En 2019 el militarismo parece no ser un problema muy sugerente para quien se ocupa de paridad de género y reivindicaciones identitarias, pero creo que por el contrario debe serlo para quien lucha desde una perspectiva feminista o transfeminista.
Los ejércitos de los Estados occidentales son un ejemplo de democracia, al menos de fachada, para quien se interesa por el respeto de los derechos civiles.
Como dice Ursula von der Leyen, ministra de Defensa alemana, deben ser ejemplos de “tolerancia ante los grupos marginales” y abrirse a “las minorías”.
Se cuenta que la cúpula de las fuerzas armadas estadounidenses se alinea contra el actual presidente que quiere, sin decirlo, reformar el modelo de ejército anterior a la administración Obama.
En Alemania, en el Reino Unido y en los Estados Unidos, el cambio de sexo se acepta incluso entre los militares: aunque obviamente no se tienen todavía las mismas oportunidades de los varones blancos, no hay demasiados obstáculos para la promoción, ni para las mujeres ni para las personas transgénero; estás últimas han sido aceptadas solo recientemente, pero su recorrido laboral es bastante similar a cuanto sucede en otros sectores del mundo del trabajo.
Las fuerzas armadas de los Estados nacionales del mundo occidental han ampliado sus filas siguiendo el desarrollo de la mentalidad, en la dirección de la tolerancia hacia el diferente, porque es patriota, porque se puede certificar como nacionalizado.
Han sido “superados” –al menos a nivel formal– varios prejuicios presentes en el curso de las guerras: por ejemplo, los primeros regimientos de soldados de color existen ya en la Guerra Civil americana. Durante la Segunda Guerra Mundial, algunas naciones (Reino Unido, Estados Unidos, Unión Soviética) emplearon a mujeres en varios puestos, si bien eran auxiliares. Con Clinton, el prejuicio “superado” fue el de la homosexualidad, aunque sin pasarse (el célebre “don’t ask, don’t tell”) y ahora le llega el turno al mundo LGTB en su conjunto.
Hay quien sostiene que el ingreso de la mujer en las fuerzas armadas ha contribuido a abatir los estereotipos que están en la base del patriarcado.
La inferioridad de la mujer como ser humano incapaz física y moralmente de defenderse y de valerse por sí misma viene superada, dicen, a través de su enrolamiento, que las convierte en soldados eficaces y motivados, debiendo demostrar que pueden resistir tanto o más que los hombres: ¡quién no recuerda a la soldado Jane!
Quien piensa así desde una perspectiva feminista comete, en mi opinión, una enorme equivocación ante la propia lucha feminista: la equivocación de no ser capaz de pensar en una sociedad basada en mecanismos diferentes respecto a los de la explotación y el dominio del más débil. Si en el imaginario propagandístico es cierto que los militares serían los garantes de la “sagrada democracia”, en la realidad los ejércitos sirven para proteger o conquistar los intereses de unos pocos, intereses políticos y sobre todo económicos, de quienes tienen como único objetivo la explotación de los recursos del planeta, ya se trate de personas o de elementos de la naturaleza.
Las fuerzas armadas de los Estados nacionales deben poder ser dirigidas y utilizadas para la ocasión por los jefes de gobierno de las diferentes naciones, y esto significa que lo que importa sobre cualquier otra cosa es la obediencia a las órdenes y, por tanto, la estructuración jerárquica, la capacidad de matar a otros seres humanos, la capacidad de establecer una jerarquía que permita estar por encima, dominar.
Las fuerzas armadas son un instrumento, un servicio: son la espada.
Si pienso que mi acción –en el campo de batalla, en una frontera o tras los controles de un arma a distancia, poco importa– tendrá consecuencias reales, dejará morir a personas que emigran en busca de un lugar mejor o destrozará a individuos hechos de carne y hueso como yo, no puedo rendirme a la construcción de un “otro yo” inferior, abyecto, un ser humano con el que no puedo en modo alguno identificarme. Una pena, mi incapacidad de ser eficaz a gran escala.
Históricamente, las mujeres han sido siempre consideradas terreno a conquistar –como se decía en un tiempo– como las casas, las vacas y los tesoros presentes en territorio enemigo. Las mujeres tenían una cosa por añadidura que se podía tomar en el curso de la guerra: su capacidad reproductiva. Podían, incluso debían, ser violadas. El estupro ha sido y es todavía un arma de guerra, es el medio a través del cual el soldado completa su deber de conquistador, contaminando físicamente, pero sobre todo simbólicamente, la progenie futura de los territorios conquistados, de los territorios en que los varones enemigos se verán obligados a asumir hijos que no son suyos o a repudiar a las mujeres arruinadas para siempre.
Según esta perspectiva, las mujeres deberán recordar qué significa haber estado en esa condición y serlo todavía en muchas partes del mundo. Las feministas que hablan de deconstrucción desde dentro de la perspectiva patriarcal de las fuerzas armadas a través de la participación en el funcionamiento y en la constitución del ejército no deberían olvidarse nunca de cómo podían fácilmente ser colocadas de nuevo en “su” puesto, no deberían olvidarse nunca de quien precisamente partiendo de una perspectiva feminista buscaba y busca construir un mundo basado en otros sistemas, sistemas que no contemplan el supremacismo sino la horizontalidad, sistemas que no contemplan la definición de una identidad en función de la nacionalidad, sistemas que todavía hay que pensar y definir pero que parten del reconocimiento y no de la distinción o de la destrucción.
Por estas razones creo que la lucha contra el militarismo debe ser fundamental desde una perspectiva feminista. Lo es como lo es nuestra capacidad de elaborar relaciones políticas y sociales verdaderamente inclusivas y transparentes según una perspectiva que no es pacífica ni mucho menos pacifista, sino que es antijerárquica, antidogmática, sin fronteras, antirracista, anarquista.
Argenide
Publicado en Tierra y libertad núm.365-366 (diciembre 2018-enero 2019)