Para describir la economía del mundo contemporáneo, las más de las veces se hace referencia al fenómeno de la globalización, que emerge entre los que más la caracterizan y la condicionan, tanto como para determinar la estructura y el funcionamiento. La globalización, tal como se ha afianzado en el mundo moderno, no puede ser definida simplemente como la extensión de los mercados y del tráfico de mercancías a todo el mundo.
De hecho, una forma tal de globalización ya caracterizaba al mundo antiguo y, con altibajos, se ha mantenido en el tiempo hasta nuestros días.
Esa forma de globalización permitía procurarse productos que no era posible fabricar en un lugar determinado, por falta de materias primas, desconocimiento de la tecnología necesaria y falta de la mano de obra cualificada capaz de llevar a cabo el proceso productivo. La globalización de los siglos XX y XXI tiene características y objetivos muy diversos y, en algunos aspectos, opuestos. Por un lado han entrado en el gran juego de la economía y de los intercambios planetarios pueblos y territorios desconocidos del Viejo Mundo. Por otro lado, los progresos científicos y tecnológicos han permitido reducir drásticamente tiempo, costes y riesgos en el tráfico de mercancías y en la transferencia de datos, informaciones, tecnologías y capitales. Las comunicaciones a menudo se realizan a la velocidad de la luz, con el resultado de que un número cada vez más alto de operaciones referidas a las actividades industriales, comerciales, financieras y de servicios se puede realizar en tiempo real, por lo que las informaciones y datos referidos a las actividades productivas, de negocios y financieras, pueden ser transmitidas y utilizadas en el mismo momento en el que se originan.
Se ha generalizado la práctica de los hombre de negocios del autodenominado mundo desarrollado de transferir (deslocalizar) parte de su actividad a países en vías de desarrollo, y esto les conviene sobre todo por la posibilidad que ofrece de aprovechar un precio del trabajo bajísimo y también de posteriores ventajas.
De hecho, con el fin de atraer inversiones y actividades productivas, los países en vías de desarrollo a menudo aplican a las nuevas actividades instaladas en su territorio tratamientos muy permisivos y facilitadores en materia de trabajo, medio ambiente, fiscalidad, seguridad y campo dinerario. El caso más destacado es el del Banco Central de China, que ha favorecido las exportaciones del propio país, adquiriendo cantidades totalmente desproporcionadas de dólares estadounidenses para mantenerse durante años artificialmente bajo el cambio de la moneda nacional. Por lógica, la réplica de capacidad productiva ya existente es suficiente para satisfacer la demanda, y sería definida correctamente como un derroche y una destrucción de riqueza.
Otro inútil consumo de recursos, con el consecuente envenenamiento medioambiental, deriva de la multiplicación de transportes, a menudo intercontinentales, que las deslocalizaciones hacen necesario. Pero, evidentemente, estos argumentos, que parecen de sentido común, nada pueden contra los intereses de los hombres de negocios y de finanzas. Si el derroche, la destrucción y el envenenamiento de los recursos sirven para incrementar los negocios y los beneficios, dejan de tener un valor negativo y son considerados como aspectos positivos. Lo mismo ha sucedido con el fenómeno de la “financiarización”, considerado un factor positivo, aunque no sea otra cosa que creación ilusoria de riqueza, al menos hasta que no se haya determinado la devastadora crisis todavía existente.
Está claro que la deslocalización y la globalización de los intercambios que ello comporta se fundan sobre la opción de emplear a cientos de millones de nuevos trabajadores en la producción de bienes y servicios ya efectuados de manera eficaz y en suficiente medida por otros trabajadores.
La ventaja, como queda dicho, es únicamente para los hombres de negocios, que pueden aumentar notablemente los márgenes de beneficio, comprimiendo los costes sin aumentar los precios de venta de sus productos y servicios.
Tal conveniencia ha perdurado incluso en la crisis económica, de manera que, mientras el producto interior bruto de los países desarrollados se ha reducido de manera notable, el de China e India ha aumentado, si bien a un ritmo menos pronunciado.
Lo menos que se puede decir es que el actual sistema económico, financiarizado y globalizado, no puede o no quiere utilizar mejor los enormes recursos humanos, naturales y tecnológicos disponibles, y destinarlos a la solución de los gravísimos problemas que afligen a la humanidad. Aparte de la inútil producción, con salarios de hambre, de bienes y servicios ya producidos en cantidad suficiente, los recursos podrían ser destinados a la superación de los problemas del agua y de la energía, de la desertización, de la deforestación, en la lucha contra el hambre y la miseria. La globalización en versión contemporánea, o sea, no un simple tráfico de mercancías sino una inútil réplica de actividades ya realizadas en otros lugares, tiene enormes consecuencias negativas en los trabajadores de los países del mundo desarrollado, que se convierten en vulnerables a renuncias, cesiones y extorsiones. La competencia desleal de quienes les proporcionan el trabajo los convierte en superabundantes o excesivos, o sea, inútiles, de manera que cuando no son simplemente expulsados del mercado de trabajo, son puestos a cargo del Estado o de las entidades de previsión y asistencia. Por otro lado, cuando es posible, deben contentarse con puestos de trabajo flexibles, precarios o en negro, es decir, ilegales, y renunciar a derechos y garantías fruto de años de lucha y sacrificios, incluyendo la aplicación de normas de higiene y seguridad. Se consigue un descenso a escala social, en los niveles de vida y también a menudo en la salud y en la peligrosidad del trabajo, aparte de en las perspectivas futuras propias y de sus hijos. El clima social que se deriva de todo ello ya ha producido la irrupción y el afianzamiento de movimientos y partidos racistas y xenófobos, y la congelación de normas tendentes a impedir y obstaculizar la llegada de trabajadores extranjeros.
En otras palabras, en la sociedad contemporánea, definida como librecambista, los únicos movimientos que son puestos fuera de la ley, cuando conviene, son los de los trabajadores y los pobres, aunque en la práctica no es que tales movimientos sean verdaderamente impedidos o reducidos en medida relevante.
Sucede las más de las veces que estos seres humanos son más débiles, más extorsionables, están más dispuestos a renunciar a sus derechos, más dispuestos a perder la esperanza por el futuro, la dignidad, la salud, la libertad, como resultado de una auténtica reducción a la esclavitud para beneficio de los hombres de negocios y de las finanzas.
Francesco Mancini
Sicilia libertaria
Publicado en el número 305 de Tierra y libertad (diciembre de 2013)