circulación de mercancías, y por lo tanto, el eslabón principal de la cadena. Sin embargo, tales luchas casi nunca han sobrepasado el horizonte reivindicativo local, ni tampoco han conseguido extenderse lo suficiente salvo allí donde existían sólidas comunidades campesinas. Para un sector importante de la población no es tan deseable la eliminación de las contradicciones del sistema mediante un cambio social radical y se pronuncia por el voto ciudadanista. Las crisis no han sobrepasado situaciones financieras límite sino en contados casos y por lo tanto, no han empujado con fuerza a las masas, fundamentalmente urbanas, hacia soluciones drásticas e imaginativas. Signo de que la enfermedad mortal del sistema no ha entrado en su fase terminal, es más, éste se adapta a ella hasta incorporarla como un componente más. Esto explica que las alternativas autónomas surgidas al margen del capital hayan podido ser recuperadas en gran parte y sus promotores cooptados por el Estado (abundan los ejemplos en Brasil, Argentina, Grecia…). El dominio real del capital en su etapa actual se manifiesta como un proceso de quiebra controlada y rentabilizable.
El mercado de la tecnología ha tropezado con límites insalvables, y, por consiguiente, la innovación tecnológica no puede seguir actuando de motor económico. Las dificultades crecientes del desarrollo capitalista que evidencia la caída del consumo en las conurbaciones han orientado el sistema hacia la explotación de los recursos naturales: bosques, agua, minerales, gas de esquistos, paisaje, tierra… En adelante, el crecimiento económico se sostiene principalmente sobre el expolio territorial. En consecuencia, el desarrollo social capitalista se muestra ante todo como crisis del territorio, causa de múltiples resistencias y experiencias autónomas capaces de poner en pie una comunidad de combate, o si se quiere, un sujeto consciente. La cuestión territorial se convierte entonces en cuestión social: los conflictos del territorio no son medioambientales ni tampoco simplemente económicos, son eminentemente sociales. La construcción de una fuerza social consciente de sí misma y de sus objetivos en un momento esencialmente defensivo puede darse de modo paulatino, ya que va ligada a la conflictividad desencadenada por procesos de destrucción rural típicos del periodo extractivista y también a procesos de descomposición urbana, responsables de proporcionar a la lucha la mayoría de efectivos. Pero para la reaparición del sujeto histórico no bastan una defensa del empleo, una protesta “nimby” o una moneda “social”. Habrá que reducir el interés privado a la proporción justa y reproducir a la vez un espíritu comunitario para salir del capitalismo manteniéndose lejos de las instituciones.
La emergencia del sujeto de la historia dependerá, tanto del grado de segregación del capitalismo que la comunidad de lucha sea capaz de alcanzar, como de la intensidad de sus enfrentamientos con el Estado, pero por encima de todo, dependerá de que haya sabido reapropiarse de una perspectiva histórica, condición sine qua non de un pensamiento estratégico. Desde luego, una situación crítica excepcional que arroje a la calle y al campo a contingentes numerosos puede favorecer la constitución de una nueva clase proletaria universal, pero sólo si el punto de vista histórico se halla presente. Puede incluso brindar la ocasión de una ofensiva con tal de que los proletarios de nuevo cuño consigan organizarse sin jefes, elaborar una estrategia de lucha y dotarse de instrumentos de ataque adecuados. La crítica antidesarrollista quiere aportar su grano de arena en la clarificación necesaria que precede a cualquier batalla.
El combate antidesarrollista se inscribe en un proceso múltiple de desglobalización, desurbanización, desindustrialización y desestatización abocado al objetivo de una sociedad descentralizada y autogobernada, antipatriarcal, organizada horizontalmente, equilibrada con la naturaleza y capaz de defenderse sin necesidad de recurrir a ejércitos ni a prisiones. Una sociedad libre no tiene nada que ver con fundamentalismos naturalistas, ni con proclamas anticivilizatorias, puesto que la libertad no consiste en un retorno a la naturaleza primigenia, ni en una erradicación de la historia y de la cultura humanas. Consiste más bien en que los individuos sean los protagonistas directos de su propia historia.
El gran éxito de la dominación ha sido privar de perspectiva histórica a los oprimidos. Sin los conocimientos históricos suficientes no hay conciencia revolucionaria ni sujeto posible, algo que deben saber todos los rebeldes y en primer lugar los libertarios si no quieren verse como una fuerza de choque destinada a desvanecerse tras los primeros embates.
Miguel Amorós.