El anarquismo, nos esforzamos en afirmar de forma pertinaz, no está muerto ni anuncia, afortunadamente, fecha de defunción. Es cierto que sus limites, en forma de ‘movimiento’ o cómo queramos denominarlo, son difusos y cuesta a veces reconocerlo y no claudicar o frustrarse en su peculiar universo, lastrado ante el empuje de ciertos condicionantes externos.
Sin embargo, ya sea en forma de propuestas políticas y éticas, ambas tan fusionadas, o como una filosofía existencial, tan sencilla y tan compleja como reza la máxima de «no dominar ni ser dominado», acabamos seducidos e ilusionados por unas ideas, que estamos seguros son la gran esperanza para la humanidad. Las únicas ideas que, en su praxis, no han acabado adaptadas a un mezquino entorno, como otras mutando y claudicando a la vez. Es, si se quiere, cierta paradoja: el movimiento que pretende y promueve el anarquismo supone también no cambiar en lo fundamental: un mundo libre y solidario pleno de autonomía. El anarquismo, o anarquismos, no es tampoco una utopía ni un bonito recuerdo propio de un museo, ya que su corpus histórico, en el que puede reflejarse su presente y su futuro mediante la continua creatividad y el rechazo de dogmas, supone una realidad social, política y cultural espectacular. No hay reduccionismo ni monopolio en las ideas libertarias, únicamente no existe colaboracionismo ni claudicación ante el poder y la dominación, propios de doctrinas cerradas y construidas de una vez para siempre. El anarquismo es una continua y permanente lucha por la libertad y la autonomía, aunque a veces como seres humanos condicionados y moldeados nos cueste un enorme esfuerzo reconocerlas.
No es cosa de un mundo posmoderno, el de esta especie de etéreos contornos de las ideas anarquistas. Si echamos un vistazo a su historia, comprobamos que no existe teoría única, fija ni constante. Hay quien lo ha señalado como cierta debilidad ideológica, nosotros sabemos que se trata de una de sus grandes fortalezas: la capacidad para albergar propuestas diversas e incluso opuestas. Es más, esa supuesta debilidad teórica, en un mundo plagado de dogmas, es en realidad una de sus grandes fortalezas prácticas (o, al menos, su gran potencial). Como ya se ha comprobado, haya donde no existen directrices y proclamas dirigidos crece y se expanden las prácticas sociales. Se nos dirá que todo es vago y difuso, propio efectivamente de una sociedad posmoderna sin grandes asideros, pero sabemos que los más sólidos cimientos estriban, no en dogma alguno, sino en la defensa de la libertad y la solidaridad. Desde esos rasgos libertarios, que se concretan en la asociación libre y voluntaria, basada en el apoyo mutuo, se comprende bien la complejidad de lo real. Un complejidad permanentemente encorsetada por los promotores de la identidad cerrada y homogeneizadora.
El anarquismo, a pesar de ser expresado a menudo como ideas, no es tampoco ningún ideal, que precisamente ignora esa complejidad de la realidad humana y pretende que se adapte a él cual lecho de Procusto. Efectivamente, el anarquismo se posiciona en contra de todo modelo unitario de la realidad (e, incluso, de la racionalidad). La realidad humana, lejos de estar condicionada por dogmas, ideales o abstracciones, está formada por singularidades vinculadas a espacios y tiempos muy concretos. Es por eso que siempre se ha negado a Dios, lo mismo que a cualquier trasunto terrenal del mismo, al igual que rechaza cualquier delirio metafísico. Si otras ideas han insistido en la adaptación de la práctica a la teoría, el anarquismo considera que todo es movimiento y acción, unas determinadas condiciones de posibilidad libertaria en la realidad humana. Ética, decisión personal, y política, actividad social, fusionadas, aunque no siempre proclives a las ideas libertarias. Nadie dijo que el anarquismo fuera el camino con menos esfuerzo, aunque encuentre enormes y suficientes momentos de satisfacción para moldear la realidad.
Se puede, obviamente, ser anarquista de múltiples formas, incluso aparentemente opuestas, todos enfrentadas al poder entendido como dominación. Un poder que pretende ordenar, crear espacios objetivos, definidos y cerrados, algo impensable para el anarquismo, que observa la realidad como algo vivo y dado para la libertad. Se nos dirá que la realidad contradice tantas veces esa visión libertaria, pero precisamente pensamos que no hay determinismo alguno, ni en la condición humana, ni en la praxis social. El ser humano cede, en gran medida, ante la presión del contexto social, pero este es por descontado susceptible de ser cambiado. Los humanos somos, también, activos y creativos, por lo que podemos desarrollar nuestra potencialidades gracias a una comunidad social que lo promueva. El anarquismo, a diferencia de la ideología oficial, rechaza el atomismo del individuo, su aislamiento e insolidaridad, condición que le desprovee de herramientas para desarrollar sus mejores potencialidades o que le entrega, con facilidad, a causas ajenas. Si el anarquismo niega todo esencialismo en la condición humana, también sabe que la misma está ligada y determinada por los paradigmas sociales. Es algo que, de cara a la realidad que a veces padecemos, conviene no olvidar y mantener, todo lo lúcidamente que seamos capaces, el análisis libertario.
Gracias compañerx