Tan solo en casa, después de verter algunas lágrimas en compañía de sus amigas de armas, las mujeres comienzan a hablar de su guerra.
Svetlana Alexiévich[1]
Mientras Franco proclamaba su famoso último parte de guerra[2], las mujeres se preparaban para sufrir el exilio o para padecer la violencia sexual específica que el nuevo régimen tenía preparada para ellas. La Guerra civil y el franquismo tuvo una vertiente de género, frecuentemente olvidada por historiadores e historiadoras que no la han considerado lo suficientemente relevante como para dedicarle estudios particulares. Tal como escribió Alexiévich en su libro, La guerra no tiene rostro de mujer, las mujeres han guardado silencio sobre las violencias sexuales que sufrieron, y sufren, durante las guerras.
En los libros que hablan de las guerras, «siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres». La historia que trata de las violencias que se llevaron a cabo durante la Guerra civil española ha sido también una historia escrita en masculino. Hombres fueron sus actores y ejecutantes, hombres la mayoría de sus víctimas. Hombres quienes han historiado dichas violencias, o si fueron mujeres, no hicieron una lectura sexuada de lo acontecido hasta hace muy pocos años. Costó entender, como en otros muchos aspectos, que hubo prácticas de violencia diferenciadas.
El objetivo de las violencias contra las mujeres durante la Guerra civil y el primer franquismo (hasta la década de 1950) se llevaron a cabo para castigar a las mujeres que habían realizado actos que transgredían el modelo femenino tradicional. El delito que habían cometido las mujeres era haber salido a la calle –tirarse a la calle dirán los jueces en las sentencias-, abandonar el espacio doméstico y privado que les era propio y hacerse visibles en el espacio público. Las mujeres que transgredían esa frontera confirmaban que iban contra su propia naturaleza, por tanto, eran algo más que malas mujeres, eran no-mujeres situadas del lado de la animalidad: fieras, hienas, rabiosas, perversas…
Con su actitud y su mensaje emancipatorio, estas mujeres se habían tirado a la calle, invadiendo un territorio –el de la política- secularmente vedado para ellas, poniendo en entredicho el orden social y político existente y, lo que quizá era más grave, el sistema de dominación patriarcal. Demasiado atrevimiento para que, en medio de una cruzada que pretendía hacer limpieza, no se vieran alcanzadas por una marea depuradora que, entre otras cosas, rezumaba una profunda misoginia.
Fue en la retaguardia sublevada y victoriosa donde los cuerpos violentados de las mujeres castigadas se convirtieron en auténticos «campos de batalla». Sus cuerpos eran el lugar del castigo de sus delitos que, además, permitía humillarlas y aniquilar al grupo enemigo en su conjunto, especialmente cuando el hombre estaba ausente. Se trataba, pues, de una violencia sexuada que reservaba a las mujeres dos tratamientos específicos: el rapado del pelo y la violación. En ambos casos se invadía la feminidad, su apariencia en el primer caso y su intimidad, en el segundo.
Rapar los cabellos de las mujeres era un acto que atravesaba siglos, pero en la Guerra civil afectó a miles de mujeres en todo el territorio sublevado. Cuando eran detenidas se las golpeaba y se las pelaba (a veces se acompañaba con el rapado de las cejas), se las hacía ingerir aceite de ricino y eran paseadas bajo los efectos purgantes de dicho aceite por la vía pública, teniendo que entrar, incluso, en las misas. El espectáculo buscaba la humillación pública y el escarnio de las mujeres castigadas ante los vecinos/as y ser diferenciadas del resto de la población. El rapado proclamaba la vergüenza del comportamiento pasado y la aceptación –forzada- del retorno a la moral, todo pasaba por la expiación y la reeducación de las mujeres.
La violación fue otro tipo de violencia sexuada; las frecuentes violaciones que ocurrieron sobre todo en los primeros meses de guerra no salían por lo general a la luz pública. El silencio acompañaba a la violación porque esta era un tabú social y la mujer prefería negarla, evitando así su estigmatización definitiva.
Se violó a las rojas como método de castigo, tratando de demostrar el desposeimiento al que había que someter a la enemiga, considerándola un instrumento de goce, un botín de guerra, un delito de derecho común tolerado en el curso del enfrentamiento. La violación se utilizó, por tanto, como método de reeducación a las «desafectas» y dejó pocas huellas documentales. Fue la afirmación violenta del control de los cuerpos.
Aunque han existido muchos tipos de violencia específica contra las mujeres, infligir una violencia sexual extrema sobre las mujeres, suponía que la batalla se perpetraba en el cuerpo de las mujeres, que eran el botín de una guerra decidida, financiada y ejecutada por hombres. La violación ha acompañado a la guerra en prácticamente todas las épocas históricas conocidas, ha sido utilizada como un arma con la que se amenazaba, se utilizaba como una forma de extender el terror entre la población. Se ha utilizado frecuentemente como guerra psicológica con el fin de humillar al bando enemigo y minar su moral.
En las guerras se hace más evidente la cultura de la violación que, habitualmente, existe en cualquier sociedad en tiempos de paz y es utilizada para modelar el comportamiento dentro de los grupos sociales, consolidando una cultura en la cual la violación ha sido aceptada y normalizada debido a actitudes sociales sobre el género, el sexo y la sexualidad. Ejemplos de comportamientos comúnmente asociados con la cultura de la violación incluían culpar a la víctima, la cosificación sexual, la trivialización de la violación, negación de violación, etc.
Junto con los dos tipos de violencia sexuada mencionados se produjeron también marcaciones de los cuerpos: cuerpos tatuados con mensajes en la cara y otras partes del cuerpo, insignias y banderas colgadas en la cresta de pelo que se les dejaba en la parte alta de la cabeza, etc. Todo ello conformaba la deshumanización y el desprecio por la enemiga que portaba la falta que se les reprochaba.
La alternativa para las mujeres, el 1 de abril de 1939, era muy clara: el exilio exterior con los padecimientos que implicaba su ingreso en los campos franceses, empezar de cero y construir una nueva vida en circunstancias adversas, o quedarse a riesgo de sufrir la reeducación católica-franquista a través de las violencias sexuales ya sufridas durante la guerra y refugiarse, después, en el exilio interior.
Durante casi cuarenta años las mujeres que vivieron en España retrocedieron en su situación jurídica a unas leyes decimonónicas en las que se asentó y consolidó su inferioridad, subordinación y exclusión del espacio público. Si las mujeres se arriesgaban de nuevo a tirarse a la calle debían saber con exactitud que entraban en un espacio inseguro, el espacio público, en el que como mujeres públicas eran de nadie y de todos los hombres. Esa concepción no ha desaparecido del todo, por desgracia, ochenta años después de ser «cautivas y desarmadas las rojas», nuestras antecesoras genealógicas.
Laura Vicente
[1] Svetlana Alexiévich (2015): La guerra no tiene rostro de mujer. Barcelona, Debate, p. 13.
[2]«En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares»